martes, 19 de noviembre de 2013

Las estaciones nos definen

Había una vez un joven llamado Norbert que al lado de su inseparable amigo Max, se esforzaba por disfrutar su época. Entre otras cosas, nadaban juntos y miraban paisajes que luego capturaban en fotos. Max era un muchacho muy ecuánime, o por decirlo de un modo más simple, tranquilo en extremo. No le gustaba discutir, no hablaba demasiado; era prudente y paciente. En contraparte, Norbert solía debatir todo el tiempo con quien tuviera enfrente. Además, le encantaba hablar porque con ello acaparaba la atención de los demás. Y en el fondo, esa era su principal necesidad, que los demás se fijaran en él.

Norbert y Max estaban juntos por una razón que ninguno de los dos sabía. Se habían conocido en el instituto y sus intereses eran bastante diferentes. Mientras el primero estaba entusiasmado con cambiar al país por medio de la política, pretensión ilusa, el segundo estaba fascinado con el arte de programar en una computadora. Desde entonces sus rumbos estuvieron claramente diferenciados, pero su amistad crecía con el transcurrir del tiempo.

En la universidad, el más pequeño rebasó al mayor. Sí, Norbert había nacido en el otoño del 89 y Max en la primavera del 91. De algún modo las estaciones del año definían el tipo de carácter de cada uno. Mientras Norbert parecía todo el tiempo nostálgico por algo, Max siempre llevaba dibujada esa sonrisa serena, nada forzada, con la que volteaba a saludar a todas las personas. No es que uno fuera malo y el otro bueno, comparación ociosa para quien escribe, aunque es dado a las personas hacer comparaciones ociosas cuyos resultados suelen ser, por lo menos, inútiles. A todo esto, Max estaba a punto de terminar sus estudios en ingeniería para proseguir su camino por el mundo. Norbert, no.

Hasta aquí no he dicho que ambos se tenían un cariño superior al que el mundo otorga comúnmente a una amistad. Me refiero a que se amaban realmente, más allá de las circunstancias que los habían llevado a conocerse y a vivir juntos. Sin embargo, el amor no significaba lo mismo para ambos, o mejor dicho, no se representaba en las mismas cosas. Y así fue como el gran cariño de uno por otro, algo tan bello y elevado, se convirtió en un constante desencuentro promovido por Norbert, quien, en buena parte, no soportaba la idea de separarse de Max.

Lo terrible para Norbert no era tanto verse lejos físicamente de su mejor amigo en todo el mundo, sino dudar de él. Sí, entre otras cosas, de cuánto lo quería. Y esto se había vuelto tan importante en exceso, que lo dañaba después de que discutían por cualquier cosa. ¿Era posible que siguieran juntos? O mejor dicho, ¿cómo era posible que siguieran juntos?

En definitiva, la amistad no trata de dos personas que viven juntas, sino de dos personas juntas en cualquier situación. Es decir, un par de personas que se tienen sin importar que una viva en África y otra en China; que pueden sentir la compañía del otro aun si llevan años sin verse. Eso es lo que no podía entender Norbert, y con ello demostraba, para su pesar, que no tenía fe en un proyecto superior al de ser amigos: ser hermanos.

Los hermanos son miembros de una misma familia. A veces no, pero en general sí. No importa qué suceda, sabemos que los tenemos, que el cariño está dado, no condicionado a cumplir con algún requisito. Los amigos, en teoría, deberían ser eso, pero lo cierto es que nuestra época desprestigia el término amigo. De corriente oímos que la gente se llama de ese modo para aparentar cercanía con quienes en verdad no les importan. De sobra sabemos que nuestro entorno es egoísta.

En este momento, Norbert quiere dejar de suponer cosas. Ya no quiere vivir reclamando algo que tiene, y en su afán por ignorar, no disfruta. Le quedan semanas para corregir el rumbo. Para entender que la amistad es un proyecto de vida cuando es sincera, pura y gratuita. Está cierto, eso sí, de que Max lo conoce tan bien, que no toma en cuenta las cosas malas que han sucedido en el pasado. Solo recuerda, solo valora, la realidad de tenerse, de poder haber vivido juntos, de sentirse acompañado en cualquier lugar del mundo, porque alguien piensa y se preocupa por él.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Acompañado

Nuevamente el gris de fin de año llegó a la ciudad. México ya no es lo que era hace cinco años cuando vine a vivir por primera vez aquí. Al menos así lo he comprobado los últimos días yendo de un lado a otro, como oaxaqueño errante que siempre he sido, ahora por motivos laborales más que por el mero gusto de andar de pata de perro.

Las circunstancias han cambiado. Yo he cambiado. Y creo que ya no soy yo y mi circunstancia, como apuntaba el filósofo español, sino que soy yo atrapado en mí. Es difícil de explicar, pero de algún modo es como si una parte de mí estuviera peleada con otra parte que creí enterrada con los años en algún pasado que si alguien halla será escondido en una habitación de dos por dos muy lejos de mi domicilio actual.

Ahora me tienes sosteniendo una cámara de fotos, controlando el diafragma, llevándola de un lado a otro para tener la mejor imagen de desconocidos cuyos rostros deben aparecer en la nota del día. Y es que me dedico a escribir notas. Eso me tiene recorriendo la ciudad, conociendo las calles y avenidas, a veces incluso a costa de mi propia integridad física.

