jueves, 25 de diciembre de 2014

Noche de paz o el camino que lleva a Chapultepec

La noche cae sobre el norte de la ciudad de México. Abordo el microbús, pesero le dicen algunos, una mirruña de transporte en la que el pasillo es como una escalera al cielo, a medida que avanzas puedes respirar el aire y saber que una nueva vida está a punto de comenzar cuando te bajes. 

En noche buena la gente va con otro ánimo. Se nota en una señora de la mano con quien parece ser su nieto. Se sientan adelante, quieren bajarse pronto, llegar a tiempo para la cena en que se come más en todo el año. El chofer la regaña por algo, creo que no lleva cambio. Es regordete y aplastado en su silla desde donde conduce su nave como si se tratara de un viaje hacia otra dimensión, se regodea al lado de una muchacha sentada sobre la tapa del motor que ruge cada vez que acelera a los 60 km que cuando mucho correrá el pesero. 

A la altura de las Lomas el piso cruje, la máquina avanza con la inercia del peso de los cuerpos de los 20 pasajeros que vamos pensando en otra cosa. Algunos en los regalos de sus hijos, seguramente; otros en qué cenarán si nadie los ha invitado a su mesa. Para el resto quizá la ocasión sea irrelevante, salieron del trabajo y solo quieren ir a hacerse bola con sus cobijas. Con el frío que hace, debe de ser mera casualidad que hoy haya llovido todo el día. Desde la madrugada el aguacero vino a hacer las veces de una nevada atípica, para la que no basta cubrirse con bufanda y guantes, los paraguas volvieron a salvar el firmamento del caos. 

En realidad yo no voy sino regreso. Hace años pasé la navidad solo y pensé que volvería a repetir la experiencia. De niño me ilusionaba saber que al día siguiente encontraría debajo del árbol lo que había pedido en mi carta al benevolente Santa, pero ahora me conformo con platicar con alguien hasta bien entrada la noche, ya no por internet o teléfono sino en vivo y a todo color. 

Metro Chapultepec está como siempre a excepción por los ambulantes, esta noche no están, ya se fueron. Avanzo hacia Balderas y después al sur de la ciudad. En el traslado abundan los rostros impacientes, algunos más alegres que de costumbre. Una pareja de novios se besa mientras una pasajera que va sentada acaricia la mochila puntiaguda del novio y ríe como si en ese irrelevante hecho estuviera parte de la felicidad eterna. Es como un caparazón de erizo. Ahí donde termina la punta de uno de los picos empieza mi nostalgia por lo que quisiera que sucediera justo ahora y simplemente es imposible que ocurra. 

A muchos kilómetros están seres queridos que desearía estuvieran juntos una vez en la vida, conmigo, para celebrar lo que todos celebran aunque la mayoría insista en que no es por eso: el nacimiento de Jesús. Ya sé, todos lo sabemos, que esta noche no consta que haya nacido, pero es la celebración adoptada que no hace mal a nadie. Por algo quienes no creen dicen que hoy es momento de dar en vez de recibir, de compartir la mesa sin rencillas, en completa paz, abrir regalos y sentirse dichoso en la medida que querido por otros. Jesús provoca todo esto y aun así muchos no creen. 

Bajo de la estación. Un par de ancianos bien abrigados voltea a mirarse sin decirse nada. A su lado hay bultos, el saldo de toda una vida, que acompañan su víspera sin ponche ni pavo. Sin embargo están serenos, es como si la fecha bastara. No las posibilidades de una mesa. El alimento no solo es materia, también es espíritu, y muy pocos están interesados en alimentarlo. Prueba de ello es que no hay más navidades durante el año. Todo se reserva al final para que después vuelva a acumularse, como si fuera interés gravable, la generosidad humana. 

Camino 10 cuadras cuando menos al domicilio donde me citaron. La lluvia torrencial prueba el orgullo de mi paraguas negro, regalo de una madre previsora. Brinco charcos sin éxito, al final mis zapatos cafés terminan como lanchas después de la pesca matutina en Puerto Escondido. Escucho villancicos de esta época. Suena en mis audífonos "Joy to the world" con Chris Tomlin. Siento que voy camino de Belén al nacimiento del salvador de un pueblo. No llevo oro ni incienso ni mirra, solo el corazón de redimido.

Vuelto a comprar. Imagínate que has gastado mucho en un regalo y a quien se lo das lo desprecia, pero a ti no te importa, lo has dado sinceramente, no esperas a cambio nada. Después se arrepiente, lo quiere de vuelta pero lo ha vendido, prefería el dinero. ¿Lo volverías a comprar? Probablemente no. 

En la cena disfruto conversar con mi amiga. Nos conocimos hace varios años, cuando los dos errábamos el camino no porque hiciéramos algo malo sino porque podíamos hacer cosas mejores. Esta noche las actualizamos, nos despojamos de las pantallas que mediatizan en esta época todo sentimiento. Sin reservas, con aprecio, como escena de una serie gringa, cuando todos hacen una pausa en los dramas cotidianos que te hacen pensar que tu vida no es tan miserable, y se sientan a cenar encerrados, de espaldas a la nevada que afuera lo cubre todo, que lo llena de espesura y nada. El blanco absoluto que se confunde con la paz. 

