domingo, 25 de enero de 2015

Cuauhtémoc en los tiempos del Coliseo Romano

Genio y figura, el 10 de Blanco

Puebla contra América es uno de varios partidos intrascendentes dentro del torneo mexicano de fútbol, lo siento. Desde hace varios años dejé de ser aficionado, si es que lo fui, a alguna camiseta. Lo que sí recuerdo es que mi papá me llevó al Azteca cuando era niño, fuimos a un clásico Chivas-América. Por entonces me declaraba hincha del equipo jalisciense.

Hoy, después de muchos años de no ir a un estadio de fútbol, volví a comprobar que el Azteca es el Coliseo Romano de estos tiempos en este país. Justamente porque no se trata de un partido intrascendente más sino de todo lo que importa en la vida durante noventa minutos de juego con receso para soltar las piernas, es que veo en sus gradas al pueblo gritando sanguinariamente cuando los leones devoran a los hombres.

A veces esos leones son uno o dos jugadores buenazos, de esos que siempre deben llevar marca personal, pero otras veces esos leones son los árbitros o los artistas del balón, que se dejan caer cuando nadie los ha tocado.

La tarde de hoy el Azteca está muy lleno, no se puede decir que a tope, pero sí deja pocos lugares vacíos. Es curioso que durante la semana, Cuauhtémoc Blanco haya declarado que va por la Alcaldía de Cuernavaca. No, no es un mal chiste, en serio quiere convertirse, de pronto, en político. Cuauhtémoc pasó sus mejores años en el América, aquí se hizo héroe, gladiador diría yo, de multitudes que lo aclamaron por sus goles, por sus jugadas, por sus insultos a los leones.

Cuando el partido caía fatalmente en un aburrimiento desesperante, espontáneamente, las porras americanistas, ese pueblo llano proveniente de tantas partes del DF como futbolistas de a pie haya en ellas, empezaron a corear su nombre con vehemencia. Pareció una estrategia calculada por el técnico del Puebla, que declaró a “La Jornada” que desde que anunció sus pretensiones políticas, los compañeros de Cuau ya le dicen licenciado, incluso alcaide, y lo animan a que empiece por lanzarles a ellos su primer discurso. Más que la simple picaresca, los sonidos del estadio se convierten en un indicador social de lo que somos en un microcosmos como el del fútbol, otra vez, como el Coliseo.

La playera sigue luciendo el 10. La gente corea su nombre; detrás de mí, con aire lacrimoso en la garganta un aficionado grita: ¡Gracias por tanto, Cuauhtémoc! ¡Gracias por tanto! Y entra a jugar 15 largos minutos del segundo tiempo. No llega el gol. Un saque largo del portero, el Cuau corre, solo hay un defensa de por medio, escucho a un entusiasta gritar: ¡Estira, Cuau, estira! Pero levanta la pierna en un ángulo de 45 grados a lo mucho. Ya no va por el balón que sale por la banda. Quienes corean, gritan, se emocionan con la presencia de Blanco, son americanistas. La porra del Puebla ha sido reducida a una grada del estadio rodeada por policías que llevan escudos y toletes, como si los pobres poblanos fueran a meterse con un estadio lleno de azulcremas que a la menor provocación lanzan rechiflas e insultos que recuerdan y las comparo a una protesta cualquiera contra el gobierno de Peña Nieto.

En 1998 vi el Mundial de Fútbol de Francia en los recesos que nos daban en la primaria, apenas iba en segundo año. Recuerdo cómo me emocioné con el partido contra Holanda, ahí estaban, en la delantera de la selección nacional, el Cuau y “el Matador” Luis Hernández. Recuerdo un gol del Cuau que entró de milagro, con un lance de las dos piernas hacia delante, casi como una escena de Matrix. Al final del partido, cuando jugamos como nunca y apenas no perdimos como siempre, me puse a llorar. En el salón creían que me habían pegado, pero no, ese día descubrí que me gustaba el fútbol porque a veces lo que más nos gusta también nos pega, nos conmueve y deja llorando al final del recreo.

