sábado, 31 de marzo de 2012

Hasta decir basta

Momentos difíciles siempre hay. Los hay más llevaderos, los hay muy sufridos, pero ahí están. La verdad es que conforme avanza el tiempo en mi muy temprana madurez, los momentos van y vienen con alegrías y dolores. Por doquier veo personas en situación parecida, que se encuentran enfrente de los problemas y reaccionan de distinta manera conforme estos se solucionan o empeoran. Generalmente, no depende de uno solo resolver lo que nos agobia, depende también de los demás, aunque existan voluntaristas que afirmen que la cosa está por que cada quien haga lo necesario para salir del estado en que se encuentra. Así, la ayuda hacia la gente que nos rodea también nos ayuda a nosotros mismos. La experiencia de poder hacer algo por mi semejante es formativa y formadora en tiempos de crisis que sacan de sus casillas a las masas y colman de preocupación el ambiente.

Ejemplos de brindar ayuda hay muchos. Seguramente en el cine o televisión, gobierno de consumidores consumistas, han visto historias en las que se entrecruza la tragedia con la ayuda; la fatalidad con el apoyo; el dolor con el consuelo. La amistad se dibuja en términos de lo que es mínimo para el ideal de amistad, pero suficiente para los tiempos actuales, cuando ser amigo ya es, de por sí, un hecho extraordinario. La ayuda debe ser un gesto desinteresado, máxime si se da entre amigos. No obstante, la actualidad está llena de casos en los que ayudar implica ganar algo. Aun las almas más filántropas dejan entrever en sus gestos de entrega por los demás, algún sutil interés por conseguir algo que está más allá del objeto de ayudar per se. Por ello, quiero exhortar a mis lectores a brindar su apoyo a otros hasta decir basta. 

La frase "hasta decir basta" se ocupa cuando se habla de una situación negativa llevada al límite. Hoy, sin embargo, escribo utilizándola para llevar al límite las acciones positivas que siempre podemos realizar en favor de los demás. ¿Por qué digo siempre? Pues, considero que la acción no implica, en realidad, recursos mayores para serlo. Podemos simplemente sonreír al otro, tal y como algunos vendedores ambulantes piden al subir a los camiones o al metro. Dar palabras de ánimo que endulcen el corazón, cuando lo que escuchamos por las calles generalmente son insultos que, aun en tono de broma, ofenden y denigran al ser humano. Tal vez, no sólo sea necesaria la voluntad de accionar nuestras vidas, sino también el tiempo para hacerlo. Porque el tiempo, con mayor frecuencia, se lo da uno mismo; y puede ser bien empleado si corregimos nuestra dependencia a ciertos distractores, siempre perjudiciales en exceso. Obviamente, de por medio se encuentra una elección de prioridades, aquello que nos merece mayor importancia. Ayudar debe entrar en esta agenda, pero hacerlo desinteresadamente, en tanto que sin esperar algo a cambio. 

Antes he escrito aquí sobre la ayuda de Dios como indispensable y a veces urgente para cualquier persona. "No somos perfectos" es el lugar común, pero la realidad es que también somos bastante imperfectos. Tendemos a hacer el mal y relativizamos el bien a toda costa. Es entonces cuando me pregunto si basta con quejarnos de la desgraciada vida para permanecer inmóviles, ajenos, incluso, a la circunstancia de nuestros semejantes. Porque este estado no refleja más que indiferencia y egoísmo vil en el fondo. Necesitamos y debemos voltear la vista a los necesitados, siendo esta categoría muy amplia, porque todos en algún momento pasamos por necesidad. Dejando de lado las materiales, las que caducan, apelo a mirar las del alma. Compartir lo propio con los que a costa nuestra han permanecido ajenos; mostrar ese amor nato que sentimos por la vida cuando volteamos a ver que no estamos solos en el mundo, aunque sí muchas veces demasiado callados. Encontrar en la mirada alegre o triste, en el llanto y en la risa, en el aplauso y en el más profundo silencio, la preciosa gracia de vivir acompañado, es paso fundamental para realizar algo trascendente, tanto más cuanto se comprende el fin de la vida: ayudar como forma de amar. Ayudar, pues, por siempre...

lunes, 12 de marzo de 2012

Hablar sin público


Desde que tenía 12 años empecé a participar en concursos de oratoria, motivado, primariamente, por la utilidad que representaban: puntos extras para alguna materia de la escuela; algún premio. Mi adolescencia asumió la oratoria como pasatiempo favorito. El fútbol de la niñez se había ido y con él mi deseo de convertirme en futbolista profesional algún día. Fue esa época cuando me enamoré de una compañera de la secundaria. Se llamaba Karina y la veía como si fuera una princesa. Obviamente era mayor que yo. Muchas veces me delaté en su cara, cargando después con una vergüenza obvia, que sin embargo olvidaba cuando trataba de ganar su conversación y hacerme el interesante.