Supongo que todos llegamos a una edad en la que sentimos perder el control de nuestra propia vida. Algo así me pasa últimamente. No me encuentro en medio del caos. Me redefino, o eso intento, con base en lo más trascendente que he conocido a mis 24 años: la verdadera amistad. Al final todo se trata de eso. Si hay guerra entre naciones es porque dejaron de ser amigas; si las personas se enamoran terminan siendo amigas; si no hay amigos la vida no tiene sentido.

En la semana saludé a dos pintores de mi estado. El primero del Istmo y el segundo de los Valles. A ambos los acompañé a las inauguraciones de sus exposiciones. Estaban felices de mostrar sus creaciones. Y pensé que me convendría pintar. Posiblemente me relaje un poco después de tanto ajetreo. Busco la paz. No solo la busco, la necesito.

Y otra vez, ahí estás. Tu mirada serena... pura y sincera. Ahí estás, imagino que te vas y el corazón me duele, pero trato de confiar. Has dicho que abandone mis temores y te creo. En realidad, mi problema no es tanto de melancolía como de fe. Pienso que he sido incrédulo pero no más, no importa cuán gris se vea el firmamento, porque a veces, lo hemos leído, deja de ser importante lo que vemos con los ojos. Solo hay que cerrarlos para vernos ahí, tan inseparables como siempre.

Si me preguntan qué pienso de noviembre, diré que el de este año no me gusta. Pero vendrán tiempos mejores, incluso en invierno. Contigo, oh hermano, llegarán esos tiempos.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Solo vivir

Estudio  y  trabajo al mismo tiempo desde hace 3 años. No ha sido fácil combinar mis estudios con un empleo. En las mañanas voy a la universidad y en las tardes, a la oficina. Estrictamente, tengo actividades desde las 8 am hasta las 8 pm. El tiempo libre se reduce a las noches, sin embargo, generalmente tengo tareas que elaborar en ese tiempo.

Como todo alumno tengo fortalezas y debilidades. En las primeras creo que soy bueno recordando cosas, por lo que se me dan los cursos teóricos. En las segundas, soy malo en matemáticas y me cuesta razonar con números, sencillamente.

He pedido ayuda para sacar adelante los cursos relacionados con mate. Creo que: demasiada ayuda. Y muchas veces he soportado la desesperación de quien me enseña porque yo lo desespero antes con mi lento aprendizaje. No es su culpa ni la mía.

Me han dicho que demando demasiado de mis amigos, que soy muy exigente. La verdad es que sí pido mucha ayuda muchas veces. No solo en las cosas de la escuela, sino en general. No entiendo la dicotomía dependiente-independiente. Alguien me dijo que ser independiente es imposible. Las personas nacimos para depender de los demás.

En el mundo de hoy, pedir a alguien que me comprenda es demasiado, exigir su apoyo, también. Pienso que el sistema ha modificado seriamente nuestro comportamiento. Las personas somos menos solidarias a medida que nos hundimos en una convivencia virtual que saca lo mejor de nosotros mediante conversaciones a distancia, chats y fotografías retocadas mil veces antes de publicarse.

El ritmo de mi vida es apresurado. Aunque varias veces he tratado de escapar de él, no puedo. Hay impuestos que soportar, como la necesidad de comer. Pero también hay deseos que dan algún significado a mi vida, como estudiar una carrera universitaria. No obstante que se trata de un deseo individual, lo siento colectivo. Detrás de mí hay gente que por puro gusto desea verme como un profesional. Lo agradezco.

Me siento mal porque últimamente enfrento mis debilidades más solo. He reclamado, quizá sin derecho, falta de empatía hacia mi situación. Me han respondido que eso es victimizarse. No lo sé. Solo deseo vencer este momento, y debo vencerlo solo. Para mí es contradictorio: dejar de ser egoísta implica serlo.

No estoy dispuesto a acoplarme al mundo, pero no sé qué hacer. A mi alrededor no hay alguien que sienta tanto, que necesite tanto. Me siento como un naufrago. Además de él, en su isla, solo hay cocos.

viernes, 13 de septiembre de 2013

La formación política de uno


Hoy presencié algo inaudito a mis 23 años de vida: el desalojo de profesores del Zócalo de la ciudad de México. Inaudito porque desde que vivo en la capital del país no había visto tan de cerca la confrontación social. Policías federales enfrentados a profesores que en su mayoría provenían de Oaxaca y cumplían su tercera semana de paro debido a la reforma educativa que promulgó el presidente Peña Nieto. Le dicen el magisterio disidente, también los llaman profesores de la coordinadora, entre otros apelativos que no son correctos. 

Miré con asombro desde la lente de mi cámara fotográfica el choque entre dos formas de pensar la realidad social. La que ve en ella una afrenta a derechos conquistados históricamente y la que busca eficientar el trabajo mediante evaluaciones, quizá el método más criticado en todo este asunto. Los profesores han dicho que la propuesta es punitiva porque de no aprobar los exámenes serían despedidos sin más. Injusticia inaceptable dado que muchos de ellos viven en condiciones raquíticas, impartiendo clases en pueblos alejados de un nivel aceptable de desarrollo humano. 

Así las cosas, hoy presencié un encuentro entre dos grupos del mismo pueblo. A los dos se les paga del presupuesto público. Los dos son grupos empleados al servicio del Estado y cumplen con funciones específicas: educar y mantener la seguridad pública, respectivamente. Pero ambos grupos se odiaron. Los profesores ofendieron sin parar a los policías y éstos a su vez no repararon en usar sus toletes para golpearlos. Visto con alguna distancia, este problema de enfrentar al pueblo con el pueblo mismo aprovecha a quienes son el verdadero problema. 

