sábado, 15 de agosto de 2015

Arquetipos del exilio universal

En el corazón de New Haven, que alberga la prestigiosa Universidad de Yale, hay un restaurante llamado “Oaxaca Kitchen”. La simpleza también importa a la hora de nombrar los negocios que habrán de darnos de comer, lo digo por el dueño, un indio que vacacionó una vez en Oaxaca y se enamoró de su cocina, en principio, para después ceder en todo lo demás. Aunque probablemente sea más un restaurante de cocina mexicana por el menú de la carta, los competitivos estudiantes del college también pueden darse el lujo de comer mole negro. En la cocina hay manos expertas, un oaxaqueño trabaja aquí.

Connecticut tiene oaxaqueños viviendo en New Haven, pero también en Stamford, Bridgeport y Naugatuck. Galdino Velasco sembró, con su llegada en los cincuenta, una semilla que ha germinado con el paso del tiempo. Nuestro paisano con su nombre inscrito en una calle del centro de Stamford es el estandarte de una generación de oaxaqueños que vino a probar suerte en los alrededores de la ciudad destruida más de cien veces por la ciencia ficción tan gringa que parece deporte nacional. En Nueva York hay de todo, recorrer sus calles es como inyectarse en el cuerpo de un gigante convulsionado. Justamente por eso, ahora que volví, decidí caminar hacia el sur en busca de lugares más apacibles como si eso fuera posible aquí. Tomé Broadway hacia China Town y en el camino me crucé con una hermosa librería: “Strand”, donde me puse a hurgar en las baratas. Encontré un libro —o mejor dicho me encontró a mí— sobre los mixtecos de Juxtlahuaca.

Al día siguiente tuve una cita con Álvaro Enrigue, escritor de mi predilección a quien solo había visto una vez en mi vida cuando presentó Muerte súbita, su más reciente novela, en la ciudad de México. Lo esperé en la Hungarian Pastry Shop, cafetería cercana a la Universidad de Columbia, donde es profesor. Como llegué temprano pedí un pay de limón, el mejor que he probado en mi vida, y releí unos capítulos de Hipotermia, el experimento literario que me desafió cuando escribí mi primer trabajo final en la carrera de Letras Hispánicas. Álvaro es una de esas personas que no necesitas haber conocido de toda la vida para sentirlo como un primo en quien puedes confiar tus penas mientras se burla de ti amablemente y te sientes mejor. Conversador inteligentísimo. Hablamos de la situación de México vista desde el autoexilio, de las restricciones que implica vivir en Manhattan, pero también sobre la delicia de saborear librerías y bibliotecas, conocer balcones para mirar el caos con resignación pero apaciblemente, y superar las crisis de la edad que nos vuelven infelizmente maduros. No había un motivo para reunirnos salvo, tal vez, regalarle el libro sobre mis paisanos mixtecos. —¿De veras encontraste esto en Strand? —Ahí estaba entre tanto libro. Sonrió antes de guardarlo en su bandolera de escritor como quien cierra la bolsa del súper.

Miguel Ángel Mendoza es un resucitado. Nació en Zaachila pero su alma viajera conoce de todo. El sábado pasado lo acompañé en una reunión sui generis celebrada en New Rochelle. Por un lado el ballet mexicano de Nueva York y el de Poughkeepsie ofrecieron por segundo año consecutivo su Guelaguetza; por otro, los paisanos realizaron una protesta por los estudiantes de Ayotzinapa, a casi un año del crimen que sacudió sin quebrar al sistema político mexicano. Ahí estaba Miguel, cargando sus retratos de los 43, que pronto serán exhibidos en una galería de Soho, exclusivo barrio con vocación artística de Manhattan. El artista plástico como articulador de una manifestación pacífica. El arte como catalizador de las emociones que se contienen cuando no se olvidan, cuando algunos mexicanos preservan restos de la memoria histórica de nuestras tragedias. Miguel ha sobrevivido a trabajar 16 horas al día para levantar del lodo casas que no disfrutaba, ahora tiene más tiempo para su vocación, pero mantiene el trabajo utilitario para la subsistencia material. Sus hijos pequeños, Cosijopí y Cozobi, no dejan de jugar, como si una de sus coloridas pinturas hubiera cobrado vida.


Hace dos años conocí a Galdino Velasco a través de una entrevista que le realicé por email para la revista “Oaxaca en México”. Supe que era una de esas historias que debían ser contadas por la bizarría que transmiten. El año pasado conocí los Estados Unidos visitando a Velasco en su segunda casa, platicando con él, escuchándolo, reconociendo en su mirada el resumen de las dificultades que enfrentamos —solo por el hecho de vivir— los mexicanos. Ahora pienso que hay personas que se vuelven necesarias para enfrentar el futuro, mentes que llevamos a cuestas; cada palabra pronunciada un recordatorio de que no estás solo y además puedes ser feliz. Es el diálogo inconcluso que me provocan estos mexicanos en el exterior, sus vidas revolucionando vidas. La suma de recuerdos frescos que antecede al tren de la medianoche en la Grand Central Terminal, cuando fuera de aquí todo parece prohibitivo.

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