viernes, 14 de junio de 2013

Y cuando desperté... vivía solo

El verano llegó. Con él la partida de un ser querido y el advenimiento de una vida independiente. Más de la que sostuvo durante tres años. El primer día de la semana fue difícil, con una agenda más apretada de la que tenía durante la semana. Visitó a su familia al norte de la ciudad y salió corriendo a un evento en el extremo sur. Se había acostumbrado a contemplar una y otra vez el mismo número. Hasta el gusto le había tomado. Al llegar a casa, al filo de las cuatro, no tenía ni hambre ni sueño. Así que no pudo saciar su vacío ni con lo uno ni con lo otro. Simplemente el transcurrir del tiempo ver. 

El lunes amaneció aliviado. Seguía creyendo que no hay nada mejor que despertar a un nuevo día. La carga es mucho menos pesada, aunque no necesariamente más ligera. Ese día le tocaba nadar. Y es que se inscribió a un curso de natación nocturna, de nueve a diez de la noche, a dos cuadras de su casa. No estaba mal para paliar la soledad.  Claro, el tipo específico de soledad que enfrentaba. 

A mitad de semana, se vio repartiendo documentos en las redacciones de algunos diarios. Era su día office boy del mes, reducido a quincena. Se encontró a su robusto amigo por el rumbo del Metro Zapata. Mientras caminaba cabizbajo, soportando un calor de 35 grados, escuchó que le hablaban, y al voltear vio a Terán cargando sus bolsas de súpermercado. Platicaron unos minutos y sonó su celular: Tienes que ir a una subasta de arte en el St. Regis. 

Regresar a Paseo de la Reforma a las seis de la tarde por la línea verde del Metro es algo así como meterse a un sauna de sudores con ropa y sin toalla. Y ahí lo tienen, absorbiendo el calor corporal de una mujer rolliza a sus espaldas; intentando escapar en Metro Balderas sin éxito; tacleando gente en Hidalgo, y por fin, tomando su bicicleta para ir al hotel ese de lujo. De camino, le tocó la marcha conmemorativa por los niños fallecidos en el incendio de la guardería ABC de Sonora; banderas rosas y azules surcaban el cielo próximo. Pasó al Sanborns del Ángel de la Independencia, pidió una prueba de perfume que se untó por todo el cuerpo, y siguió su camino. En la entrada de St. Regis, el dandy de sombrero de cilindro le inquirió su procedencia. Luego de una mirada llena de escepticismo, lo dejó pasar. 

No entendía qué hacía en medio de gente vestida de smokings y vestidos de cóctel, que bebía champagne en copas estilizadas. A su alrededor, cuadros de los más reconocidos pintores oaxaqueños, con precios de salida en miles de dólares. Luego de entablar las clásicas relaciones públicas con algo de temor, notó la presencia de algunos paisanos. Una de ellos lo presentó con el organizador del evento, un argentino excepcional, con toda esa buena vibra, (¿algún tipo de psicoterapia?), que algunos río-platenses no disimulan. Hermes se disculpó, no iba vestido para la ocasión. Y el gordo organizador le dijo con un acento exagerado: ¡Pero si tú habés entendido de qué se trataba! ¡Pull over, pull over! Pantalones mostaza y suéter de cuadros. Esa era la etiqueta. Quedate a comer, que si no me enojo. 

Quitado de la pena, esperó, disimuló y volvió a esperar. Momento seguido, estaba dentro de un lujoso salón con el nombre de algún personaje poco conocido y una danza de cubiertos delante suyo. Se dijo: Adonde fueres has lo que vieres, y así degustó los tres tiempos maridados con vinos exclusivos. Todo con cargo a quién-sabe-quién. Antes, en la fila, se topó con un afable francés, según él, más mexicano que el mole, con quien intercambió puntos de vista sobre eso que llaman la mexicaneidad. Al final le pidió su tarjeta. No llevaba. Y el güero le dio la suya: Vicepresidente Ejecutivo de UBS; domicilio: París. 

Sobrevivió a los quelites con queso, el pescado en salsa de chorizo y el merengue del valle. Partió, cual ceniciento, antes de la medianoche y empezada la subasta a cargo de Shoteby's, para no perder la calabaza, y vaya que por el color es válida la comparación, en forma de Metro. Llegó a su casa y se perdió en un sueño más incoherente que su vida. El viernes se encontró con un actor en el restaurante japonés de su barrio. Uno que recién interpretó a un político de altos vuelos de la época de las devaluaciones (más fatales). Lo felicitó, le pidió opiniones y finalmente le pidió que le diera sus saludos a su hermano Bruno Bichir. Esa noche sólo pegó pestaña cuatro horas. A la mañana siguiente lo esperaba una nueva ciudad. Un lapso breve de escape al ajetreo...

