En el corazón de New
Haven, que alberga la prestigiosa Universidad de Yale, hay un restaurante
llamado “Oaxaca Kitchen”. La simpleza también importa a la hora de nombrar los
negocios que habrán de darnos de comer, lo digo por el dueño, un indio que
vacacionó una vez en Oaxaca y se enamoró de su cocina, en principio, para
después ceder en todo lo demás. Aunque probablemente sea más un restaurante de
cocina mexicana por el menú de la carta, los competitivos estudiantes del
college también pueden darse el lujo de comer mole negro. En la cocina hay
manos expertas, un oaxaqueño trabaja aquí.
Connecticut tiene
oaxaqueños viviendo en New Haven, pero también en Stamford, Bridgeport y
Naugatuck. Galdino Velasco sembró, con su llegada en los cincuenta, una semilla
que ha germinado con el paso del tiempo. Nuestro paisano con su nombre inscrito
en una calle del centro de Stamford es el estandarte de una generación de
oaxaqueños que vino a probar suerte en los alrededores de la ciudad destruida
más de cien veces por la ciencia ficción tan gringa que parece deporte
nacional. En Nueva York hay de todo, recorrer sus calles es como inyectarse en
el cuerpo de un gigante convulsionado. Justamente por eso, ahora que volví,
decidí caminar hacia el sur en busca de lugares más apacibles como si eso fuera
posible aquí. Tomé Broadway hacia China Town y en el camino me crucé con una
hermosa librería: “Strand”, donde me puse a hurgar en las baratas. Encontré un
libro —o mejor dicho me encontró a mí— sobre los mixtecos de Juxtlahuaca.
Al día siguiente tuve
una cita con Álvaro Enrigue, escritor de mi predilección a quien solo había
visto una vez en mi vida cuando presentó Muerte
súbita, su más reciente novela, en la ciudad de México. Lo esperé en la
Hungarian Pastry Shop, cafetería cercana a la Universidad de Columbia, donde es
profesor. Como llegué temprano pedí un pay de limón, el mejor que he probado en
mi vida, y releí unos capítulos de Hipotermia,
el experimento literario que me desafió cuando escribí mi primer trabajo final
en la carrera de Letras Hispánicas. Álvaro es una de esas personas que no
necesitas haber conocido de toda la vida para sentirlo como un primo en quien
puedes confiar tus penas mientras se burla de ti amablemente y te sientes
mejor. Conversador inteligentísimo. Hablamos de la situación de México vista
desde el autoexilio, de las restricciones que implica vivir en Manhattan, pero
también sobre la delicia de saborear librerías y bibliotecas, conocer balcones
para mirar el caos con resignación pero apaciblemente, y superar las crisis de
la edad que nos vuelven infelizmente maduros. No había un motivo para reunirnos
salvo, tal vez, regalarle el libro sobre mis paisanos mixtecos. —¿De veras
encontraste esto en Strand? —Ahí estaba entre tanto libro. Sonrió antes de
guardarlo en su bandolera de escritor como quien cierra la bolsa del súper.
Miguel Ángel Mendoza es
un resucitado. Nació en Zaachila pero su alma viajera conoce de todo. El sábado
pasado lo acompañé en una reunión sui generis celebrada en New Rochelle. Por un
lado el ballet mexicano de Nueva York y el de Poughkeepsie ofrecieron por
segundo año consecutivo su Guelaguetza; por otro, los paisanos realizaron una
protesta por los estudiantes de Ayotzinapa, a casi un año del crimen que
sacudió sin quebrar al sistema político mexicano. Ahí estaba Miguel, cargando
sus retratos de los 43, que pronto serán exhibidos en una galería de Soho,
exclusivo barrio con vocación artística de Manhattan. El artista plástico como
articulador de una manifestación pacífica. El arte como catalizador de las
emociones que se contienen cuando no se olvidan, cuando algunos mexicanos
preservan restos de la memoria histórica de nuestras tragedias. Miguel ha
sobrevivido a trabajar 16 horas al día para levantar del lodo casas que no
disfrutaba, ahora tiene más tiempo para su vocación, pero mantiene el trabajo
utilitario para la subsistencia material. Sus hijos pequeños, Cosijopí y
Cozobi, no dejan de jugar, como si una de sus coloridas pinturas hubiera
cobrado vida.
Hace dos años conocí a
Galdino Velasco a través de una entrevista que le realicé por email para la
revista “Oaxaca en México”. Supe que era una de esas historias que debían ser
contadas por la bizarría que transmiten. El año pasado conocí los Estados
Unidos visitando a Velasco en su segunda casa, platicando con él, escuchándolo,
reconociendo en su mirada el resumen de las dificultades que enfrentamos —solo
por el hecho de vivir— los mexicanos. Ahora pienso que hay personas que se
vuelven necesarias para enfrentar el futuro, mentes que llevamos a cuestas;
cada palabra pronunciada un recordatorio de que no estás solo y además puedes
ser feliz. Es el diálogo inconcluso que me provocan estos mexicanos en el
exterior, sus vidas revolucionando vidas. La suma de recuerdos frescos que
antecede al tren de la medianoche en la Grand Central Terminal, cuando fuera de
aquí todo parece prohibitivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario