viernes, 28 de agosto de 2015

Tres años de "Mover a México"

Con la nueva legislatura federal que toma posesión el próximo primero de septiembre se renovará la política mexicana. A casi la mitad del sexenio de Enrique Peña Nieto, el saldo deja mucho que desear: crecimiento económico mediocre, la histórica depreciación del peso frente al dólar, crisis de seguridad incluida la fuga del Chapo Guzmán, alta percepción de corrupción gubernamental que alcanza al presidente y a su secretario de Hacienda, pero sobre todo hay un desencanto generalizado por lo que se anunció como la solución de fondo para el país y hoy parece diluirse en la retórica de los eventos oficiales: las reformas estructurales.

De por medio está la justificación de que estas reformas, siempre nombradas de “gran calado”, no mostrarían resultados inmediatos sino que su éxito sería evidente con el paso del tiempo. Es difícil que el público entienda los plazos que establece el gobierno tomando en cuenta la lentitud para su implementación en la esfera burocrática. Sin embargo, lo que preocupa es la indiferencia del propio gobierno hacia las demandas sociales, so pretexto de que cualquier crítica corresponde a quienes han visto afectados sus intereses y no a las mayorías que serán beneficiadas por ellas. El ejemplo más claro es la CNTE respecto a la reforma educativa, su oposición está motivada por la pérdida de privilegios y no porque esta reforma pudiera haberse hecho consultando a sectores más amplios. Por supuesto que la Coordinadora es el actor más afectado con los procesos de evaluación y promoción docente basados en el mérito y no en las relaciones clientelares, y era deseable que fuera así con base en el Bien Común. El asunto es que no hay una CNTE para cada reforma: la energética, la de telecomunicaciones, la fiscal, la financiera. Quizá por ello los portavoces peñanietistas han insistido tanto en que la más importante reforma fue la educativa pues es difícil que alguien se oponga al derecho de los niños y jóvenes a contar con una educación de calidad.

El informe presidencial insistirá que la aprobación de las reformas fue un paso histórico entre el México del letargo político y el de la construcción de consensos, con la particularidad de que ésta pasó por la conformación de un instrumento carente de representación popular: el Pacto por México. Bajo la lógica del gobierno que llega a la mitad del camino, lo urgente era “mover a México” mediante un gran rediseño institucional que permitiera abrir ventanas de oportunidad pospuestas durante largo tiempo. Salinas de Gortari se ganó el título de reformador por su política económica interesada en privatizar aquello que públicamente ya no era eficiente e integrar al país en la región de América del Norte, pero aquel gran impulso terminó con una devaluación terrible en 94, acompañada de una crisis política desatada por el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Salinas prometió llevar a sus “compatriotas” al México de la modernidad y hoy, dos décadas después, la promesa, con diferente eslogan, permanece en el mundo de las ideas.

Detrás del evento presidencial al que acuden solo invitados especiales a escuchar una lista de logros y aplaudir cada estrofa del discurso, persiste un México de desigualdades cada vez más acentuadas, en el que la pobreza, según el Coneval, es la misma de 1992, cuando Salinas era presidente y había anunciado el gran programa social evidentemente populista de su administración: “Solidaridad”. A este programa le sucedieron “Progresa” con Ernesto Zedillo y “Oportunidades” con Vicente Fox y Felipe Calderón. Cada uno ha sido el marco para la administración de las acciones públicas que combaten la pobreza extrema y subrepticiamente un arma electoral de cada gobierno en turno, que valiéndose de la ignorancia de amplios sectores beneficiarios de algún apoyo condicionan su entrega a cambio de votos contantes y sonantes. El problema de la pobreza no se ha resuelto porque es imposible de resolverse si antes que entregar despensas y apoyos alimenticios no se generan capital humano y empleos bien remunerados en el marco de un Estado de derecho.

Cuando un país no garantiza el cumplimiento de la ley tampoco consigue ser competitivo. El Estado debe garantizar una cancha pareja para los jugadores y asumir que también el árbitro puede equivocarse y ser sancionado. La “casa blanca” del presidente, el affaire que le restó tanta credibilidad, no fue saldado con el despido de la periodista Carmen Aristegui de MVS. La respuesta oficial se encaminó a mostrar cierta preocupación en la figura de un nuevo secretario de la Función Pública que, como si se tratara de un fiscal especial en democracias avanzadas, investigaría al hombre que le dio el trabajo. No entiendo si alguien dentro del primer círculo del presidente de verdad creyó que la sociedad mexicana iba a creer solo con escucharlo que Peña Nieto no incurrió en un conflicto de interés con su contratista favorito. Pero tal parece que las reformas estructurales lo justifican todo: al presidente, a su equipo, la pobreza, la falta de crecimiento y lo demás. No importa que la gente de a pie no note los cambios, el informe es optimista, falta mucho por hacer, pero es esperanzador. Mueve a México. 