En México, las decisiones no se toman en los órganos de deliberación formales. Se imponen como prioridades, se discutan o no en las cámaras de diputados y senadores. Ahí se aprueba lo que de antemano conviene a los círculos de poder económico. No sorprende que la agenda de la evaluación universal sea una propuesta cabildeada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, que a nivel global impulsa que los países con economías de libre mercado se ajusten a las políticas de los organismos financieros internacionales dirigidos por Estados Unidos, principalmente. 

Al pueblo "de a pie" no aprovecha en nada el enfrentamiento social. Es un desgaste más que se suma a la larga lista de frustraciones que hemos heredado. Por eso hoy, cuando miré cómo una frágil chica de mi edad estuvo a punto de golpear con una mano débil a un policía federal protegido de pies a cabeza y solo fue detenida un instante antes por su amiga; cuando observé sus ojos rojos de impotencia y las lágrimas rodando por sus mejillas, me sentí tan triste que compartí su llanto.

De pronto, dejé de sentirme parte de algo. 

Recordé entonces a un profesor universitario que ha dejado honda huella en mí: Ricardo Yocelevzky. Él me contó que cuando era joven, en Chile, correr de las tanquetas era parte de la formación política de uno. Protestar era una forma de ser joven y expresar desacuerdos con la manera como se hacen las cosas, porque la juventud, más que una etapa de la vida, sigue siendo una actitud hacia ella: la de no conformarnos con las condiciones imperantes y transformar el mundo.

Al parecer no todos los jóvenes están ocupados haciéndolo. Hay muchos que no reciben educación de calidad y muchos sin trabajo digno. Pero hoy le agradezco mucho a esa chica, cualquiera que sea su nombre, no te conozco pero eres importante por recordarme que los sueños existen para poder y no solo querer alcanzarlos.

Que si vivimos de utopías es para entregarnos al propósito eterno de hacerlas realidad. 

martes, 2 de julio de 2013

Estás ahí

Eres mi primer visión cuando amanezco, apenas me despabilo, sigues ahí. Te encuentro vestida como siempre. Ese suéter que aparenta seriedad, esos vaqueros desgastados que no pretenden nada, esos botines cafés en tus pies pequeños. 

Nunca había sentido algo tan fuerte por alguien que ni siquiera conozco. Y "fuerte" es mi mejor definición porque no sé cómo llamarlo, ni si es malo o bueno, simplemente me quitas el tiempo. De repente, detrás de las puertas que abro, mientras me hundo en mis pensamientos en las esperas de la estación del Metro o la tortuosa marcha de los camiones, ahí estás tú, con ese gesto tan tímido y al mismo tiempo tan decidido, que se pierde y se halla cuando frunces el ceño. 

No recuerdo desde cuándo es así. No llevo una cuenta de los días que pienso en ti como si de hacer la tarea que no entrego se tratara. Seguramente han pasado sólo unas semanas, pero es como si te conociera desde hace mucho. Reconozco en tus ojos tan sencillos, tan claros y al mismo tiempo misteriosos, una familiaridad extraña. Como si esta historia ya la hubiera vivido en otro momento y en otro mundo. Es como si te hubieras aparecido en mi vida después de mucho tiempo de no vernos. 

Lo peor de todo es soportar la espera por volverte a ver. "Sólo pienso en ti", es fácil decir. Diré mejor que pienso en muchas cosas atravesadas por tu imagen; o mejor dicho, la imagen de tu sonrisa, el sonido de tu risa, los movimientos de tus manos mientras te burlas de mí. Y es que incluso que lo hagas me gusta; porque detrás de ese desenfado por el mundo entero, se esconde una ternura inmensa. Una ternura que descubro cada que miro los hoyuelos que se forman en tus mejillas blancas.

En mi versión de los hechos, eres para mí. El ahora no importa; el mañana es mío. Quizá diste de la realidad pensar así. Me puedo estar dejando llevar por un inusitado ejercicio de reflexión que saca a relucir mis incontrolables sentimientos. Sin embargo, apenas termino de escribir esto, ya estoy pronunciando tu nombre con el peso de todas sus letras. 

Mañana te veré donde siempre. En el mismo jardín cubierto de pinos. Te buscaré entre la gente, como si fueras la última persona que buscara en la Tierra. No importa si no te encuentro, porque mi mayor motivación no es estar contigo, sino desplazarme hacia ti. 

Sé que no entenderás estas líneas en su justa proporción, ¿quién sí? Lo que vale es que sepas que son para ti. Que de repente me parece bien la idea de quererte sin conocerte, y aunque no me pareciera, creo que es algo que uno no decide. O en mi caso está lejos de mi voluntad y cerca de tus pasos que persigo pacientemente. 

viernes, 14 de junio de 2013

Y cuando desperté... vivía solo

El verano llegó. Con él la partida de un ser querido y el advenimiento de una vida independiente. Más de la que sostuvo durante tres años. El primer día de la semana fue difícil, con una agenda más apretada de la que tenía durante la semana. Visitó a su familia al norte de la ciudad y salió corriendo a un evento en el extremo sur. Se había acostumbrado a contemplar una y otra vez el mismo número. Hasta el gusto le había tomado. Al llegar a casa, al filo de las cuatro, no tenía ni hambre ni sueño. Así que no pudo saciar su vacío ni con lo uno ni con lo otro. Simplemente el transcurrir del tiempo ver. 