En el Coliseo hay de todo. Vendedores ambulantes vienen y van con cervezas, sopas instantáneas, rebanadas de pizza, nieves, todo extremadamente más caro que afuera. La tarde  se disipa y la noche cae sobre el sur de la ciudad de México. La afición, sobre todo americanista, demanda un gol, uno nada más que valga las entradas al partido, el tiempo reservado al espectáculo, el gusto de venir a aclamar gladiadores y herirse con ellos, dolerse cuando brota la sangre y los leones son alimentados. El gladiador Cuau sigue dándole vida al Coliseo, pero ya ganó su libertad. La gente lo ovaciona juegue con quien juegue. Hoy es con el Puebla.

Llega el momento en la vida de algunos hombres que el nombre basta, ya no las posibilidades del talento. Y ahí está el hombre, la figura, el personaje que el mito cuenta que creció en Tepito, que llevaba y traía mercancía, que soñaba con salir de pobre, que anotaba goles y ganaba torneos, y finalmente fue a otro reino y casi funda una república hasta que un león le pisó la pierna.

A veces me pregunto por qué vamos a donde vamos cuando no teníamos planes de estar ahí. Posiblemente esta crónica demuestre el porqué. Nunca le fui al América, desde hace mucho solo me emocionan los partidos de la selección nacional en el mundial. Ya no creo en el fútbol como el centro de mi tiempo libre, pero sigo pensando en el increíble poder de este deporte, en la catarsis que genera en algunas personas, en cómo las mueve a un estadio una tarde cualquiera de sábado cuando todo lo demás parece abrumador y triste. Solo dentro del Coliseo se respira algo parecido a la vida, parecido a la guerra, parecido a las luchas intestinas entre los nobles y la plebe, los que gritan y los que solo ven, la gente que en turbulencia llega y se va.

Al final no pasó de ser un partido cualquiera Puebla contra América. Uno más dentro del calendario del torneo. Sin embargo, para el que escribe fue el reencuentro con un niño que lloró en el pasado, con el hombre que mira caer la noche sobre un estadio y se pregunta si hay vida en la Tierra, parafraseando a Villoro; con la violencia del Coliseo Romano, tan real como los granaderos montando caballos ojerosos, niños ofendiendo al árbitro desde la grada, el sonido gutural y las manos temblorosas antes del despeje del portero rival, casi cien mil vidas pensando en tantas cosas como yo, pero creyendo que lo importante en ese momento estaba en la cancha, en la lucha de 11 contra 11, en la esperanza de que un gol alegre la tarde solitaria del Distrito Federal.


Cuando dejamos de ser sombras y arena. 

viernes, 9 de enero de 2015

Por los suelos


En la segunda temporada de la exitosa serie “House of Cards”, Francis Underwood ya convertido en vicepresidente de los Estados Unidos negocia obras de infraestructura con un empresario chino cuyos nexos con el comité central que gobierna su país le permiten intervenir en las altas esferas de la política exterior pese a sus antecedentes de corrupción. En busca de sus propios intereses, Underwood rompe la negociación con el millonario chino y le exclama una frase que es digna de ser retomada: "Lo máximo que podrá comprar es influencia. Pero yo ejerzo autoridad constitucional".

En México la autoridad constitucional suele ser pisoteada por la influencia del poder. El poder político amalgamado con el económico en manos de los grupos de intereses creados. El caso que marcó la última parte del año fue la turbia licitación del tren México-Querétaro cuyo impacto alcanzó al presidente de la república y su esposa al descubrirse que un contratista: Juan Armando Hinojosa, vendió a Angélica Rivera la mansión valuada en siete millones de dólares donde ha vivido la familia presidencial antes que en la residencia oficial de Los Pinos. Hinojosa fue uno de los empresarios que formó parte del consorcio que ganó la licitación; uno más era el cuñado del ex presidente Salinas de Gortari, además de una empresa de trenes china.

Por televisión la primera dama explicó su relación con Hinojosa en lo que parecía una actitud de indignación y enojo contra el reportaje que exhibió dicho vínculo. Lo conozco como conozco a muchas personas, mencionó molesta. La casa la estaba pagando con los ahorros de una vida de aparecer en pantalla en personajes de telenovelas de Televisa, pocos protagónicos y melodramas sin ninguna trascendencia, pero así se hizo de ella. El presidente, tal parece, nada tuvo que ver. Él solo ejerce autoridad constitucional.

El problema fundamental es que ya nadie cree que la autoridad funcione solo con relación al conjunto de normas que regula la vida social. La gente no cree que los funcionarios públicos puedan vivir en una casa que solo pueden comprar millonarios chinos o artistas de Hollywood porque detrás de la compra hay un crédito muy conveniente y una larga trayectoria de éxitos profesionales que consolidan el patrimonio de una actriz como la esposa del presidente.

Basta salir un poco de las ciudades, por ejemplo, a la sierra sur de Oaxaca, para conocer de cerca las condiciones de vida de la mayoría de mexicanos. Algunos viven sin los servicios básicos: agua potable, drenaje, luz y gas; otros caminan horas para atenderse en un hospital de primer nivel, en donde a veces les niegan el servicio porque no es el día de consulta o ya se saturaron las citas. Mientras que muchos niños viven a expensas de los intereses de gremio de los trabajadores de la educación, acostumbrados a dejar de enseñar para cerrar vialidades, comercios o fundirse con el paisaje urbano del centro histórico de la capital del estado e incluso de la capital del país.

Efectivamente, la autoridad constitucional es mucho mayor que cualquier interés de grupo; de ella deriva el uso legítimo de la fuerza pública. El año que se va la nación se enteró, otra vez, de dos sucesos de horror: Tlatlaya y Ayotzinapa. En el primero fue el ejército; en el segundo, la policía municipal y probablemente la federal, como señala un reportaje publicado los últimos días por Anabel Hernández en la revista Proceso. Los dos encendieron el ánimo social y descubrieron el estado de cosas de la protección de los derechos humanos en México: por los suelos. Nadie compró influencia. Las órdenes de matar civiles fueran dadas por quienes ejercían autoridad constitucional.

En la serie que mencioné al principio hay un ingrediente de intriga política que tiene al espectador al filo del asiento. Al final todo apunta a que Underwood junto a su alter ego y esposa, Claire, obtendrá lo que quiere y se convertirá en presidente del país más poderoso al menos del mundo occidental. Lamentablemente lo que los mexicanos vivimos en 2014 no fue el éxito de un gran producto de Netflix, sino la cruda realidad. En ella no hay tanta intriga sino mucho dolor. Y por eso dedico esta columna de fin de año a los familiares de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, cuyo número se repite en las pintas callejeras y es un signo de nuestro tiempo, donde la influencia se compra y no se gana con educación; donde la autoridad constitucional vale lo que una casa en las Lomas de Chapultepec. 

Zócalo de Oaxaca


Desde mayo el zócalo de la ciudad de Oaxaca fue escenario de un plantón de los trabajadores de la Sección XXII del SNTE. Apenas dos días antes de la celebración de la “Noche de Rábanos” se acordó el levantamiento de esta singular forma de manifestarse. Durante siete meses la principal plaza de Oaxaca fue tianguis de ambulantes que vendían desde piratería hasta fritanga.

El plantón es la peor forma de manifestarse. En primer lugar quienes lo hacen no ganan nada con ir a perder el día debajo de un árbol o encerrados en sus casas de campaña. En segundo lugar provocan pérdidas al comercio formal y ganancias al informal. Es decir, se promueve lo contrario al reclamo: No pagar impuestos, cuando parte de los impuestos repercute en el aumento de su salario. Y en medio la duda de quién permite que los puestos ambulantes se establezcan; quién cobra y de qué manera el privilegio de vender en el lugar más turístico de Oaxaca.

El plantón no es legítimo para la sociedad oaxaqueña que merece disfrutar el bien público que es el zócalo, pero sí lo es para los manifestantes que lo consideran útil para que se cumplan sus demandas. Sin embargo, el cumplimiento de los justos reclamos no depende de poner en caos al lugar más representativo de la vida social de Oaxaca.

. Veamos, si una de sus demandas es la renuncia del presidente de la república, ésta jamás derivará de la inmovilidad de un plantón en un estado del país. Sería absurdo pensar lo contrario también en el caso de la exigencia de presentación con vida de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Lo comento porque una vez que pasen las fiestas decembrinas y el año nuevo es muy probable que con base en cualquier pretexto vuelvan a tomar el zócalo y lo llenen de puestos ambulantes. Entonces podríamos hablar de dos zócalos, el que recuerdo de mi infancia, antes de aquel plantón de 2006 que cambió por completo la relación entre el gobierno y la Sección XXII; al que se podía ir a cualquier hora para disfrutar el fresco de los laureles, leer el periódico o un libro en la sombra y tomar un café en los portales. Y el zócalo de estos meses, convertido en tianguis, con el añadido de los desperdicios que se generan cada día y hacen que caminar por él sea insoportable.

De fondo la pregunta: ¿Quién gana con el plantón? Después de siete meses no es descabellado pensar que algunos se hicieron ricos cobrando el derecho de piso de lo que convenientemente se presenta como protesta social y en realidad es un gran negocio. ¿Cuántas ganancias (millones de pesos) se generaron sin pagar impuestos? ¿Cuántos empleados de los restaurantes y tiendas de esta zona dejaron de percibir ingresos para sacar adelante a sus familias?


Por lo menos hoy, me gustaría ver el corazón de Oaxaca como mis recuerdos de niñez. Creer que la navidad no se va a ir y podremos celebrar la vida en el primer zócalo, escuchando un concierto alrededor del quiosco o conversando en familia con el anochecer sobre los portales. Por lo menos hoy, podemos ir a la “Noche de Rábanos” y devolverle el zócalo a quien le pertenece: la sociedad en su conjunto. Tal vez algún día la navidad dure todo el año.

Arendt y la oratoria


Hannah Arendt (Hannover, 1906-Nueva York, 1975), una de las principales teóricas de la política, estudió cómo la política no ha existido siempre, sino en unas pocas grandes épocas. El sentido de la libertad en la Grecia antigua estaba unido a la polis —ciudad Estado—  que surgió para asegurar la permanencia de la grandeza de los hechos y palabras humanos. Dentro de ella se podía ser libre y esta libertad tenía que ver con una concepción del hablar en presencia de los otros y con base en un trato entre iguales en la publicidad del ágora.

La práctica de la oratoria ha tomado nuevos bríos en los últimos años. Es tradición que en el nivel básico de educación se realicen concursos de oratoria para estimular a los niños a vencer el miedo de hablar en público. Sin embargo, el mayor mérito que tienen es interesarlos en defender una postura frente a un tema cumpliendo con al menos tres fines esenciales: el discurso tiene que convencer, deleitar y conmover al público. 

En la secundaria, que cursé en la “Moisés Sáenz”, mi profesor de historia universal me convenció de participar en el certamen conmemorativo al natalicio de don Benito Juárez. En la Cámara de Diputados de Oaxaca que en 2002 todavía se ubicaba a una cuadra de donde estudiaba, diserté un discurso del que ya no recuerdo el tema; de lo que sí me acuerdo fue de la impresión tan especial que me llevé por haber hablado delante de gente que por entonces consideraba muy importante aunque la mayoría de asientos del recinto legislativo, a decir verdad, estaba vacía.

Desde los cuatro años conocí a un amigo que creció conmigo y al que también interesaron los concursos, primero, pero después el quehacer de la oratoria como una tarea de alcances más amplios. David García Pazos dirige desde hace tres años la Academia de Oratoria “Hablando el Corazón” con una participación cada vez mayor de niños y jóvenes, alumnos de las principales instituciones educativas de la ciudad de Oaxaca.

¿Para qué una escuela de oratoria hoy?

Pesa sobre los oradores el juicio de que sus palabras son tan cambiantes como el viento. Y esto se debe, en parte, a la mala fama que han tomado los concursos que deberían de prestigiar este arte. Ante la realidad de que los discursos sirven para ganar dinero y hacerse de un reconocimiento público nada más, inculcar el deseo de expresar las opiniones propias sin miedo a ser rechazado y con mejores posibilidades de ser escuchado, es una tarea extraordinaria. No solo porque motiva a los niños a decir lo que piensan sobre temas que parecen velados a sus ojos, sino porque los forma con base en valores como la libertad y el respeto.