Houstonians

Uno de ellos sostenía la máxima mundana: ojos que no ven corazón que no siente. La repetía al conversar sobre la única relación que para él significaba algo más cercano al afecto que al trabajo. No la veo desde hace meses, su mamá me busca cuando necesita algo, pero no me deja ver a la niña.


Alguna vez cuando era niño quise viajar a los Estados Unidos. Supongo que no pensaba que fuera mejor que otros lugares para conocer, pero sabía que mi familia vivía en Houston. Cuando digo “mi familia” me refiero más bien a la familia de mi mamá, con quien crecí y a quien veía triste de no tener cerca a los suyos. Hasta que fui adolescente conocí un poco más ese lado de mi árbol genealógico. Frecuenté a un tío abogado hermano de mi madre, aficionado al rock y que me invitó algunas veces a comer menudo a una típica fonda mexicana del norte de la ciudad. Mi abuela, que también fue un padre para ellos y un hijo más de profesión contador público, se fue a vivir a Houston cuando no le quedaba otra cosa qué hacer en la ciudad de México. Con mi mamá casada, el hijo mayor que ya había arribado a esa ciudad texana y el abogado en sus asuntos, podía ir a buscar mejores motivos en otro país. Trabajó muchos años cuidando a la hija de un matrimonio de empleados de la NASA. Siempre me fascinó esa historia acerca de que vivía con astronautas como si todos los empleados de la NASA lo fueran. También llegué a ver sus fotos tomadas en la parte trasera de un cohete espacial, las dimensiones del vehículo eran fabulosas. Para mí, un niño crecido en una provincia pobre del sur de México, todo aquello era la comprobación de por qué los mexicanos querían con tanto denuedo una visa para viajar hacia el norte.  

Cuando a mi abuela, por segunda vez en la vida, volvió a quedarle nada en un lugar —sus patrones la corrieron de un día para otro por el hecho natural de que su hija había crecido lo suficiente para cuidarse sola— mi mamá viajó a Houston para devolverla a México. No imagino el sentimiento de una mujer que había pasado más de una década fuera de su tierra, trabajando como lo hacía, encerrada en la casa de unos gringos extraños durante una semana, saliendo a pasear con su hermana los fines de semana como única distracción y extrañando a su hija frente al mar sucio del Golfo de México. Tampoco imagino lo que significó convertir sus ahorros en pesos, el saldo de toda una vida, y administrar el último trecho de su futuro con un fondo para el retiro comprometido e insuficiente de antemano. Cuando volvieron juntas, madre e hija cansadas de un vuelo que en realidad era corto, ahí estaba yo en la terminal internacional de la ciudad de México. No sabía que en el fondo el cansancio no era producto del vuelo sino de una enfermedad acabada de llegar. Durante casi una década viví de cerca el peor lado de esa enfermedad, pero también conocí a una persona cargada de sabiduría popular, que nos sorprendía con sus dichos siempre, como si los pronunciara por primera vez cuando de hecho los repetía a menudo. Era porque sabía el momento preciso para decirlos pues contaba con la prudencia de la gente de antes, que callaba antes de no saber lo que decía. Murió en 2010 cuando para mí no había futuro ni en la escuela ni en ningún trabajo. Su deceso, como todo misterio trágico, fue un parteaguas para la vida de un desorientado. Dos meses después inicié una nueva vida, si puede considerarse así a encontrar un empleo que nadie más quería pero había que cubrir. Me permitiría la estabilidad relativa con la que vive un estudiante de universidad en un país tercermundista.

Cuando era niño también soñaba con hacer amigos. No me refiero a tenerlos sino a “hacerlos”. Crecí con poca familia, rodeado de primos lo suficientemente mayores como para considerarse tíos y sin hermanos durante los primeros años. Por eso pensar en ir a Estados Unidos era más que el trámite de subirse en un avión y trasladarse a otro lugar, significaba la oportunidad inmediata de querer a alguien. Así lo veía yo aunque, por otra parte, ahora suene demasiado melodramático. El plan era abordar con mi mamá ese vuelo que la llevó a Houston cuando yo tenía 11 años. No sucedió. Hasta 2015 conocí a la familia que no visité en la única oportunidad que hubo de hacerlo, antes que el 9/11 modificara la seguridad en la inmigración y la transportación hacia el imperio. Cuando hace unos días visité como turista el memorial ubicado donde antes estuvieron las Torres Gemelas, tomé una  foto a uno de los nombres inscritos en el borde de una de las dos enormes caídas de agua. En Internet conocí la biografía de la sobrecargo de origen asiático que alertó del secuestro de uno de los dos fatídicos aviones. Esto lo cuento al margen justo antes de subirme a otro avión para regresar a mi país. Quince años después del plan original, vine a conocer a mi familia de Houston. Probablemente esto compruebe que planear no cuesta nada y tampoco garantiza nada.