El lunes amaneció aliviado. Seguía creyendo que no hay nada mejor que despertar a un nuevo día. La carga es mucho menos pesada, aunque no necesariamente más ligera. Ese día le tocaba nadar. Y es que se inscribió a un curso de natación nocturna, de nueve a diez de la noche, a dos cuadras de su casa. No estaba mal para paliar la soledad.  Claro, el tipo específico de soledad que enfrentaba. 

A mitad de semana, se vio repartiendo documentos en las redacciones de algunos diarios. Era su día office boy del mes, reducido a quincena. Se encontró a su robusto amigo por el rumbo del Metro Zapata. Mientras caminaba cabizbajo, soportando un calor de 35 grados, escuchó que le hablaban, y al voltear vio a Terán cargando sus bolsas de súpermercado. Platicaron unos minutos y sonó su celular: Tienes que ir a una subasta de arte en el St. Regis. 

Regresar a Paseo de la Reforma a las seis de la tarde por la línea verde del Metro es algo así como meterse a un sauna de sudores con ropa y sin toalla. Y ahí lo tienen, absorbiendo el calor corporal de una mujer rolliza a sus espaldas; intentando escapar en Metro Balderas sin éxito; tacleando gente en Hidalgo, y por fin, tomando su bicicleta para ir al hotel ese de lujo. De camino, le tocó la marcha conmemorativa por los niños fallecidos en el incendio de la guardería ABC de Sonora; banderas rosas y azules surcaban el cielo próximo. Pasó al Sanborns del Ángel de la Independencia, pidió una prueba de perfume que se untó por todo el cuerpo, y siguió su camino. En la entrada de St. Regis, el dandy de sombrero de cilindro le inquirió su procedencia. Luego de una mirada llena de escepticismo, lo dejó pasar. 

No entendía qué hacía en medio de gente vestida de smokings y vestidos de cóctel, que bebía champagne en copas estilizadas. A su alrededor, cuadros de los más reconocidos pintores oaxaqueños, con precios de salida en miles de dólares. Luego de entablar las clásicas relaciones públicas con algo de temor, notó la presencia de algunos paisanos. Una de ellos lo presentó con el organizador del evento, un argentino excepcional, con toda esa buena vibra, (¿algún tipo de psicoterapia?), que algunos río-platenses no disimulan. Hermes se disculpó, no iba vestido para la ocasión. Y el gordo organizador le dijo con un acento exagerado: ¡Pero si tú habés entendido de qué se trataba! ¡Pull over, pull over! Pantalones mostaza y suéter de cuadros. Esa era la etiqueta. Quedate a comer, que si no me enojo. 

Quitado de la pena, esperó, disimuló y volvió a esperar. Momento seguido, estaba dentro de un lujoso salón con el nombre de algún personaje poco conocido y una danza de cubiertos delante suyo. Se dijo: Adonde fueres has lo que vieres, y así degustó los tres tiempos maridados con vinos exclusivos. Todo con cargo a quién-sabe-quién. Antes, en la fila, se topó con un afable francés, según él, más mexicano que el mole, con quien intercambió puntos de vista sobre eso que llaman la mexicaneidad. Al final le pidió su tarjeta. No llevaba. Y el güero le dio la suya: Vicepresidente Ejecutivo de UBS; domicilio: París. 

Sobrevivió a los quelites con queso, el pescado en salsa de chorizo y el merengue del valle. Partió, cual ceniciento, antes de la medianoche y empezada la subasta a cargo de Shoteby's, para no perder la calabaza, y vaya que por el color es válida la comparación, en forma de Metro. Llegó a su casa y se perdió en un sueño más incoherente que su vida. El viernes se encontró con un actor en el restaurante japonés de su barrio. Uno que recién interpretó a un político de altos vuelos de la época de las devaluaciones (más fatales). Lo felicitó, le pidió opiniones y finalmente le pidió que le diera sus saludos a su hermano Bruno Bichir. Esa noche sólo pegó pestaña cuatro horas. A la mañana siguiente lo esperaba una nueva ciudad. Un lapso breve de escape al ajetreo...

En definitiva, la primer semana no fue fácil, pero la libró, como se dice. Entre otras cosas fue a tramitar su pasaporte. Y es que desde hace mucho quería viajar lejos... Había despertado y vivía solo. 

domingo, 2 de junio de 2013

Sobre el derecho a llorar


¿Por qué la mayoría de las personas no llora delante de los demás? ¿Por qué la mayoría de los hombres no llora delante de los demás? ¿Por qué hay una auto reprensión de hacerlo en los hombres?

Llorar es mostrarse vulnerable; es mostrarse débil a costa de las emociones. En el mundo de hoy es raro que la gente llore públicamente. Llorar se ha vuelto vergonzoso para algunos. Si bien es una reacción natural del organismo humano, expresa cómo el medio afecta de algún modo al sujeto. Y lo cierto es que este modo generalmente es negativo. Son más las situaciones en las que las personas lloran por sufrir, que por gozar. 