Arendt señala que: “Uno de los elementos más notables y estimulantes del pensamiento griego era precisamente que desde el principio, esto es, desde Homero, no existía una tal escisión fundamental entre hablar y actuar, y que el autor de grandes gestas también debía ser orador de grandes palabras —no solamente porque las grandes palabras fueran las que debían explicar las grandes gestas, que, si no, caerían, mudas, en el olvido sino porque el habla misma se concebía de antemano como una especie de acción”.

Considero que sigue sin haber tal escisión. Hablar y actuar son acciones complementarias. Sobre todo actualmente estamos urgidos de congruencia entre ambas. Por eso es un error relacionar la práctica de la oratoria a la realidad política en la que se ha enraizado la demagogia, por eso el discurso político debe ser estructurado con argumentos y si es posible con la retórica mínima, no vaya a ser que tantas palabras le queden grandes a tan pocas gestas.

En el último aniversario de “Hablando el Corazón”, los alumnos presentaron un performance al lado del Coro de la Ciudad de Oaxaca. El teatro “Alcalá” lucía majestuoso por la fuerza de las voces de los niños sostenidas por la música; una polifonía que recordaba los mejores tiempos del recinto afrancesado que mandó construir don Porfirio Díaz en el corazón de la Verde Antequera.

El teatro tiene en la tragedia griega uno de sus pilares. La convicción fundamental de ésta, según Arendt, es: “Que hablar sea en este sentido una especie de acción, que la propia ruina pueda llegar a ser una hazaña si en pleno hundimiento se le enfrentan las palabras”.

A la clase política del país le falta oratoria, pero aun a la sociedad civil mexicana, que en su despertar está llamada a realizar hazañas en la misma medida que esté dispuesta a enfrentar la crisis con palabras, no solo precisas sino también bellas.


Ahí tenemos un buen ejemplo con la academia de David.

Elias y la encrucijada de la violencia


Norbert Elias, uno de los mayores sociólogos del siglo XX, afirmó alguna vez que “la desesperación por el arrebatamiento de algo es la madre de la violencia”.

Al estudiar la violencia en relación con el proceso de la civilización, Elias propuso un enfoque distinto para entenderla. Comúnmente la gente se pregunta cómo es posible que se cometan asesinatos o haya terroristas, pero la pregunta que debemos hacernos, según él, es cómo es posible que tantas personas convivan pacíficamente en esta época. Cómo convivir pese al odio, la ira, el enfrentamiento y la rivalidad. En este sentido el monopolio de la violencia, como invención técnica de los seres humanos, ha contribuido a nuestro pacifismo pero sigue siendo un arma de doble filo, como la energía nuclear, puede servir para proteger o destruir.

La cosa se complica si tomamos en cuenta que dentro de algunos países, además de los grupos violentos legales, hay grupos violentos ilegales que hacen frente a los primeros. Entonces nuestro pacifismo, por más que esté arraigado en la estructura de nuestra personalidad, corre peligro. Es el caso de México.

La noticia reciente es que en el simbólico primero de diciembre, a la exigencia de la aparición con vida de los 43 normalistas de Ayotzinapa, se sumó la de la renuncia inmediata del presidente de la república, que naufraga en medio del desprestigio internacional de las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia coludidas o infiltradas por el crimen organizado. La manifestación de ayer transcurrió en calma en la capital del país hasta que un grupo reducido de jóvenes causó destrozos en algunos comercios del Paseo de la Reforma. ¿Qué los provocó?

Al analizar la historia reciente de Alemania, específicamente la fragmentación del monopolio de la violencia en la República de Weimar, Elias señala que jóvenes que habían ido a la guerra con un alto grado de identificación con su país, se sintieron traicionados luego de la firma del Tratado de Versalles que estableció su rendición. A partir de entonces hubo un enredamiento en el sueño de esos jóvenes, que creyeron otra verdad a la que arrojaba la realidad: Alemania no había sido vencida.

