Genio y figura, el 10 de Blanco
Puebla contra América es uno de varios partidos
intrascendentes dentro del torneo mexicano de fútbol, lo siento. Desde hace
varios años dejé de ser aficionado, si es que lo fui, a alguna camiseta. Lo que
sí recuerdo es que mi papá me llevó al Azteca cuando era niño, fuimos a un
clásico Chivas-América. Por entonces me declaraba hincha del equipo
jalisciense.
Hoy, después de muchos años de no ir a un estadio de
fútbol, volví a comprobar que el Azteca es el Coliseo Romano de estos tiempos
en este país. Justamente porque no se trata de un partido intrascendente más
sino de todo lo que importa en la vida durante noventa minutos de juego con
receso para soltar las piernas, es que veo en sus gradas al pueblo gritando
sanguinariamente cuando los leones devoran a los hombres.
A veces esos leones son uno o dos jugadores buenazos,
de esos que siempre deben llevar marca personal, pero otras veces esos leones
son los árbitros o los artistas del balón, que se dejan caer cuando nadie los
ha tocado.
La tarde de hoy el Azteca está muy lleno, no se puede
decir que a tope, pero sí deja pocos lugares vacíos. Es curioso que durante la
semana, Cuauhtémoc Blanco haya declarado que va por la Alcaldía de Cuernavaca.
No, no es un mal chiste, en serio quiere convertirse, de pronto, en político. Cuauhtémoc
pasó sus mejores años en el América, aquí se hizo héroe, gladiador diría yo, de
multitudes que lo aclamaron por sus goles, por sus jugadas, por sus insultos a
los leones.
Cuando el partido caía fatalmente en un aburrimiento
desesperante, espontáneamente, las porras americanistas, ese pueblo llano
proveniente de tantas partes del DF como futbolistas de a pie haya en ellas,
empezaron a corear su nombre con vehemencia. Pareció una estrategia calculada
por el técnico del Puebla, que declaró a “La Jornada” que desde que anunció sus
pretensiones políticas, los compañeros de Cuau ya le dicen licenciado, incluso
alcaide, y lo animan a que empiece por lanzarles a ellos su primer discurso.
Más que la simple picaresca, los sonidos del estadio se convierten en un
indicador social de lo que somos en un microcosmos como el del fútbol, otra
vez, como el Coliseo.
La playera sigue luciendo el 10. La gente corea su
nombre; detrás de mí, con aire lacrimoso en la garganta un aficionado grita:
¡Gracias por tanto, Cuauhtémoc! ¡Gracias por tanto! Y entra a jugar 15 largos
minutos del segundo tiempo. No llega el gol. Un saque largo del portero, el
Cuau corre, solo hay un defensa de por medio, escucho a un entusiasta gritar:
¡Estira, Cuau, estira! Pero levanta la pierna en un ángulo de 45 grados a lo
mucho. Ya no va por el balón que sale por la banda. Quienes corean, gritan, se
emocionan con la presencia de Blanco, son americanistas. La porra del Puebla ha
sido reducida a una grada del estadio rodeada por policías que llevan escudos y
toletes, como si los pobres poblanos fueran a meterse con un estadio lleno de
azulcremas que a la menor provocación lanzan rechiflas e insultos que recuerdan
y las comparo a una protesta cualquiera contra el gobierno de Peña Nieto.
En 1998 vi el Mundial de Fútbol de Francia en los
recesos que nos daban en la primaria, apenas iba en segundo año. Recuerdo cómo
me emocioné con el partido contra Holanda, ahí estaban, en la delantera de la
selección nacional, el Cuau y “el Matador” Luis Hernández. Recuerdo un gol del
Cuau que entró de milagro, con un lance de las dos piernas hacia delante, casi
como una escena de Matrix. Al final del partido, cuando jugamos como nunca y
apenas no perdimos como siempre, me puse a llorar. En el salón creían que me
habían pegado, pero no, ese día descubrí que me gustaba el fútbol porque a
veces lo que más nos gusta también nos pega, nos conmueve y deja llorando al
final del recreo.
En el Coliseo hay de todo. Vendedores ambulantes
vienen y van con cervezas, sopas instantáneas, rebanadas de pizza, nieves, todo
extremadamente más caro que afuera. La tarde
se disipa y la noche cae sobre el sur de la ciudad de México. La afición,
sobre todo americanista, demanda un gol, uno nada más que valga las entradas al
partido, el tiempo reservado al espectáculo, el gusto de venir a aclamar
gladiadores y herirse con ellos, dolerse cuando brota la sangre y los leones
son alimentados. El gladiador Cuau sigue dándole vida al Coliseo, pero ya ganó
su libertad. La gente lo ovaciona juegue con quien juegue. Hoy es con el
Puebla.
Llega el momento en la vida de algunos hombres que el
nombre basta, ya no las posibilidades del talento. Y ahí está el hombre, la
figura, el personaje que el mito cuenta que creció en Tepito, que llevaba y
traía mercancía, que soñaba con salir de pobre, que anotaba goles y ganaba
torneos, y finalmente fue a otro reino y casi funda una república hasta que un
león le pisó la pierna.
A veces me pregunto por qué vamos a donde vamos
cuando no teníamos planes de estar ahí. Posiblemente esta crónica demuestre el
porqué. Nunca le fui al América, desde hace mucho solo me emocionan los
partidos de la selección nacional en el mundial. Ya no creo en el fútbol como
el centro de mi tiempo libre, pero sigo pensando en el increíble poder de este
deporte, en la catarsis que genera en algunas personas, en cómo las mueve a un
estadio una tarde cualquiera de sábado cuando todo lo demás parece abrumador y
triste. Solo dentro del Coliseo se respira algo parecido a la vida, parecido a
la guerra, parecido a las luchas intestinas entre los nobles y la plebe, los
que gritan y los que solo ven, la gente que en turbulencia llega y se va.
Al final no pasó de ser un partido cualquiera Puebla
contra América. Uno más dentro del calendario del torneo. Sin embargo, para el
que escribe fue el reencuentro con un niño que lloró en el pasado, con el
hombre que mira caer la noche sobre un estadio y se pregunta si hay vida en la Tierra,
parafraseando a Villoro; con la violencia del Coliseo Romano, tan real como los
granaderos montando caballos ojerosos, niños ofendiendo al árbitro desde la
grada, el sonido gutural y las manos temblorosas antes del despeje del portero
rival, casi cien mil vidas pensando en tantas cosas como yo, pero creyendo que
lo importante en ese momento estaba en la cancha, en la lucha de 11 contra 11, en
la esperanza de que un gol alegre la tarde solitaria del Distrito Federal.
Cuando dejamos de ser sombras y arena.