En este contexto, cobra relevancia defender el derecho de la gente a llorar, condenado tantas veces por las normas de trato social, que especialmente en el caso de los hombres, rechazan el hacerlo públicamente. Hay canciones que dicen que no debemos llorar, pero también existe una cultura basada en los prejuicios de que los hombres deben mostrarse fuertes ante cualquier circunstancia. Algunos relacionan esos prejuicios al denominado "machismo", que en México se asocia además a la violencia intrafamiliar que tanto daño a causado en nuestra estructura social. 

Sea por la cultura machista o porque los estereotipos de hoy en día enseñan que el hombre antes que ser sensible, debe ser fuerte, lo cierto es que contener los sentimientos no siempre es sano. Creo que la acumulación de ellos llega a provocar graves consecuencias en forma de impulsos violentos de las personas,. No se trata, pues, de tragarnos el coraje, el odio, la tristeza, la traición, el desamparo, la nostalgia o la soledad. Al contrario, no deberían ignorarse las situaciones de la vida que nos afectan, que nos vulneran y a veces nos superan. 

Llorar es, ante todo, un acto libre. Quien no es esclavo de sus emociones, llora. Cobra relevancia hacerlo en tiempos particularmente violentos para nuestro país y el mundo. La economía de libre mercado ha propagado la idea de que la felicidad consiste en el bienestar individual; que es el individuo, en última instancia, quien modela el comportamiento del mercado. La hegemonía conservadora propaga esta idea por todos los medios posibles. Y creo que es una mala noticia para nuestra Humanidad, porque de fondo el problema es de convivencia. De ninguna manera la convivencia humana puede ser amenazada por ninguna bandera. Y de ningún modo esa amenaza debe restringir el derecho de los hombres a expresar sus emociones. Por ende, llorar debería ser incluso un acto de protesta y rebeldía en contra del sistema, así como una contribución a reencontrarnos con nuestro ser más humano. 

Estas líneas pueden ser meros cabos sueltos. Hilos sin hilar diestramente como para constituir un artículo que forme opinión. Sin embargo, mi motivación es sobre todo una preocupación por la civilización humana, que cada vez más, muestra actitudes frívolas frente a situaciones que ameritan corazón, que requieren mucha alma para poder entenderse, porque de ningún modo la razón es suficiente para comprender la realidad. 

En mi entorno próximo, soy dado a manifestar abiertamente mis emociones, sin pena, o mejor dicho, sin tanta pena. Considero insuficiente el compadecerse de los otros, el sentir lástima. En cambio, me insto a buscar la empatía aun en los casos más difíciles. Creo que en la ambición de conseguirlo, de actuar con empatía, me ha ayudado mucho contar con un amigo cercano; el único. Con él, he discutido muchas veces de esto, aquello y lo otro. Le he compartido mi visión del mundo y le he insistido que convivir representa para mí un proyecto de la mayor importancia. Que no basta con estar juntos si no compartimos el mismo sentir, si no soñamos con la misma vocación que podemos cambiar al mundo. 

Él cree que yo soy afortunado de sentir mucho lo que sucede a mi alrededor, con todo y sus claroscuros. Hace poco, por ejemplo, me dijo que no fuera a llorar cuando partiera de viaje, porque me iba a ver mal. Y escribo estas líneas un tanto como justificación a ese reflejo emocional que considero no planificable. Como le expliqué, lo valoro por ser espontaneo, y creo que es necesario volver a esa espontaneidad. Dejar de aparentar delante de los demás; de ser una presentación ficticia de lo que nos define en toda la extensión de nuestra persona. Admito que no lloré en la despedida, que contuve, no sé si controlé, mis emociones. Pero más temprano que tarde, sí lo hice, no porque las emociones me dominen, sino porque era necesario liberar el corazón. Quería ser consecuente con mi humanidad. 

Insto a los demás a serlo, que quizá a todos nos falte llorar un poco más delante de los demás; que quizá a todos nos falte un mejor amigo en el mundo. Alguien que aunque no siempre nos comprenda, siempre hará su mejor esfuerzo para ello. 

sábado, 25 de mayo de 2013

Angustiante presente


Los días simplemente iban y venían como un péndulo, en el que el centro nunca se encontraba quieto. Se trataba, más bien, de una inestabilidad que, en el caso de quien viajaba a cuestas, provocaba nauseas y dolores de cabeza, para cuyo remedio no bastaban pastillas y tés.


La violencia ya no tenía para él un significado dual, como lo había reflexionado. Las dimensiones simbólica y real no eran suficientes para explicar el fenómeno. Ahora se añadía la variable del estrés como forma de violencia. Últimamente no podía pensar sin estrés, caminar sin estrés, comer sin estrés y dormir sin... estrés. Probablemente se tratara de un nuevo modo de vida. Uno que a fuerza de odiarse terminaba convirtiéndose en algo "normal", por no decir: común y corriente.

Lo descubrió aquel lunes a las 11 de la mañana, saliendo de su clase de teoría de gobierno. Se le estaba cayendo el cabello. Y no como cuando se te cae por las mañanas al cepillarte o tallarlo con las manos mientras te pones champú. Esta vez se trataba de algo mucho peor. La picazón en la cabeza no lo dejaba en paz, y mientras más se rascaba, más se caía ese recio cabello, indefinidamente chino y lacio al mismo tiempo.

Optó por ignorarlo, como acostumbraba evadir la realidad cada vez que se enfrentaba a una prueba mayúscula. Lo dejó de lado por unos días, hasta que la situación fue insostenible y ni las gorras ni el pegamento transparente que consiguió en una tienda de baratijas, fingieron lo evidente.