Un momento. No estoy equiparando a esos jóvenes con quienes causan destrozos en las manifestaciones recientes. La historia que Elias analiza, por otra parte, nos enseña una lección interesante: ante la falta de sentido del proyecto de país, algunos jóvenes se retiran decepcionados de la sociedad y dejan de obedecer sus leyes. Los invade un profundo sentimiento de abandono y en el camino buscan la reparación del daño.  

Lo que sigue es una señal de alarma para el Estado que no tiene el monopolio de la violencia, hay grupos de personas que asumen realizar el sueño mediante la violencia porque es imposible realizarlo por medios pacíficos. Hay un escapismo de la sociedad de la que ya no se sienten parte y sobreviene un desmembramiento dentro del Estado.


La reflexión de Elias es vigente para entender la situación que atraviesa México, no basta reaccionar emocionalmente ante la tragedia aunque sea comprensible hacerlo. Lo más importante es que haya instituciones para domar la violencia que, dicho sea de paso, eviten el desmembramiento del Estado. Lamentablemente en México no se sabe de qué lado están. 

Paz, las palabras y Ayotzinapa


“Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad”, escribía Octavio Paz en El arco y la lira. Lo retomo porque en los últimos días han cruzado el espacio público una cantidad de palabras abrumadora en relación con los lamentables hechos de Ayotzinapa. A raíz de esa tragedia que a mí me duele, los actores políticos y amplios sectores de la sociedad han dicho “Todos somos Ayotzinapa”. Al punto de que el presidente de la república en su anuncio de hoy sobre los cambios que promoverá después de la tragedia, hizo del lema su bandera.

Por supuesto que él no es Ayotzinapa, como no lo somos casi nadie de los mexicanos. Nosotros nunca hemos estado en la montaña viviendo, enseñando a niños que padecen desnutrición y caminan horas para llegar a la escuela; nosotros no sabemos que es enfrentarse a la condena pública de bloquear vialidades y cerrar negocios, menos aún, nosotros no sabemos lo que es desaparecer en medio de la nada por mandato de un grupo de sicarios sin el menor sentido de humanidad.

Por ello sorprende que el lema abandere a todos. Como invitación a la unidad no reprocho su efectividad, pero siendo sinceros hay un sesgo importante que debería convenirnos a asumir la situación con más realismo. Los líderes del Congreso y los presidentes de los partidos políticos no son Ayotzinapa, los gobernadores, los medios de comunicación incluidos sus jefes de redacción, conductores, reporteros y analistas, los profesores universitarios, usted que lee, no lo son.

El presidente ha dicho que el grito de “Todos Somos Ayotzinapa” es un llamado a seguir transformando a México y es ejemplo de que somos una nación que se une y se solidariza en momentos de dificultad. Pero sería más honesto decir que él no ha padecido lo que un estudiante de Ayotzinapa ni se imagina lo que significa estar en los zapatos de sus padres. Sería correcto reconocer los errores de su actual administración y hacer un ejercicio de autocrítica que eleve en un punto la credibilidad perdida de su gobierno. Eso sería un grito más justo ante el clamor de millones de ciudadanos que exigen seguridad y justicia.


Octavio Paz también señaló que “No sabemos en dónde empieza el mal si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro”. Y al parecer la realidad de México lo comprueba. 

Gobernabilidad de papel


En el mensaje político del gobernador Gabino Cué al rendir su cuarto informe de gobierno en Oaxaca, hay una línea que conviene subrayar en el contexto que vive el país: "No estamos dispuestos a recurrir a las imposiciones, ni a utilizar la fuerza pública para acallar las voces que disienten del gobierno, que expresan legítimos reclamos o demandan atención a sus necesidades". 

El problema de la declaración es el vacío: Quién juzga qué es disentir de su gobierno, cuáles son legítimos reclamos y cuáles son verdaderas necesidades. 

En un artículo publicado hace varios años a propósito de la democratización de México, Roberto García Jurado, profesor de la UAM Xochimilco, critica la teoría de la democracia de Samuel Huntington, uno de los autores contemporáneos más reputados en la materia.

