domingo, 24 de mayo de 2015

Sobrevivir a la deriva

El drama migratorio tiene rostros más crudos que otros. En el sudeste asiático se vive una situación alarmante: miles de personas que huyen de condiciones de miseria y discriminación navegan a la deriva mientras los Estados de Tailandia, Indonesia y Malasia les niegan el acceso a su territorio. La mayoría son migrantes originarios de Bangladés que pertenecen a la etnia rohingya de religión musulmana y huyen de Myanmar, país asolado por la violencia política, donde no son sujeto de derechos y, en cambio, son perseguidos cruelmente. Para estar dispuesto a cruzar el mar de Andamán en condiciones de hacinamiento el motivo debe ser mucho mayor al suplicio. Mientras los gobiernos de esos países acuerdan cómo resolver la crisis humanitaria sin ningún compromiso de por medio, los rohingya mueren de hambre y sed en alta mar. La situación es ilustrativa de la desesperación de los pueblos por sobrevivir.

Fue Felipe Calderón el primer presidente mexicano en reconocer que tenía parientes migrantes en los Estados Unidos. Su declaración causó cierto revuelo político por tratarse, en ese momento, de un jefe de Estado que reconocía la problemática como propia, pero no bastó para concretar un logro real respecto a la migración de los mexicanos hacia el norte. Ningún presidente mexicano, en el horizonte de sus seis años de mandato, ha conseguido presionar lo suficiente al gobierno norteamericano para regular la situación de los mexicanos que, como dijo Vicente Fox con su desfachatez ranchera, hacen trabajos que ni los negros quieren hacer, lo que le valió la censura de la esfera diplomática que nunca comprendió sus limitaciones intelectuales.

No hay que ser erudito para advertir que el fenómeno migratorio tiene su origen en las condiciones socioeconómicas prevalecientes en el país de salida y no en el de llegada. En México la gente no se va porque quiera irse, se va porque no le queda de otra. En la medida que no se generen empleos bien remunerados los mexicanos seguirán emprendiendo su propio viacrucis hacia la frontera norte. Dichos empleos dependen, en buena medida, de la inversión privada que supuestamente con las reformas emprendidas por la administración peñanietista debería estar aumentando aceleradamente aunque por ahora parezca estar cayendo a cuentagotas. Es evidente que para que haya inversión deben existir garantías institucionales, en otras palabras, debe brindarse seguridad al capital, y eso solo se logra con gobernabilidad democrática.

Joan Prats la define como “la capacidad de un sistema social democrático para autogobernarse enfrentando positivamente los retos y oportunidades que tenga planteados”. Se trata de una estrategia de construcción de capacidades. En su opinión, esto depende de la interrelación entre el sistema institucional vigente (governance), las capacidades de los actores políticos, económicos y sociales, y la cantidad y calidad de liderazgo transformacional, que impulse el cambio institucional. Si se quiere que los países antes llamados del Tercer Mundo y ahora adornados con el eufemismo “en vías de desarrollo” avancen a un mayor crecimiento económico que signifique bienestar para su población, primero deben existir condiciones de gobernabilidad democrática.

Una cuestión que surge inmediatamente es si ese tipo de gobernabilidad puede coexistir con la corrupción tolerada en todos los niveles y una clase política que trata de encubrirla. No lo creo. México es un caso inaudito de corrupción, donde bien podría construirse un museo dedicado al tema, como propuso recientemente Héctor Zagal. Cada semana tenemos un escándalo nuevo, del “error” de ocho minutos en helicóptero del defenestrado Korenfeld al viaje todo pagado que la constructora OHL regaló al secretario de comunicaciones del Estado de México; de la narcopolítica en Michoacán al papá incómodo del gobernador de Nuevo León, ordeñando el presupuesto para comprar ranchos en Texas. Lo cierto es que los mexicanos convivimos con la corrupción todos los días, y tolerarla es un desacierto no solo del gobierno sino de toda la sociedad en la búsqueda de ser un país de oportunidades.

La falta de oportunidades principalmente laborales, pero también educativas y de desarrollo tecnológico mantiene constante la migración hacia el exterior. El grueso de los migrantes se va porque aquí el campo no produce y el sector manufacturero paga muy poco para el costo de vida siempre en aumento. Pero hay una causa más cruda, también los mexicanos emigran cada vez más por razones cercanas al drama de los rohingya. La ciudadanía deja de valer en territorios dominados por grupos delictivos que imponen su propia ley y someten a su voluntad la vida social; una dictadura del terror. En tal escenario emigrar no es una opción sino la única salida. No hay que cruzar un mar para encontrar asilo pero se corre el mismo riesgo: morir en el intento. Lo crudo de la situación es que no irse también implica quedar a la deriva. 

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