Llamó al trabajo. Comentó que se encontraba resfriado, que había ido a Urgencias y todo ese rollo que dice alguien que no quiere presentarse a las oficinas. Fue así, cubierto con uno de esos gorros que se usan en navidad, hasta la tienda de una gitana que podía interpretar el pelo caído repentinamente. O lo que es igual: sacarle dinero a un incauto en busca de cualquier solución ilógica, burlando con el mismo estrés de antes, la situación presente.

Y ahí tienen que lo primero que le ordenó fue quitarse el gorro. Era imperceptible, pero al observar con detenimiento se podía distinguir un nombre en esa calva enorme. LAURA, se leía. Y él no supo como responder a la pregunta incómoda de quién era ella. No supo no porque en realidad no supiera, sino porque no se esperaba algo así. Hubiera dado crédito a que apareciera dibujado un Power Ranger o la mascota del cereal que le gustaba de niño. Pero no un nombre con el que convivía a diario.

El martes volvió al trabajo. Un peluquín no solucionaba nada, menos una gorra que por convención social nadie utiliza dentro de una embajada. Así que con pena, pero al mismo tiempo con un orgullo inaudito, se mostró pelón ante todos. Pero no con la cabeza desnuda, porque ahí seguían las letras de imprenta, justo al lado de su dueña, que ante el cambio de look tan drástico, se limitó a decir: ¿Tienes el informe que te pedí el viernes?

domingo, 21 de abril de 2013

Orión en Iztapalapa

La pesadez del impuesto del trabajo recayó, como de costumbre, en fin de semana. Hace tiempo que el día sábado pasó a formar parte de la rutina semanal. En esta ocasión, se trataba de una misión difícil y es que en el trabajo es así. Sería fácil si rehusases el deber, pero lamentablemente eso provoca en tu entorno un ambiente tenso, y tú lo último que quieres es que la tensión se incremente. Ya es suficiente con que apenas y puedas doblar el cuello por los nervios endurecidos que reciben las situaciones álgidas.


De modo que pensé en involucrar a otros. Si apenas me doy abasto con las rutas ordinarias, imagínense ir desde el poniente hasta el oriente, sin tomar en cuenta el norte y el sur, pero sí sorteándolos. El domicilio es cómplice de la difícil tarea, suena a muy muy lejano: "Nebulosa de Orión". He leído, después de este viaje interestelar, que las nebulosas son lugares donde nacen las estrellas, aunque anteriormente designaban a cualquier galaxia. Orión es, por otra parte, el Cazador, un personaje de la mitología griega que se convirtió en héroe. Y la constelación, que no nebulosa, de Orión es una de las más importantes del universo. Pero la colonia donde se encuentra esta calle, no hace referencia a un lugar donde encontrar estrellas.


Convencí a tres amigos de embarcarse conmigo en el viaje. Uno de ellos nació, creció y vive en Iztapalapa, por lo que le pedí que fuera nuestro guía en un territorio ignoto para el resto. De Iztapalapa se dicen muchas cosas. En los hechos, es la delegación más poblada de la ciudad de México. Alguna vez fui a un concierto en su explanada delegacional, pero de eso a ir a la colonia Lomas de la Estancia, hay una gran distancia. Tan es así, que Fer, mi amigo iztapalapense, pensó más de dos veces en acompañarnos al lugar. Con todo y que él ya está curado de espanto. Pasamos por él a las nueve en punto de la noche cerca de Tezonco, una estación de la nueva línea del Metro. De ahí, abordamos un taxi confortable (yo creí que sería un misterioso bocho, y uno de nosotros viajaría en el espacio sin asiento). El taxista dejaba ver que también lo estaba pensando dos veces.



Un montón de calles después. Luego de haber subido, o mejor dicho, casi no subido, empinadas que hacían pensar que ese taxi iba a romper la ley de la gravedad, llegamos, o mejor dicho, no llegamos, al destino final. La calle estaba cerrada por una fiesta, y oportunamente el señor del taxi nos dijo que "ahí era". Ya en la cumbre, caminar juntos fue la primer reacción natural. Ante gente que te ve extrañada y casas con dobles protecciones, no tienes alternativa. Así, sucedió lo peor: llegamos a un callejón sin salida creyendo que "por ahí era". En lo más rudo de Iztapalapa no vale el GPS ni una impresión de GoogleMaps, eres tú, éramos nosotros, contra el mundo. Y seguimos una especie de instinto de sobrevivencia que nos guió, como Hamelín, a la nebulosa. Era música de banda, no de flauta, pero las dos provienen de alientos, que atraían a la gente a otro callejón sin salida.



San Mateo Yucutindoo es un municipio de la sierra sur de Oaxaca, que pertenece al distrito de Sola de Vega, famoso por su buen mezcal y música de chilenas. En esta cumbre, que asemeja a las de aquella sierra, aunque asfaltada casi por completo, se celebraba la reunión anual de los yucutindenses. Son muchos y se posesionaron de estas tierras agrestes desde hace por lo menos cincuenta años. Aquí viven paisanos de todas partes de Oaxaca, lo que se refleja en que el menú de cena no sólo son tamales de mole, como los que venden en el mercado de Etla, en los Valles Centrales, sino también pozole mixteco, el platillo que comieron mis ancestros en Nochixtlán y Yodocono. Aquí hay de todo y la banda es apenas el principio.


