En Oaxaca hay muchas
cosas que parecen no tener solución, una de ellas es la forma de hacer política
cada seis años. Se considera al cambio de sexenio como la única época para
debatir los proyectos de desarrollo del estado y aun para sacar a relucir todos
los defectos de los adversarios. La situación es reflejo de una gran pobreza
intelectual. La política no debería traducirse en la confrontación sin
sustancia que pondera lo superficial: quién será candidato, quiénes apoyarán
sus ambiciones, tiene o no el talante de líder; hasta caer en el absurdo de si
el candidato es guapo o no lo es. Estas cuestiones de formato basadas en el
marketing no hacen la diferencia entre un pasado autoritario que preferimos
olvidar y un presente en el que creemos vivir la transición democrática. Que
las campañas políticas sean el centro de atención pública deja mucho que
desear, pues no es a través de ellas cómo se definen los intereses colectivos y
se logran equilibrios sociales. En ellas se disputa el poder entre las élites
acostumbradas a lo chabacano.
En tiempos electorales
hay que esperar lo peor de todos los contendientes. Las fracturas al interior
de los grupos son comunes y es normal que la traición se guarde para el
arranque del proceso electoral. En Oaxaca los últimos días han dado cuenta de
ello. Una nota en un periódico de la prensa nacional atacando al gobernador del
estado; una polémica inacabada en torno al centro de convenciones de la
capital; pero también un intenso activismo de los funcionarios federales y de
los legisladores que quieren convertirse en gobernador; el desafío de la CNTE
que no quiere perder sus prebendas. Un escenario convulso por donde se le vea
mientras el círculo rojo conjetura los futuribles con intuiciones del tamaño de
un garbanzo. En la marcha hacia 2016 no hay una reflexión profunda de para qué
se quiere usar el poder sino una guerra contenida en la que pronto habrán de
aventarse lodo todos los involucrados. El debate público tristemente se somete
a lo circunstancial y no al proyecto de estado que afectará a todos los
oaxaqueños.
Esa inmediatez con la que
se piensa la cosa pública no es nueva, pero adquiere otro cariz una vez que
México como nación y Oaxaca como entidad federativa han vivido procesos de
transición democrática por muchos años, por lo que se esperaría que la fuerza
de los votos se hubiera traducido ya en una cultura política distinta. Es
decir, que lo electoral hubiera cedido paso a la construcción de una ciudadanía
verdaderamente activa, que pondera su participación —más que en los procesos
electorales— en la definición continua de la agenda pública y en la búsqueda de
las soluciones basadas en el conocimiento y respaldadas en el consenso de
mayorías cada vez más amplias. Ese panorama, por deseable que sea, está lejos
de ser la visión presente para Oaxaca. Sus políticos siguen pensando en
horizontes de tiempo realmente cortos; nada más lo necesario para conseguir un cargo
público mejor remunerado. En el camino deja de importar si se logran proyectos
de trascendencia social, y se vuelve preponderante ganar adeptos a los
intereses personales o de grupo con los que unos cuantos aseguran el control de
los recursos por más tiempo.
La campaña que ya empezó
será la repetición de las viejas formas que modelaron por décadas al sistema
político mexicano. Costó mucho trabajo abrir el sistema electoral y de partidos
a la pluralidad política, e incluso hoy se siguen recordando las máximas de
Reyes Heroles cuando fue el secretario de Gobernación reformador, como aquella
que reza: “lo que resiste apoya”. También se recuerda la conformación del
Frente Democrático Nacional en 1988 cuando la oposición llegó más fuerte que
nunca a una elección presidencial de la que nunca se despejó la sombra del
fraude electoral. Seguiremos viendo las imágenes de la celebración de Fox en
2000, con el panismo más guanajuatizado que nunca; gente llorando y gritando
mientras el presidente Zedillo confirmaba por televisión que por primera vez un
partido distinto al PRI llegaría a Los Pinos. Todos esos símbolos seguirán
siendo importantes para quienes se interesan un poco en el pasado reciente de
su país, pero, no obstante, nos recordarán que los símbolos no bastan para
consolidar el rumbo de un pueblo.
De ahí que la elección de
2016 para Oaxaca represente un gran reto y al mismo tiempo un serio problema
político, pues se pondrá a prueba la solidez del proceso democrático después de
la alternancia de hace seis años, pero además, se confirmará que por sí solo
ese proceso no garantiza el rendimiento institucional de los próximos años. Si
de por medio no hay un examen crítico del pasado reciente y una planeación
prospectiva que pondere los próximos treinta o cincuenta años, nuestros
políticos oaxaqueños pueden seguir disputándose el queso aunque, como reza el clásico,
después se arrepientan y solo busquen desesperadamente salir de la ratonera.