sábado, 25 de mayo de 2013

Angustiante presente


Los días simplemente iban y venían como un péndulo, en el que el centro nunca se encontraba quieto. Se trataba, más bien, de una inestabilidad que, en el caso de quien viajaba a cuestas, provocaba nauseas y dolores de cabeza, para cuyo remedio no bastaban pastillas y tés.


La violencia ya no tenía para él un significado dual, como lo había reflexionado. Las dimensiones simbólica y real no eran suficientes para explicar el fenómeno. Ahora se añadía la variable del estrés como forma de violencia. Últimamente no podía pensar sin estrés, caminar sin estrés, comer sin estrés y dormir sin... estrés. Probablemente se tratara de un nuevo modo de vida. Uno que a fuerza de odiarse terminaba convirtiéndose en algo "normal", por no decir: común y corriente.

Lo descubrió aquel lunes a las 11 de la mañana, saliendo de su clase de teoría de gobierno. Se le estaba cayendo el cabello. Y no como cuando se te cae por las mañanas al cepillarte o tallarlo con las manos mientras te pones champú. Esta vez se trataba de algo mucho peor. La picazón en la cabeza no lo dejaba en paz, y mientras más se rascaba, más se caía ese recio cabello, indefinidamente chino y lacio al mismo tiempo.

Optó por ignorarlo, como acostumbraba evadir la realidad cada vez que se enfrentaba a una prueba mayúscula. Lo dejó de lado por unos días, hasta que la situación fue insostenible y ni las gorras ni el pegamento transparente que consiguió en una tienda de baratijas, fingieron lo evidente.

Llamó al trabajo. Comentó que se encontraba resfriado, que había ido a Urgencias y todo ese rollo que dice alguien que no quiere presentarse a las oficinas. Fue así, cubierto con uno de esos gorros que se usan en navidad, hasta la tienda de una gitana que podía interpretar el pelo caído repentinamente. O lo que es igual: sacarle dinero a un incauto en busca de cualquier solución ilógica, burlando con el mismo estrés de antes, la situación presente.

Y ahí tienen que lo primero que le ordenó fue quitarse el gorro. Era imperceptible, pero al observar con detenimiento se podía distinguir un nombre en esa calva enorme. LAURA, se leía. Y él no supo como responder a la pregunta incómoda de quién era ella. No supo no porque en realidad no supiera, sino porque no se esperaba algo así. Hubiera dado crédito a que apareciera dibujado un Power Ranger o la mascota del cereal que le gustaba de niño. Pero no un nombre con el que convivía a diario.

El martes volvió al trabajo. Un peluquín no solucionaba nada, menos una gorra que por convención social nadie utiliza dentro de una embajada. Así que con pena, pero al mismo tiempo con un orgullo inaudito, se mostró pelón ante todos. Pero no con la cabeza desnuda, porque ahí seguían las letras de imprenta, justo al lado de su dueña, que ante el cambio de look tan drástico, se limitó a decir: ¿Tienes el informe que te pedí el viernes?