Conscientes de que teníamos que correr para alcanzar el Metro (sin éste somos nada), apuramos el paso. Bailamos con nuestra anfitriona, sí, los cuatro. Comimos, brindamos y pedimos ayuda para bajar a la Avenida Ermita. Pero antes, cada minuto fue épico, ver convivir a los paisanos me hizo trasladarme a un rincón oaxaqueño; bloqueando el exterior, el patio de esa casa en obra negra, ambientado por un grupo de cumbia, era una Guelaguetza. Un señor muy alto con traje blanco, botas vaqueras, marcando el paso a una señora teñida de rubia, que se dejaba llevar como si estuviera en un concurso de baile. El grupo de adolescentes bebiendo cerveza, comiendo el maíz con mole... ¡Gritando cuando suena Pinotepa!, y la gente zapatea, se alborota, se siente de un mismo pueblo, aunque haya decenas de orígenes estatales reunidos allí.


De regreso, un michoacano nos llevó en un mini-compacto que apenas y podía subir una de las empinadas; dos tuvimos que bajarnos para que casi nos atropellara y subiera la calle. Por entre las encerradas nos despedimos de ese México bronco, el que es una imagen viva entre quienes creen que el DF es un lugar inseguro y violento. Pero esta noche no. La luz de las estrellas, las que nacen en la Nebulosa de Orión, guiaba nuestro camino de regreso al Metro. Pasamos a dejar a Fer a su casa y quedando 15 minutos para las 12, corrimos a la estación más cercana, ya no Tezonco sino Periférico Oriente. Casi no nos dejan pasar cuando llegamos después de la medianoche; casi no nos dejan subir cuando abordamos el último tren; casi no iba gente en el vagón; y casi no regresamos a casa.



En el ir y venir de la vida, lo cotidiano a veces pierde el carácter de forzado, y remitiéndome a la novela que ahora leo: su peso. Cuando tienes amigos verdaderos, el impuesto más forzoso es, en realidad, la puerta a una aventura inolvidable. No sé qué hubiera pasado si ellos no me acompañasen. Pero estoy seguro que eso no sucedió. Lo que vale es haberlo vivido juntos. Porque a veces lo más difícil es en verdad lo más gratificante, incluso en otra galaxia.

domingo, 24 de marzo de 2013

Transiciones

El amigo se fue. Los amigos no se iban. Típico de un viernes por la madrugada cuando todo el mundo quiere desahogarse y se siente incomprendido porque todos quieren hacer lo mismo. Los caminos que tomaron los encontraron más de una vez en el ciclo de una sola vida. Pero las diferencias, marcadas en lo reciente, hicieron que Pepe, como lo llamaban sin razón aparente, se llamaba Alfredo, se parara de la mesa y aventara el vaso de refresco que Gustavo le había servido.

Alfredo no bebía. Nunca había tomado más de media cerveza obligatoria en ciertos eventos de carácter familiar. Y ahí lo tienen, no queriendo tomar refresco, porque por primera vez en su vida quería beber un whisky y ya no había. Claro, no por ello tenía que arrojarlo al piso, pero por alguna extraña razón lo hizo.

El enojo era algo que a Gustavo se le daba. Digamos que practicaba el enojarse. Tenía varios tipos de enojo, en algunos simplemente se hacía la víctima por detalles nimios; en otros, elaboraba una larga lista de pendientes ofensivos de mucha gente, dirigidos hacia un solo individuo, que por lo general era Pepe. Pocas veces había durado enojado más de un día. A menudo, al final terminaba llorando y pidiendo perdón por el chantaje emocional con el que forzaba las confundidas disculpas de su interlocutor.

Aquella madrugada simplemente no funcionó. Ni para uno ni para el otro. El conocido enojo elaborado de Gustavo topó con la pared de paciencia de Alfredo. Habían pasado cinco años desde que se conocieron, en una época en la que nadie creía seriamente en una amistad mutua. Y ahora, que se habían dicho de todo y sobrevivido al ejercicio de sinceridad, las cosas se tornaban álgidas. La prudencia no cupo en nadie. El uno arrojó el vaso, el otro no lloró, y siguió en su soliloquio de estúpidas razones para sentirse ofendido por no recibir su atención a la hora de leer un cuento del escritor afgano que tanto le gustaba.

Es cierto que mañana las cosas tomarán un rumbo diferente. Probablemente, el ofendido llorará en soledad por los agravios acumulados, y aprovechará para desahogar un poco la vergüenza de demostrar delante de los demás una maricona falta de autoestima. Quizá el paciente se irá para siempre de aquí, con la esperanza de volver a topar con alguien que le enseñe que amar no es difícil, sabiendo a quién amar, por supuesto. Porque la prueba de fuego es querer a quien no nos quiere. Y a veces enojarse todo el tiempo es demostrar una falta de cariño que de fondo existe. Es como poner en duda algo que está dado. No creer que se supone y no debe demostrarse. Es la amistad más grande del mundo, que continúa marcando el destino de la gente que se reconoce en los defectos ajenos y aprende de los errores propios.

