viernes, 23 de abril de 2010

Un violín para la eternidad

Para Manuel Torres
In Memóriam


Un hombre que a lo largo de toda su vida se dedicó a buscar. Buscó en distintos lugares y siempre encontró, excepto en la ocasión que se perdió su violín. Al centenario de su natalicio, desapareció el objeto (o más bien lo escondieron) para que no intentara tocarlo. Había tropezado en algunas ocasiones dadas las canas a cuestas pero jamás se vencía. En su juventud, conoció a Tata Lázaro en su natal Nochixtlán; el Presidente de México lo invitó a irse a la capital para proseguir sus estudios, o bien dedicarse a su arte: la música. Trabajó como Maestro en un internado llamado Francisco I. Madero, los aires revolucionarios lo perseguían puesto que nació en 1908.

Procreó una familia a la que me honra pertenecer. Tuvo cuatro hijos, nueve nietos, y alcanzó mirar a cinco bisnietos. En su vejez, aún caminaba por la colonia e incluso se dirigía a las iglesias a tocar en las misas, - Don Manuelito..., lo saludaban. Siempre alegre, era aficionado a los partidos de fútbol y lo único que nos contrariaba era que le iba al América. Vivió una larga vida que inspira a seguir el ejemplo de las "buenas gentes", de quiénes no buscan riquezas vanas o poder fugaz sino la trascendencia a través de los frutos de una fe por siempre indeclinable.

Aún recuerdo aquella tarde en la que le presenté a un par de amigos en su habitación, iluminado en el rostro por una luz tenue, recostado tranquilamente en su cama, con voz pausada y tono sabio, recomendó seguro a quiénes atentamente escuchabamos: "Sean felices."

Sentado a la orilla de su cama, en la víspera de su partida, las lágrimas no afligieron mi rostro porque el suyo reflejaba la esperanza. El violín sonaba en mi memoria con las notas magníficas de la canción mixteca y la figura de mi Abuelo Manuel desvanecía para dar lugar al recuerdo perenne...

jueves, 1 de abril de 2010

Él, canario que cantó

Para Conchita Cortés
In memóriam


Enfrentarse a un suceso ineludible en la vida tiene poco de cotidiano. Apresurado, tomé el primer camión para cruzar la ciudad y llegar a mi casa. El tiempo se agotaba rápidamente y se me hizo tarde. Los últimos días esperábamos lo inevitable, el paso obligado entre este mundo y el prometido por Dios. Esa noche supe lo que significa "tarde", la impotencia de no retroceder unos cuantos minutos el reloj, no del día sino de la vida; para Dios los tiempos son únicos e irrepetibles.

El desconsuelo se vuelve felicidad a partir del momento en que entendemos nuestra finitud y nuestro propósito. Sin embargo, el recuerdo y la nostalgia conmueven el corazón de quienes conocimos a quien se fue, dejó el cuerpo mortal pero con su alma voló a la gloria. Eran las nueve de la noche y en el patio de la casa, el silencio era abrumador. Sólo el llanto aliviana la tristeza y desahoga el espíritu, di tiempo al duelo breve y en soledad esperé y esperé.

De pronto, el canto de un ave me sacudió. Jamás había escuchado una canción tan hermosa provenir de un pájaro. En silencio, quise entregarme a la melodía, una hora de puro gozo dejando saber la misericordia de Dios. Aunado a que durante su paso por esta tierra, tuvo y quiso a sus canarios, el canto ocurría a una hora en la que nunca se oye la música de las aves. Él, a través de su mensajero, anunciaba que mi abuela lo acompañaba...

"El heraldo mostraba su gran amor y yo observaba lo maravilloso".