En el  análisis encontré este fragmento que aplica a Oaxaca en particular aunque el autor esté refiriéndose a países:

"Las transiciones democráticas que se han registrado en las últimas tres décadas frecuentemente han creado gobiernos democráticos que han visto obstaculizada su tarea de gobierno por las prerrogativas alcanzadas en regímenes anteriores por parte del ejército, los sindicatos, las mafias y la burocracia. En estos países, la democracia se ha visto restringida por la dificultad que existe para ejercer el Estado de derecho en regímenes caracterizados por el cacicazgo, el caudillaje y el clientelismo". 

Por una parte subrayo sindicatos y mafias que imponen bloqueos, plantones y afectan derechos de terceros. Por otra parte, los tres últimos conceptos se corresponden con una cultura política en la que sigue habiendo jefes informales por encima de instituciones públicas; cada tanto se promueve un candidato como el prócer de las esperanzas del pueblo; y finalmente prevalece la compra de voluntades a través de una estructura compleja de relaciones de poder como la sección 22 de la CNTE.

El lunes en el espacio de Carmen Aristegui en MVS Radio corrió la versión de que el gobierno federal no va a reprimir protestas hasta que haya muertos y entonces sea la propia sociedad civil la que se lo demande. La aplicación del Estado de Derecho si hay disturbios por la tragedia de Ayotzinapa o el escándalo de la casa del presidente queda sujeta a que se cometan delitos graves.


Ante la inestabilidad del sistema político y las protestas sociales la moneda está en el aire pese al vacío conceptual: ¿Es mejor no intervenir como en Oaxaca?, qué es peor, ¿criminalizar la protesta social o solaparla siempre? 

Cansancio e indignación después de Ayotzinapa


La crisis institucional que vive México tiene sus caras más cínicas en que un presidente municipal mande desaparecer a un numeroso grupo de normalistas, que nadie asuma la responsabilidad de haberlo puesto como candidato y que ante el desasosiego y profundo pesar de los familiares y la sociedad en general las autoridades den respuestas poco certeras y tardías sobre lo que en verdad sucedió.

El “ya me cansé” del procurador Jesús Murillo Karam ha sido retomado como lema de la protesta ciudadana que a través de internet y manifestándose en las calles de varias ciudades del país expresa su hartazgo por la impunidad que prevalece en México aun cuando el proceso de transición democrática supuso un cambio de 180 grados en esa lógica de que los corruptos pueden mantenerse en sus puestos por encima de la voluntad popular.

Frente a lo horrendo del crimen de Ayotzinapa, lo que está de por medio es la capacidad de las autoridades de brindar seguridad y procurar justicia a la población en general, lo cual en este caso, de no haber sido por la movilización ciudadana y la presión internacional, probablemente no se hubiera esclarecido pues evidentemente no se logró. Entonces nunca habríamos sabido qué pasó en realidad con los 43. El tema se habría olvidado como muchos ya olvidaron el tema de las fosas descubiertas en San Fernando, Tamaulipas, durante el sexenio de Felipe Calderón y donde había restos de al menos trescientas personas.

Hoy se habla de un nuevo 68’ porque fue el Estado el responsable de la muerte de estos jóvenes. En el contexto de violencia que azota a buena parte del país, la colusión de policías municipales y sicarios del crimen organizado no es nada nuevo, pero acaso sí un signo de la debilidad institucional que persiste después del regreso del PRI a Los Pinos, que se propuso generar una nueva narrativa del problema de inseguridad planteada desde la tesis de que sacando de las primeras planas la sangre y el fuego las cosas cambiarían.

No solo no cambiaron, sino que le estallaron en las manos al gobierno federal. Ahora no solo debe dar respuesta final a lo que sucedió en Guerrero con la desaparición de los normalistas, también debe enfrentar el descontento de un sector de la población que se manifiesta libremente en contra de los excesos y que ahora tiene en el tema de la casa de los siete millones de dólares del matrimonio presidencial un motivo más de indignación, que esta vez parece no ser pasajera.

Las sociedades maduran en la medida que son capaces de frenar los excesos de sus gobernantes. Cuando estos no se sienten seguros de cometerlos no hay lugar para la corrupción e impunidad. El cansancio debe de ser, después de todo, un buen síntoma de esa madurez, tomando en cuenta que la mayoría está más cansada de las injusticias que quienes tienen la encomienda de evitarlas y no lo hacen.