Durante el primer año de secundaria me llevaron al congreso de mi estado para participar en el certamen de oratoria que cada año dedicaban a la memoria de don Benito Juárez. Después de esta primera vez, acudí al que me invitaran para poner en práctica lo que alguien me enseñaba en teoría: cómo hablar en público. Ya no considero esto como algo que se aprenda, más bien me he convencido de que nace espontáneamente; tampoco es que se improvise, porque por improvisados estamos como estamos. Me refiero a que cuando te apasiona en serio buscas todas las situaciones para hacer oratoria. No solamente en el ritual que implican los recintos fríos y la gente "bien vestida", que aparenta entender lo que generalmente son una bola de lugares comunes y frases bonitas que enchinan la piel para no ejercitar la mente.

A mi incursión en la oratoria siguió la natural decepción por creer que lo había hecho mejor que los demás y el haber perdido muchas veces. Los jurados honorables resultaron muchas veces "funcionarios de concurso". A donde los invitaban, iban, y como además 'enseñaban', sus alumnos ganaban de vez en vez. La necesidad de pertenencia a un grupo en medio de la convulsa adolescencia, me llevó a unirme a uno que poco a poco aborrecí. El argumento, la lógica, la propuesta, se perdían entre tanto 'choro mareador' acompañado de toda clase de redundancias y un formato de voz impostada que imitaba los más guturales cantos gregorianos. Cuando entré en razón, antes de alejarme de los foros de una provincia donde la vida pública deviene paros, protestas, marchas, plantones... incendios, hice el intento por cultivar un estilo natural de hablar en público.

La oratoria como vehículo de ideas propias próximas a la innovación; la oratoria como medio de transformación, exhortación al debate, propuesta de mejorías. Todavía el año pasado traté, no sé si con éxito, alimentar la discusión sobre temas como la violencia en México, la literatura latinoamericana y los jóvenes ante la decepción y la apatía.

Hace dos años comencé a trabajar en algún gobierno. Lo hice por necesidad y por deseo. En lo primero, sin recursos para poder continuar estudiando, menos en el DF, busqué una forma de contribuir con mi talento en algún lugar; en lo segundo, también en la adolescencia, supe que quería hacer carrera pública. Ya no pensaba en ser médico o piloto aviador como cuando niño, sino abogado o politólogo para servir a mi prójimo. Sé que pocos concuerdan con que éstos son profesiones para hacerlo; más bien se asocian a la corrupción, al enriquecimiento, al poder por el poder mismo. Títulos lucrativos, vaya. Estudié un año la primera en un centro de investigación que me significó mucho cuando llegué y muy poco cuando salí. Ahí confronté toda esa retórica hueca que consideraba formativa de mis primeros años. Entendí los amplios alcances de la educación bajo la disciplina del estudio, y no como mera repetición de fórmulas o recetas. Puedo decir, con cierta certeza, que me enseñaron o me obligaron, a pensar. Emocionalmente, maduré al verme lejos de mi hogar, en un ambiente hostil donde comer en la calle se me hizo vicio. Luego nada. El arquitecto de su propio destino tuvo que dejarlo y ya.

Varios meses en vilo, una formación acuática, dos sucesos trágicos, decenas de horas acumuladas en antesalas, y volví a la capital para retomar la licenciatura y trabajar inevitablemente. Me tocó esforzarme por permanecer a este lugar, no sólo por los gastos materiales como por el desgaste emocional que experimenté los primeros meses. Sentía como si me rodeara una atmósfera de fatalismo que sucedía en todos los planos, desde el global hasta mi casa. Aprendí, eso sí, nuevas cosas. Sobreviví como niño grande en un ambiente de adultos viejos. Me di cuenta que la renovación de las ideas no es cosa simple. Los obstáculos son muchos. La gente está acostumbrada a vivir de cierta manera, y desafiar los esquemas, si bien tiene su mérito, es sufrido.

En el Ministerio de la Verdad, como el de Orwell, me ha tocado de todo. En parte, alejarme de las convenciones sociales de mi adolescencia. De la que guardo un anhelo profundo e imposible, como si a veces quisiera volver el tiempo para meterme a las aulas caóticas de mi secundaria y revivir la época. Quizá retomar el deseo de ser deportista y también tocar la batería o dedicarme a la pintura. En seguida abro los ojos y retomo mi presente. La coyuntura donde soy el protagonista y mi escenario es una tragedia que cada tercer día se vuelve comedia. Donde mis antagonistas son muchos, pero mi personaje sigue retando al destino como un Sísifo o un Orestes, pero sin su dolorosa soledad. Sí, en cambio, con la alta esperanza de existir y no sólo ser.