Desde
que tenía 12 años empecé a participar en concursos de oratoria, motivado,
primariamente, por la utilidad que representaban: puntos extras para alguna
materia de la escuela; algún premio. Mi adolescencia asumió la oratoria como
pasatiempo favorito. El fútbol de la niñez se había ido y con él mi deseo de
convertirme en futbolista profesional algún día. Fue esa época cuando me
enamoré de una compañera de la secundaria. Se llamaba Karina y la veía como si
fuera una princesa. Obviamente era mayor que yo. Muchas veces me delaté en su
cara, cargando después con una vergüenza obvia, que sin embargo olvidaba cuando
trataba de ganar su conversación y hacerme el interesante.
Durante
el primer año de secundaria me llevaron al congreso de mi estado para
participar en el certamen de oratoria que cada año dedicaban a la memoria de
don Benito Juárez. Después de esta primera vez, acudí al que me invitaran para
poner en práctica lo que alguien me enseñaba en teoría: cómo hablar en público.
Ya no considero esto como algo que se aprenda, más bien me he convencido de que
nace espontáneamente; tampoco es que se improvise, porque por improvisados
estamos como estamos. Me refiero a que cuando te apasiona en serio buscas todas
las situaciones para hacer oratoria. No solamente en el ritual que implican los
recintos fríos y la gente "bien vestida", que aparenta entender lo
que generalmente son una bola de lugares comunes y frases bonitas que enchinan
la piel para no ejercitar la mente.
A
mi incursión en la oratoria siguió la natural decepción por creer que lo había
hecho mejor que los demás y el haber perdido muchas veces. Los jurados
honorables resultaron muchas veces "funcionarios de concurso". A
donde los invitaban, iban, y como además 'enseñaban', sus alumnos ganaban de
vez en vez. La necesidad de pertenencia a un grupo en medio de la convulsa
adolescencia, me llevó a unirme a uno que poco a poco aborrecí. El argumento,
la lógica, la propuesta, se perdían entre tanto 'choro mareador' acompañado de
toda clase de redundancias y un formato de voz impostada que imitaba los más
guturales cantos gregorianos. Cuando entré en razón, antes de alejarme de los
foros de una provincia donde la vida pública deviene paros, protestas, marchas,
plantones... incendios, hice el intento por cultivar un estilo natural de
hablar en público.
La
oratoria como vehículo de ideas propias próximas a la innovación; la oratoria
como medio de transformación, exhortación al debate, propuesta de mejorías.
Todavía el año pasado traté, no sé si con éxito, alimentar la discusión sobre
temas como la violencia en México, la literatura latinoamericana y los jóvenes
ante la decepción y la apatía.
Hace
dos años comencé a trabajar en algún gobierno. Lo hice por necesidad y por
deseo. En lo primero, sin recursos para poder continuar estudiando, menos en el
DF, busqué una forma de contribuir con mi talento en algún lugar; en lo
segundo, también en la adolescencia, supe que quería hacer carrera pública. Ya
no pensaba en ser médico o piloto aviador como cuando niño, sino abogado o
politólogo para servir a mi prójimo. Sé que pocos concuerdan con que éstos son
profesiones para hacerlo; más bien se asocian a la corrupción, al enriquecimiento,
al poder por el poder mismo. Títulos lucrativos, vaya. Estudié un año la
primera en un centro de investigación que me significó mucho cuando llegué y
muy poco cuando salí. Ahí confronté toda esa retórica hueca que consideraba
formativa de mis primeros años. Entendí los amplios alcances de la educación
bajo la disciplina del estudio, y no como mera repetición de fórmulas o
recetas. Puedo decir, con cierta certeza, que me enseñaron o me obligaron, a
pensar. Emocionalmente, maduré al verme lejos de mi hogar, en un ambiente
hostil donde comer en la calle se me hizo vicio. Luego nada. El arquitecto de
su propio destino tuvo que dejarlo y ya.
Varios
meses en vilo, una formación acuática, dos sucesos trágicos, decenas de horas
acumuladas en antesalas, y volví a la capital para retomar la licenciatura y
trabajar inevitablemente. Me tocó esforzarme por permanecer a este lugar, no
sólo por los gastos materiales como por el desgaste emocional que experimenté
los primeros meses. Sentía como si me rodeara una atmósfera de fatalismo que
sucedía en todos los planos, desde el global hasta mi casa. Aprendí, eso sí,
nuevas cosas. Sobreviví como niño grande en un ambiente de adultos viejos. Me
di cuenta que la renovación de las ideas no es cosa simple. Los obstáculos son
muchos. La gente está acostumbrada a vivir de cierta manera, y desafiar los
esquemas, si bien tiene su mérito, es sufrido.
En el Ministerio de la Verdad, como el de Orwell, me ha tocado de todo. En parte, alejarme de las convenciones sociales de mi adolescencia. De la que guardo un anhelo profundo e imposible, como si a veces quisiera volver el tiempo para meterme a las aulas caóticas de mi secundaria y revivir la época. Quizá retomar el deseo de ser deportista y también tocar la batería o dedicarme a la pintura. En seguida abro los ojos y retomo mi presente. La coyuntura donde soy el protagonista y mi escenario es una tragedia que cada tercer día se vuelve comedia. Donde mis antagonistas son muchos, pero mi personaje sigue retando al destino como un Sísifo o un Orestes, pero sin su dolorosa soledad. Sí, en cambio, con la alta esperanza de existir y no sólo ser.
1 comentario:
Recalco lo siguiente, extraído de la entrada:
"Puedo decir, con cierta certeza, que me enseñaron o me obligaron, a pensar."
"Me tocó esforzarme[...]"
Muy bien con eso, continúa haciéndolo y mejorando como persona (en todas las áreas).
Salud!
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