Hace muchos años un primo hermano de mi mamá, cuyo padre nació en la Costa de Oaxaca, probó suerte en estos rumbos, ahí está el origen de la historia. Su tía le ofreció en una corta frase probar el sueño americano: ¿Te quieres ir para Houston? Le dijo en el funeral de su padre, quien más que la figura de autoridad familiar fue un ejemplo de lo que no debía hacerse cuando de por medio hay que sacar adelante a los niños. Hablé con él en esta visita. Al terminar cada intervención de la plática ligera añadió un “man” provisto de una amabilidad difícil de ser discutida. La simpleza también puede ser honesta y afectuosa. Fernando me mostró en un par de horas el espejo en el cual, a cierta edad, las personas se reflejan, creyendo ser ellas mismas aunque haya transcurrido ya tantos años que sea tan difícil y extraño reconocerse. Todo el tiempo afable, me contó la historia de cuando una caravana de tíos y primos visitó Zipolite. Sobrevivieron a manejar desde Texas hasta Oaxaca, sobrellevando la frontera, el centro del país y la costa de Guerrero. Ahí, en una de las pocas playas oficialmente nudistas, encontraron el atardecer más hermoso que hayan visto. La familia había avanzado bajo la lógica de lo espontaneo, que permite toda clase de eventos inesperados y arriesga sin saber que va a ganar. Sillas plegables, hieleras, comida recién hecha con las cocineras de la playa, aquello era el fin de semana soñado por todos. Los hijos adolescentes, las figuras de autoridad maduras, todos habían logrado un objetivo que nadie se fijó: Unidad.

Toda familia tiene sus propios problemas, a veces insolubles. Solventarlos significa sobrellevar lo desagradable y admitir que siempre puede haber momentos que, a fuerza de gastar tiempo en otras cosas, se convierten en extraordinarios. Veamos, el fin de semana viví dos partidos de los juegos más populares en los Estados Unidos, el americano y el béisbol. En cada uno disfruté cada momento porque cada momento, valga la redundancia, era completamente nuevo. Nunca antes en mi vida había estado en un estadio con ese propósito y no deseé estarlo en esta ocasión. Dos de mis tíos decidieron que era buen momento para llevarme a conocer la pasión de las multitudes gringas. De cada juego no conocía muchas reglas que me explicaron mientras miraba en las pantallas gigantes del estadio sonreír a tantos niños y adultos. Familias que se juntan con el mismo propósito, conviven estando en el estadio, pero también afuera de él, antes del juego y después de él. Algo que me sorprendió fue ver a varias familias asando carne en el estacionamiento del estadio con un calor asfixiante y un viento que al soplar parecía el motor de un sauna. Sufrir a veces es disfrutar, disfrutar a veces es vivir, vivir a veces es soñar, soñar a veces es jugar.

Había escuchado ya los pormenores de algunos desencuentros familiares, cosa que por otra parte no fui a buscar, cuando llegó el último día de mi visita. Quienes estuvimos compartiendo el grill la pasamos bien, incluso, contra las expectativas de mi condición física me arriesgué a jugar basquetbol con Pablo y Junior, tío y primo, el primero casi de mi edad, el segundo adolescente. A medida que pasan los años ofrecemos menos de lo que tenemos, así pasa también en el deporte. Ante mi sorpresa de ver cómo aguantaban el insoportable calor de la tarde riéndose de mí nadando en mi ropa, fue ilustrativo que mi tío afirmara que eso había sido su infancia y juventud: estar en el parque jugando con los amigos… la otra familia. Las familias, en mi opinión, no son solo las relaciones de sangre entre diferentes personas, son mucho más que eso. Pienso que familia es sinónimo de unidad. Y de este modo, toda unión entre dos o más personas puede ser una familia. Quizá mi familia de Estados Unidos no sea la más unida, pero es, en definitiva, lo que ahora tengo.

Jugar a veces es vivir, y yo viví mucho estos días en Houston. 

sábado, 15 de agosto de 2015

Arquetipos del exilio universal

En el corazón de New Haven, que alberga la prestigiosa Universidad de Yale, hay un restaurante llamado “Oaxaca Kitchen”. La simpleza también importa a la hora de nombrar los negocios que habrán de darnos de comer, lo digo por el dueño, un indio que vacacionó una vez en Oaxaca y se enamoró de su cocina, en principio, para después ceder en todo lo demás. Aunque probablemente sea más un restaurante de cocina mexicana por el menú de la carta, los competitivos estudiantes del college también pueden darse el lujo de comer mole negro. En la cocina hay manos expertas, un oaxaqueño trabaja aquí.

