domingo, 21 de abril de 2013

Orión en Iztapalapa

La pesadez del impuesto del trabajo recayó, como de costumbre, en fin de semana. Hace tiempo que el día sábado pasó a formar parte de la rutina semanal. En esta ocasión, se trataba de una misión difícil y es que en el trabajo es así. Sería fácil si rehusases el deber, pero lamentablemente eso provoca en tu entorno un ambiente tenso, y tú lo último que quieres es que la tensión se incremente. Ya es suficiente con que apenas y puedas doblar el cuello por los nervios endurecidos que reciben las situaciones álgidas.


De modo que pensé en involucrar a otros. Si apenas me doy abasto con las rutas ordinarias, imagínense ir desde el poniente hasta el oriente, sin tomar en cuenta el norte y el sur, pero sí sorteándolos. El domicilio es cómplice de la difícil tarea, suena a muy muy lejano: "Nebulosa de Orión". He leído, después de este viaje interestelar, que las nebulosas son lugares donde nacen las estrellas, aunque anteriormente designaban a cualquier galaxia. Orión es, por otra parte, el Cazador, un personaje de la mitología griega que se convirtió en héroe. Y la constelación, que no nebulosa, de Orión es una de las más importantes del universo. Pero la colonia donde se encuentra esta calle, no hace referencia a un lugar donde encontrar estrellas.


Convencí a tres amigos de embarcarse conmigo en el viaje. Uno de ellos nació, creció y vive en Iztapalapa, por lo que le pedí que fuera nuestro guía en un territorio ignoto para el resto. De Iztapalapa se dicen muchas cosas. En los hechos, es la delegación más poblada de la ciudad de México. Alguna vez fui a un concierto en su explanada delegacional, pero de eso a ir a la colonia Lomas de la Estancia, hay una gran distancia. Tan es así, que Fer, mi amigo iztapalapense, pensó más de dos veces en acompañarnos al lugar. Con todo y que él ya está curado de espanto. Pasamos por él a las nueve en punto de la noche cerca de Tezonco, una estación de la nueva línea del Metro. De ahí, abordamos un taxi confortable (yo creí que sería un misterioso bocho, y uno de nosotros viajaría en el espacio sin asiento). El taxista dejaba ver que también lo estaba pensando dos veces.



Un montón de calles después. Luego de haber subido, o mejor dicho, casi no subido, empinadas que hacían pensar que ese taxi iba a romper la ley de la gravedad, llegamos, o mejor dicho, no llegamos, al destino final. La calle estaba cerrada por una fiesta, y oportunamente el señor del taxi nos dijo que "ahí era". Ya en la cumbre, caminar juntos fue la primer reacción natural. Ante gente que te ve extrañada y casas con dobles protecciones, no tienes alternativa. Así, sucedió lo peor: llegamos a un callejón sin salida creyendo que "por ahí era". En lo más rudo de Iztapalapa no vale el GPS ni una impresión de GoogleMaps, eres tú, éramos nosotros, contra el mundo. Y seguimos una especie de instinto de sobrevivencia que nos guió, como Hamelín, a la nebulosa. Era música de banda, no de flauta, pero las dos provienen de alientos, que atraían a la gente a otro callejón sin salida.



San Mateo Yucutindoo es un municipio de la sierra sur de Oaxaca, que pertenece al distrito de Sola de Vega, famoso por su buen mezcal y música de chilenas. En esta cumbre, que asemeja a las de aquella sierra, aunque asfaltada casi por completo, se celebraba la reunión anual de los yucutindenses. Son muchos y se posesionaron de estas tierras agrestes desde hace por lo menos cincuenta años. Aquí viven paisanos de todas partes de Oaxaca, lo que se refleja en que el menú de cena no sólo son tamales de mole, como los que venden en el mercado de Etla, en los Valles Centrales, sino también pozole mixteco, el platillo que comieron mis ancestros en Nochixtlán y Yodocono. Aquí hay de todo y la banda es apenas el principio.


Conscientes de que teníamos que correr para alcanzar el Metro (sin éste somos nada), apuramos el paso. Bailamos con nuestra anfitriona, sí, los cuatro. Comimos, brindamos y pedimos ayuda para bajar a la Avenida Ermita. Pero antes, cada minuto fue épico, ver convivir a los paisanos me hizo trasladarme a un rincón oaxaqueño; bloqueando el exterior, el patio de esa casa en obra negra, ambientado por un grupo de cumbia, era una Guelaguetza. Un señor muy alto con traje blanco, botas vaqueras, marcando el paso a una señora teñida de rubia, que se dejaba llevar como si estuviera en un concurso de baile. El grupo de adolescentes bebiendo cerveza, comiendo el maíz con mole... ¡Gritando cuando suena Pinotepa!, y la gente zapatea, se alborota, se siente de un mismo pueblo, aunque haya decenas de orígenes estatales reunidos allí.


De regreso, un michoacano nos llevó en un mini-compacto que apenas y podía subir una de las empinadas; dos tuvimos que bajarnos para que casi nos atropellara y subiera la calle. Por entre las encerradas nos despedimos de ese México bronco, el que es una imagen viva entre quienes creen que el DF es un lugar inseguro y violento. Pero esta noche no. La luz de las estrellas, las que nacen en la Nebulosa de Orión, guiaba nuestro camino de regreso al Metro. Pasamos a dejar a Fer a su casa y quedando 15 minutos para las 12, corrimos a la estación más cercana, ya no Tezonco sino Periférico Oriente. Casi no nos dejan pasar cuando llegamos después de la medianoche; casi no nos dejan subir cuando abordamos el último tren; casi no iba gente en el vagón; y casi no regresamos a casa.



En el ir y venir de la vida, lo cotidiano a veces pierde el carácter de forzado, y remitiéndome a la novela que ahora leo: su peso. Cuando tienes amigos verdaderos, el impuesto más forzoso es, en realidad, la puerta a una aventura inolvidable. No sé qué hubiera pasado si ellos no me acompañasen. Pero estoy seguro que eso no sucedió. Lo que vale es haberlo vivido juntos. Porque a veces lo más difícil es en verdad lo más gratificante, incluso en otra galaxia.