lunes, 27 de junio de 2011

Ceremonial y sermonal

Recorriendo las calles del centro de la ciudad, encontró renovada la fachada de algunas casas que antes se veían demasiado viejas, si es que la vejez llega al punto de la demasía. A su paso por la catedral observó a los ancianos pidiendo limosna que se ubican en el atrio. Meditó un momento sobre el ocaso de la vida. Tenía una cita importante en la noche, una invitación a dirigir una ceremonia. Se había ganado fama como ceremonista y el título no le desagradaba, si bien consideraba los formalismos un desagradable ejercicio de empatía.

Desde la última vez, viajaba con la mentalidad de no hacerse expectativas de lo que se encontraría. Su nueva filosofía consistía en valorar, en todo caso, el factor sorpresa. De hecho, la espontaneidad había dado frutos recientemente en forma de recompensas inesperadas que sirvieron para hacer un poco más placentera la vida durante un breve tiempo. Aunque, a decir verdad, el dinero no robaba su vida, lo consideraba un mal necesario que, la mayoría de veces, sacaba lo peor de las personas. Precisamente, había acudido a ver a un rico para pedirle su ayuda en una causa justa, a sabiendas que la justicia es sinónimo de relatividad; máxime en personajes que se consideran justos a sí mismos.

Los protocolos ya no lo aburrían pero sí lo hacían reír inevitablemente. Razón para disimular en el saludo y la conversación; mostrando su propia, que no verdadera personalidad, de vez en vez. Así, la cena en honor de un grupo de artistas lo distrajo de la rutina diaria y aun lo motivó a dedicar un tiempo a cultivar alguna disciplina artística, consciente de sus limitaciones naturales que eran un aliciente más que un impedimento. Tuvo tiempo para reír, posar y bailar en medio del pequeño caos que genera la efervescencia por terminar un ciclo de vida.

Cierto es que el corazón no soporta, o al menos no mantiene cordura, cuando se desatan muchas emociones a la vez. Acostumbrado a la diplomacia provinciana, esperó alguna muestra de interés por parte de alguien pero las mujeres parecían más ocupadas en sus atuendos que en conocerlo. De antemano, desestimó cualquier posibilidad de regresar al mismo cuento de varios de sus años de adolescencia. Aquella era sólo la anécdota de una etapa inmadura que habría de servirle para advertir a otros incautos que, como él, habían dado demasiada importancia a una situación típica de la inexperiencia entre faldas y diademas. Con todo y eso, brindó y brindó su mejor actitud hacia la dama.

De más está mencionar que le hizo una invitación que ella no sólo rechazó, también ignoró y, si cabe la analogía, sepultó con la misma consideración de siempre; la plagada de buenas maneras y atenciones a su amistad, detalles superfluos de una desgastada historia de empecinamiento. A estas alturas de su vida no podía adjudicar culpas, más por congruencia que por voluntad. Le aburría analizar el desamor y su porqué. No era como un nihilista romántico pero sí como un idealista melancólico. La realidad absurda encontraba cauces razonables en su paraíso terrenal, prospectiva a la mano con tan sólo caminar por el zócalo o perderse en su pequeño pueblo.

La soledad ya le era común, sobraba leer tratados sobre tan elevado concepto, el más contradictorio de todos por acompañarnos siempre. Pensó en su otro yo, el que viviría en China o Madagascar. El que estaría, como él, filosofando acerca de los problemas atroces de su circunstancia y esperanzándose en la predestinación individual. Las ilusiones acerca de un futuro al lado de la niña que conoció cuando terminaba la secundaria se esfumaron hace tiempo, sólo quedaba la necedad. La misma de la que se despidió en el crepúsculo de viernes, cuando le señaló el retorno hacia el éxtasis de un grupo de graduados que bebían y bailaban fuera de sí.

A Jibrán le quedaba un largo camino por recorrer hacia su casa, lo único seguro que tenía en Beirut. Lo más preciado y, sin embargo, abandonado de su vida. Con ésta apenas se reencontraba, la volvía a apreciar luego de ser necio. Estaba dispuesto a honrarla todos los días hasta el fin del mundo... y eso es menos de dos años si nos asumimos profetas.