El vaso se rompió, pero Pepe y Gustavo siguieron sobrellevando la ambigüedad de sus temperamentos.

miércoles, 9 de enero de 2013

Volver a Él

Después de un pasado de derrotas, me desahogué cuanto pude esa noche. La verdad es que no había triunfado sobre las tentaciones que cada día sucumbían sobre mí. Y es que eso de luchar contra el mal es muy difícil, por más que me lo propuse, una y otra vez volví a fallar. Mejor dicho, a fallarle. Porque la cosa no es que uno haga lo que quiera sin que pase nada. Siempre, nuestras decisiones tienen consecuencias. A fuerza de repetirse hay quien ve en esta frase una amenaza improbable. Algo que se dice para que eventualmente pienses dos veces las cosas, pero da igual. En la realidad, sucede que cuando nos equivocamos las consecuencias siempre son desagradables.

Así que, con el pecho a punto de estallar, decidí orar. Lo hice porque me queda claro que no existe algo así como una realidad alterna. Es decir, que no hay dos mundos, el real y el que queremos ver. Es un solo mundo y en él permanece una voluntad superior. Por ello, sí debemos pensar dos veces antes de hacer cosas que nuestra consciencia nos reprocha. Hay quien la decide evadir, pero los costos de no hacerle caso son altísimos. Lo digo por experiencia propia. Y recordando, en parte, esa experiencia, pero también oprimido por la culpa, esa noche me hinqué.

A Dios pedí perdón. Lo hice porque ya le debía muchas, aunque lo debería haber hecho así, sin más. No quería seguir acumulando ofensas contra él, luego de todas las bendiciones que me ha dado. Lo increíble fue que cuando estaba indeciso, minutos antes de hacerlo, la respuesta cayó del cielo. Vi en twitter que el pastor Fermín publicó un enlace a la transmisión en vivo del mensaje de la mitad de semana. Y es increíble que haya hablado de mi situación. Todo tenía que ver conmigo, con cómo me sentía por fallarle tan repetidamente a Dios; llenarme de tanta maldad con el paso del tiempo y aun así poder recibir gracia y misericordia de su parte.

Sigo sin entender, creo que nunca lo haré, la lógica de Dios. En el mundo, cuando haces algo malo debe pasarte algo malo, digo "debe" porque en ocasiones no ocurre nada. Pero en Dios, no importa tanto cuántas veces te portes mal, si tomas a tiempo la decisión de arrepentirte de lo malo que hiciste. 

El perdón es el mejor regalo que recibimos de parte de Dios. Saber que lo pasado se queda en el pasado y puedes comenzar otra vez. Esa noche, lleno de vaciedad, de una falta de propósito y sentido, con miedo y sin esperanza, pude descansar al hablar con Dios. Él sabía de antemano que lo haría, que lo buscaría porque lo necesito. Pero lo magnífico es que también quería que lo hiciera. Y ahí estoy yo pidiéndole perdón; y ahí está él diciéndome que la cuenta está saldada. Jesús la dejó pagada. Y a mí que me disgusta pagar la cuenta. 

Me invitó a comer a su mesa.

sábado, 5 de enero de 2013

Deshilvanado

Un nuevo año empezó para Mateo. Tan aletargado en el tiempo, se encontraba ahora tratando de disfrutar cada instante. Tarea nada fácil para quien generalmente se la pasaba como mirando hacia el infinito. Ahora lo recorría de cuerpo entero una especie de repudio por el tiempo. Deseaba que dejara de correr, se instalara frente a él, y de una vez por todas saldaran las cuentas pendientes. Porque después de 23 años y tantos agravios, no podían seguir viviendo en la indiferencia.

La reconoció sin verla. Apenas cuando entró en aquella casona abandonada a su suerte, en medio de un bosque venido a menos a causa de la tala clandestina. Pero ahí estaba ella como siempre, apacible, amable hasta en el más mínimo detalle. Y entonces platicó con ella. Lo hizo de todos los pendientes que el maldito tiempo se había llevado consigo corriendo. Descubrió el mismo temperamento que antes, pero con ese asterisco que indica: las personas no cambian, se ablandan. Así que escuchó detenidamente todas las actividades del aquí y ahora que llenaban la vida de una mujer que no perdía atractivo con el paso de los años. En cambio, cada vez mostraba más esa faceta tan linda y madura que lo entretenía tanto.

En la otra cara de la moneda, la de volver a la fatal rutina que esclaviza y en contra de la que había escrito ya más de un tratado, su situación parecía ir de igual a igual. Y eso es lo triste y decadente del asunto, que no pudiera ir, como los optimistas sueñan, de peor a mejor, o siquiera de mejor a peor, para tener una razón que echase todo por la borda, pero no, la cosa es que los días involucionaban con una especie de calma chicha personal, que lo mismo se perdía en callejones lúgubres que en medio de centros comerciales que lo absorbían por completo aun en la compañía más total; síntoma de un redescubrimiento pasajero, pero de un vuelo que no iba a ningún lado.

Volviendo a la realidad concreta, la de buscar otro lugar donde vivir, uno mejorado en algún aspecto, la tarde se desvaneció. Perdido en alguna calle de una colonia del todo perdida en la gran ciudad, se resfrió nuevamente. Era terrible pensar en recaer. La última vez lo llevó a un lento y prolongado sufrimiento de varios días. Bueno, quizá exagero. Pero él se quejaba mucho de esa situación, lo que empeoraba las cosas. Y es que quejarse siempre lo empeora todo. Aun cuando las quejas sean legítimas. El problema no está en esto, sino en que desgastan en extremo. Llevado por esa lógica, no se quejó de la calle algo insegura donde se ubicaba el nuevo hogar.