domingo, 24 de mayo de 2015

En contrasentido, crónica de un viaje a Iztapalapa

El tipo es regordete, tanto que su asiento de conductor no deja lugar para las piernas de alguien que se siente detrás de él. Probablemente es un arma defensiva, justamente para que nadie lo haga. Antes tuve que mentirle al conductor del camión de la ruta establecida. Una ruta sustituta para un metro que no funciona. Le dije que era su responsabilidad si me desmayaba por no dejarme bajar. Mentí. El tráfico lo valía.

Una vez en la avenida tomé el primer taxi que pasó. Me dirijo a la Batalla de Celaya, una calle extraviada en la perdida ciudad de Iztapalapa. Ah, ya sé dónde es, dice el gordo, está por la clínica, luego repone, no, está por el bachilleres, después me pide que le investigue dónde es exactamente. Ahorita llegamos rápido por el eje seis porque Ermita está cerrado quién sabe por qué, me promete. Pero antes tenemos que pasar a la gasolinera, ya ando corto. Cuando la dejamos fue como dejar los pits en una competencia de fórmula uno. El chofer avanza rápido, empiezo a sentir empatía con él, se está interesando por mi prisa, pienso para mis adentros.

Maniobra como ambulancia, va de izquierda a derecha, se mete en diagonal, al paso le menta la madre a todos,toma atajos, en uno encontramos de frente un choque entre otro taxi y una camioneta bonita. Damos vuelta obligada, ahí se queda callado, como si ante la desgracia de un colega se autoimpusiera el silencio.

Le digo que el domicilio está donde antes, mucho antes, hubo un cine. Insiste que necesita la dirección exacta, después hace memoria y acepta que cuando era muy chamaco fue, pero ya no se acordaba. El hombre robusto parece de Iztapalapa, tiene ese acento característico,agreste, que dispara en cada oración pero no mata, que suena a amenaza atenuada. Así llegamos al metro Escuadrón 201, me comenta amablemente que ahí hace base, cuando se le ofrezca joven, aquí estamos desde que amanece hasta las dos de la mañana, siempre seguro. Voltea a ver a alguien que asigna los coches,le hace una seña con la mano, el dedo de en medio levantado sobre los otros. Se ríe sardónicamente.

Las maniobras se agotan cuando estamos cerca de Rojo Gómez, intuye cosas, una manifestación, nunca está tan hasta la madre, explica, explora rutas mentales, ve pocas posibilidades. Apaga el auto, nos quedamos sin movernos como diez minutos, a cada rato menta madres, atrevidamente le digo: lo que más me molesta de las marchas es que no toman en cuenta a quienes tenemos que trabajar y nos friegan el día, antes de la semana santa, en viernes a las diez de la mañana. Parece que no les importa, le digo indignadamente. No les importa nada, joven, me responde tajantemente.

Salimos del atorón, el taxímetro avanza rápidamente, ya van ochenta pesos. Toma rumbo hacia el norte, se mete por callejones, el coche tiembla de lado a lado, es un Tsuru como millones que circulan como taxis en el DF. No tiene estéreo, parece que se lo arrancaron a la mala, está sucio, le faltan partes. El llavero del taxista tiene la forma dela cabeza de un toro, concuerda con el carácter de su dueño.

Ha pasado media hora desde que lo abordé. Ya me llamaron, me esperan aunque mi presencia, según yo, es intrascendente. Por fin salimos al Periférico, es como haber encontrado el camino a Jerusalén en tiempos de las cruzadas. Pasamos el cuartel general de la policía federal, el paisaje es más triste que de costumbre, en el pensamiento llevo tanto que olvidar, tanto de que acordarme, tanto que acabar, y necesariamente empezar de nuevo. Para eso sirve el camino, arroja viento sobre mi cara, el gordo sigue vociferando. Toma un retorno, me dice que es del otro lado de la avenida, estamos por llegar.

Sigue una fila de coches que cruza un terreno baldío con rastros de basura, el horizonte, además de gris,está decorado con varias torres de alta tensión, la tecnología sobre un páramo sucio. Se mete en contrasentido, todo el rato ha sido así, en su oficio el volante es un póker, él lo juega con cartas bajo la manga. Toma el último atajo, llegamos al bachilleres, tenemos que preguntar por mi destino. Antes me dijo que debe regresar por una persona a las diez y media, si no se va a ir, dentro de mí pienso que es lo natural, no sé por qué lo dice como consecuencia insólita. Ahora entiendo mejor su diligencia.

Le pregunta a un viene viene, un franelero, una de las personas que “cuidan” los coches, este le pide que se orille, le pregunta desesperado por mi domicilio, ya güey, que me urge, no ves que llevo prisa, hijo. Y el viene viene, a pues yo también tengo prisa, camina hacia delante y lo deja hablando solo. Hijo de tu puta madre, ¡payaso! Suelta mi taxista.

Metros más adelante está el domicilio, lo que fue el cine Guerrero adonde fue cuando era chamaco, antes de que engordara y se sentara para siempre en su auto de fórmula uno, antes de que mandara a la chingada a más gente de la que puedo recordar. Es cosa de agarrar pista y ya, había dicho cuando lo tomé. Ahora tiene cara de arrepentimiento, me queda a deber quince pesos. Al experto le falló algo básico: no trae cambio. Aunque tal vez no le falló; sus habilidades valen más que el banderazo, que la tarifa y sus efectos por minuto y metros, tiempo y distancia, y lo sabe. Me recogió cuando fingía agonizar en una avenida desconocida, ahora me devuelve a la calle como se devuelven los aparatos defectuosos que compraste de oferta en un bazar. ¿Sufrí un asalto? No supe su nombre, tampoco vi su rostro. Era un taxista dedicado, nada más.

En las noticias se dirá que manifestantes anónimos bloquearon las principales arterias para salir de Iztapalapa. Causaron un desmadre. El típico viernes en la ciudad de México,donde todo lo demás se vuelve irrelevante. Despejo mi mente un poco, llegué puntual, ahora entiendo a esos taxistas sinceros que dicen: para allá no voy, y te dejan hablando solo. 

No hay comentarios: