viernes, 11 de mayo de 2012

Añorar

Correr todos los días a todas horas. Levantarse con los ojos hinchados no precisamente de tanto dormir. Apurado salir con rumbo habitual. Pensar y repensar los momentos vividos hasta entonces. Hurgar en la causa de las desavenencias con aquellas personas que más amaba. Más o menos ésta era la vida de Ezequías aproximándose a lo que llamaba su segunda mayoría de edad. La primera llegó cuando fue a recoger la credencial que -valga la redundancia- lo acreditaba como ciudadano. Para él, este término no gozaba de la importancia debida, ya que la mayoría de las personas en su país no entendían la ciudadanía como un compromiso. Simplemente se quejaban de su situación y envidiaban la de quienes se encontraban mejor. Cualquiera que fuera la interpretación de 'mejor'.
Viajar al medio día en medio de la multitud de oficinistas, ambulantes, estudiantes, indigentes, entre otros, por los vagones del tren metropolitano. Leer por intervalos de tiempo breves historias que lo hacían salir de su rutina. Salir a tiempo de donde fuera para llegar a tiempo a donde debía. Transcurrir como un momento que se cuestiona acerca de su temporalidad y no termina de aceptar su fugacidad. Así se le había ido el mes de abril, aquel que alguien no robó, pero sentía hurtado desde que era chico. Llegó mayo y con él los recuerdos acumulados a lo largo de dos años de vida citadina, sin contar obviamente el que antes acumuló 'dedicado' al estudio en un centro de readaptación académica. Ezequías rechazaba la idea de que "no tenemos tiempo", pero no creía del todo en el lema optimista que reza "el tiempo se lo da uno".

En verdad, era muy sentimental. Dejaba aflorar esos sentimientos a propósito. No es que no los sintiera, evidentemente, sino que se esmeraba en que se apoderara de él la nostalgia por encontrarse solo en el mundo. Quizá fuera necesario que lo hiciera, en cierta medida. Es decir, que comprendiera que sí dependía sólo de él abrirse paso ante las adversidades que supone la 'postmodernidad'. Su problema radicaba en la que repetía como su solución: la amistad. Ocupaba mucho tiempo de su meditación acerca de la vida el hecho de que dos personas tuvieran necesidad de estar juntas para darle sentido a la realidad. No es que pensara que era requisito para sobrevivir, pero apostaba que era la única manera de ser feliz. Conceptualizaba, ciertamente, la amistad como algo bastante amplio que abarca distintas esferas de la vida humana, como el matrimonio y la familia, pero sentía una especial inclinación por la amistad entre dos personas fuera de estos ámbitos.

Ezequías vivía al sur de Tokio. Rentaba un piso en compañía de dos compañeros dedicados a las ciencias espaciales. En contraste, su vocación era dirigir. Lo había intentado en un par de ocasiones y comprobó los problemas que se generan hasta por el más mínimo detalle. No se había resignado a ejercerla, pero desacreditaba la idea de que dirigir fuera algo fácil. Creía que su vida tomaba sentido por los problemas en los que se veía inmerso. Como si la inseguridad latente fuera un mecanismo de reacción instantánea cuando se requiriera, ya que también le daba las ganas de permanecer despierto hasta entrada la madrugada y levantarse muy temprano. Se puede decir que no tenía nada que perder, pero le había desanimado ganar algo en especial. Su mayor bien era reunirse, convivir, platicar y abrazar a la gente que se había ganado su confianza.

Lo definía el verbo añorar cuando se veía impedido de ver a sus amigos y resentía más cualquier ausencia. Soñaba con un mundo donde libertad fuera sinónimo de amistad, y ser libre consistiría en hacer muchos amigos. No era, en definitiva, el Japón que le rodeaba. Desde hacía un buen tiempo, le daban ganas de irse a vivir a Londres para tener un nublado ad hoc a su nostalgia.

lunes, 7 de mayo de 2012

Acercarse

Leer dio por resultado confrontar mi situación en el mundo. En específico con un tema que me ha ocupado hace tiempo: la amistad. Comenzó con un amigo al que estimo mucho. No me hizo nada para que me pusiera mal. Yo me puse mal por nada. Por cuestionarme, a raíz de una breve lectura, quién soy yo para él. Como si no fuera suficiente para saberlo lo que hemos vivido juntos en los últimos años. No quiero calificarla como patética, porque la situación originó una dura introspección que sirvió bastante.

Hasta el medio día, estuve pensando en círculo sobre la misma cosa. Finalmente, como una cosa lleva a la otra, caí en cuenta de que no debería pensar en función de un solo amigo. Me situé en el mundo y me reproché no mirar a los míos, que de antemano sé, están esperando noticias acerca de su hijo y  hermano; platicando de mí a muchos kilómetros de distancia. Llamé, escuché, lloré. Dos minutos: un solo comentario de él; mi ruina. Vi cuán egoísta he sido, que no miro la situación de quienes me aman, y a veces me lloran.

Sentirse mal no basta. Es contundente. Sin embargo ¿Cómo sobrellevar esta melancolía? Lejos de ellos, pero a veces ignorándolos. Cerca de ellos,  pero a veces ignorándolos. La confianza no necesariamente implica decir todo. Hay cosas que por vergüenza no se dicen. He actuado así muchas veces. Hoy fue una de ellas. Me reservé el desencadenante de mis malos sentimientos. Pero hablé con ganas de liberarme. Sólo cuando lo hago puedo soltar lágrimas de desahogo puro. Sólo cuando las suelto puedo irme a dormir en paz.

Quisiera que no hubiera necesidades materiales que agobiaran la existencia. Quisiera que las necesidades del alma se suplieran con un eterno 'tequiero'. Por mi parte, quiero cambiar el mundo amando. A veces no salgo de mi soliloquio. Hoy, para bien, fue una de esas ocasiones. Sirvió para ver más allá de mis narices. Me llevó a palpar el amor incondicional, el que no necesita de títulos para existir. Simplemente cubre nuestras vidas sin que nos demos cuenta. Es lo que llamamos una inspiración y que, a pesar de todo, experimento en este instante.

Gracias, valiosos y grandiosos tres, por hacerme entender.