Connecticut tiene oaxaqueños viviendo en New Haven, pero también en Stamford, Bridgeport y Naugatuck. Galdino Velasco sembró, con su llegada en los cincuenta, una semilla que ha germinado con el paso del tiempo. Nuestro paisano con su nombre inscrito en una calle del centro de Stamford es el estandarte de una generación de oaxaqueños que vino a probar suerte en los alrededores de la ciudad destruida más de cien veces por la ciencia ficción tan gringa que parece deporte nacional. En Nueva York hay de todo, recorrer sus calles es como inyectarse en el cuerpo de un gigante convulsionado. Justamente por eso, ahora que volví, decidí caminar hacia el sur en busca de lugares más apacibles como si eso fuera posible aquí. Tomé Broadway hacia China Town y en el camino me crucé con una hermosa librería: “Strand”, donde me puse a hurgar en las baratas. Encontré un libro —o mejor dicho me encontró a mí— sobre los mixtecos de Juxtlahuaca.

Al día siguiente tuve una cita con Álvaro Enrigue, escritor de mi predilección a quien solo había visto una vez en mi vida cuando presentó Muerte súbita, su más reciente novela, en la ciudad de México. Lo esperé en la Hungarian Pastry Shop, cafetería cercana a la Universidad de Columbia, donde es profesor. Como llegué temprano pedí un pay de limón, el mejor que he probado en mi vida, y releí unos capítulos de Hipotermia, el experimento literario que me desafió cuando escribí mi primer trabajo final en la carrera de Letras Hispánicas. Álvaro es una de esas personas que no necesitas haber conocido de toda la vida para sentirlo como un primo en quien puedes confiar tus penas mientras se burla de ti amablemente y te sientes mejor. Conversador inteligentísimo. Hablamos de la situación de México vista desde el autoexilio, de las restricciones que implica vivir en Manhattan, pero también sobre la delicia de saborear librerías y bibliotecas, conocer balcones para mirar el caos con resignación pero apaciblemente, y superar las crisis de la edad que nos vuelven infelizmente maduros. No había un motivo para reunirnos salvo, tal vez, regalarle el libro sobre mis paisanos mixtecos. —¿De veras encontraste esto en Strand? —Ahí estaba entre tanto libro. Sonrió antes de guardarlo en su bandolera de escritor como quien cierra la bolsa del súper.

Miguel Ángel Mendoza es un resucitado. Nació en Zaachila pero su alma viajera conoce de todo. El sábado pasado lo acompañé en una reunión sui generis celebrada en New Rochelle. Por un lado el ballet mexicano de Nueva York y el de Poughkeepsie ofrecieron por segundo año consecutivo su Guelaguetza; por otro, los paisanos realizaron una protesta por los estudiantes de Ayotzinapa, a casi un año del crimen que sacudió sin quebrar al sistema político mexicano. Ahí estaba Miguel, cargando sus retratos de los 43, que pronto serán exhibidos en una galería de Soho, exclusivo barrio con vocación artística de Manhattan. El artista plástico como articulador de una manifestación pacífica. El arte como catalizador de las emociones que se contienen cuando no se olvidan, cuando algunos mexicanos preservan restos de la memoria histórica de nuestras tragedias. Miguel ha sobrevivido a trabajar 16 horas al día para levantar del lodo casas que no disfrutaba, ahora tiene más tiempo para su vocación, pero mantiene el trabajo utilitario para la subsistencia material. Sus hijos pequeños, Cosijopí y Cozobi, no dejan de jugar, como si una de sus coloridas pinturas hubiera cobrado vida.


Hace dos años conocí a Galdino Velasco a través de una entrevista que le realicé por email para la revista “Oaxaca en México”. Supe que era una de esas historias que debían ser contadas por la bizarría que transmiten. El año pasado conocí los Estados Unidos visitando a Velasco en su segunda casa, platicando con él, escuchándolo, reconociendo en su mirada el resumen de las dificultades que enfrentamos —solo por el hecho de vivir— los mexicanos. Ahora pienso que hay personas que se vuelven necesarias para enfrentar el futuro, mentes que llevamos a cuestas; cada palabra pronunciada un recordatorio de que no estás solo y además puedes ser feliz. Es el diálogo inconcluso que me provocan estos mexicanos en el exterior, sus vidas revolucionando vidas. La suma de recuerdos frescos que antecede al tren de la medianoche en la Grand Central Terminal, cuando fuera de aquí todo parece prohibitivo.