En definitiva, la primer semana no fue fácil, pero la libró, como se dice. Entre otras cosas fue a tramitar su pasaporte. Y es que desde hace mucho quería viajar lejos... Había despertado y vivía solo. 

domingo, 2 de junio de 2013

Sobre el derecho a llorar


¿Por qué la mayoría de las personas no llora delante de los demás? ¿Por qué la mayoría de los hombres no llora delante de los demás? ¿Por qué hay una auto reprensión de hacerlo en los hombres?

Llorar es mostrarse vulnerable; es mostrarse débil a costa de las emociones. En el mundo de hoy es raro que la gente llore públicamente. Llorar se ha vuelto vergonzoso para algunos. Si bien es una reacción natural del organismo humano, expresa cómo el medio afecta de algún modo al sujeto. Y lo cierto es que este modo generalmente es negativo. Son más las situaciones en las que las personas lloran por sufrir, que por gozar. 

En este contexto, cobra relevancia defender el derecho de la gente a llorar, condenado tantas veces por las normas de trato social, que especialmente en el caso de los hombres, rechazan el hacerlo públicamente. Hay canciones que dicen que no debemos llorar, pero también existe una cultura basada en los prejuicios de que los hombres deben mostrarse fuertes ante cualquier circunstancia. Algunos relacionan esos prejuicios al denominado "machismo", que en México se asocia además a la violencia intrafamiliar que tanto daño a causado en nuestra estructura social. 

Sea por la cultura machista o porque los estereotipos de hoy en día enseñan que el hombre antes que ser sensible, debe ser fuerte, lo cierto es que contener los sentimientos no siempre es sano. Creo que la acumulación de ellos llega a provocar graves consecuencias en forma de impulsos violentos de las personas,. No se trata, pues, de tragarnos el coraje, el odio, la tristeza, la traición, el desamparo, la nostalgia o la soledad. Al contrario, no deberían ignorarse las situaciones de la vida que nos afectan, que nos vulneran y a veces nos superan. 

Llorar es, ante todo, un acto libre. Quien no es esclavo de sus emociones, llora. Cobra relevancia hacerlo en tiempos particularmente violentos para nuestro país y el mundo. La economía de libre mercado ha propagado la idea de que la felicidad consiste en el bienestar individual; que es el individuo, en última instancia, quien modela el comportamiento del mercado. La hegemonía conservadora propaga esta idea por todos los medios posibles. Y creo que es una mala noticia para nuestra Humanidad, porque de fondo el problema es de convivencia. De ninguna manera la convivencia humana puede ser amenazada por ninguna bandera. Y de ningún modo esa amenaza debe restringir el derecho de los hombres a expresar sus emociones. Por ende, llorar debería ser incluso un acto de protesta y rebeldía en contra del sistema, así como una contribución a reencontrarnos con nuestro ser más humano. 

Estas líneas pueden ser meros cabos sueltos. Hilos sin hilar diestramente como para constituir un artículo que forme opinión. Sin embargo, mi motivación es sobre todo una preocupación por la civilización humana, que cada vez más, muestra actitudes frívolas frente a situaciones que ameritan corazón, que requieren mucha alma para poder entenderse, porque de ningún modo la razón es suficiente para comprender la realidad. 

En mi entorno próximo, soy dado a manifestar abiertamente mis emociones, sin pena, o mejor dicho, sin tanta pena. Considero insuficiente el compadecerse de los otros, el sentir lástima. En cambio, me insto a buscar la empatía aun en los casos más difíciles. Creo que en la ambición de conseguirlo, de actuar con empatía, me ha ayudado mucho contar con un amigo cercano; el único. Con él, he discutido muchas veces de esto, aquello y lo otro. Le he compartido mi visión del mundo y le he insistido que convivir representa para mí un proyecto de la mayor importancia. Que no basta con estar juntos si no compartimos el mismo sentir, si no soñamos con la misma vocación que podemos cambiar al mundo. 

Él cree que yo soy afortunado de sentir mucho lo que sucede a mi alrededor, con todo y sus claroscuros. Hace poco, por ejemplo, me dijo que no fuera a llorar cuando partiera de viaje, porque me iba a ver mal. Y escribo estas líneas un tanto como justificación a ese reflejo emocional que considero no planificable. Como le expliqué, lo valoro por ser espontaneo, y creo que es necesario volver a esa espontaneidad. Dejar de aparentar delante de los demás; de ser una presentación ficticia de lo que nos define en toda la extensión de nuestra persona. Admito que no lloré en la despedida, que contuve, no sé si controlé, mis emociones. Pero más temprano que tarde, sí lo hice, no porque las emociones me dominen, sino porque era necesario liberar el corazón. Quería ser consecuente con mi humanidad. 

Insto a los demás a serlo, que quizá a todos nos falte llorar un poco más delante de los demás; que quizá a todos nos falte un mejor amigo en el mundo. Alguien que aunque no siempre nos comprenda, siempre hará su mejor esfuerzo para ello.