Paletas de pastel, ponche de frutas (no sé si es redundante), sinceridad en una mesa donde se reconoce al que vino y nunca se fue. De vuelta a casa me encuentro conmigo mismo. Ya pasó el día pero continúa la velada, por algo le llaman noche buena. En absoluto silencio pienso en las personas. Cada persona busca lo suyo, fija sus prioridades, actúa en consecuencia: celebra con quien quiere, donde se siente a gusto. Pienso qué habrá sido del chofer del pesero, de su potencial novia sentada en el estribo; en la anciana y su nieto acomedido, en los vagabundos del Metro, en el pesebre de Belén, en lo contradictorio que para el mundo resulta que un rey haya nacido ahí, en medio de la inmundicia de los animales. 

Y mi corazón descansa porque la verosimilitud del relato se rompe en ese suceso. Deja de ser creíble y me llena de fe, de esperanza en que la paz depende de su gracia y no de la buena voluntad de los hombres que a veces se amontonan sin razón en el último pesero que va al Metro Chapultepec en una noche lluviosa de diciembre. Y sin embargo se mueve. 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La literalidad como desafío narrativo: Análisis de un cuento de Álvaro Enrigue

Álvaro Enrigue

Introducción

El presente es un estudio sobre la literalidad en un cuento de Álvaro Enrigue (Guadalajara, 1969). La hipótesis en cuestión es si es posible que la literalidad de un relato pueda, bajo determinado estilo narrativo, romper su  propia verosimilitud y parir la ficción narrativa. Para ello se usa como marco teórico los aportes conceptuales de Terry Eagleton y Jonathan Culler sobre lo que es literatura. Además, servirán para el análisis opiniones en torno a la obra de Enrigue de él mismo y tres críticos literarios.

“La muerte del autor” es un cuento que forma parte de los relatos inscritos en el libro Hipotermia. Enrigue actualmente es profesor de la Universidad de Columbia y antes lo fue de la Universidad de Princeton, cabe señalar que ha vivido en Estados Unidos la última parte de su vida. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana y un doctorado en Letras Latinoamericanas en la Universidad de Maryland. Entre otras novelas ha publicado Muerte súbita que obtuvo el Premio Herralde de Novela 2013, Decencia (Anagrama: 2011) y La muerte de un instalador, Premio de Novela Joaquín Mortiz 1996.

Recientemente concedió una entrevista a la revista Gatopardo, que permite un acercamiento íntimo a su carácter como escritor. Al referirse a Muerte súbita declaró una opinión que ayuda a comprender el resto de su obra: “desde mi punto de vista (…) no indaga en la historia; es un montaje de materiales antiguos que indaga en las fronteras del género “novela” ¿Qué hay que hacer para que el lector no esté seguro de si lo que está leyendo es un ensayo o un relato?, ¿qué puertas se abren si la meditación directa sobre un asunto forma parte esencial de una trama? ¿Si el narrador no tiene ese aplomo idiota de los novelistas —siempre esforzándonos por ser convincentes— sino las inseguridades propias de quien está tratando de entender algo?”[1].  

Desarrollo

“Sobre la muerte del autor” inicia con el comentario de Enrigue que pone de manifiesto el conflicto en el relato: “Hay cuentos que, al parecer, son imposibles de ser contados”[2]. Si lo son por qué adelantarlo, en primer lugar; sin embargo, no hay que perder de vista que la historia que Enrigue se propone narrar es la de un gran final. No que no importe la vida de su personaje principal: Ishi, el conjunto de acontecimientos que casi lo hace desaparecer junto con su tribu; pero sí que quien fue al final de sus días es absolutamente superior al resto de su vida porque la tragedia que sufrió lo puso en el centro, más que de una historia real, de una mitología.

El relato comienza con la revelación de un viaje que, en este punto, —ya no se sabe si Enrigue o el narrador en el libro de Enrigue— realizó por California donde conoció la historia de Ishi en la Universidad de Berkeley; el último indio en estado de naturaleza del oeste de los Estados Unidos, perteneciente a una tribu que fue exterminada, la yahi, y que murió a principios del siglo XX. Ishi en yahna, el idioma  de la tribu, significa “hombre”. Es decir, nunca les dijo su verdadero nombre sino el genérico. Bastaba ser el último de la especie.

En la primera parte, Enrigue señala que “el problema con la historia de Ishi, estoy cada vez más seguro, es de literalidad: quiere decir lo que quiere decir y no lo que yo quiero que diga”[3].

Antes de continuar con los elementos con los que el narrador muestra su interés por la literalidad del cuento que se cuenta por sí solo, una breve síntesis. Ishi, el indio salvaje, fue el único sobreviviente de su tribu después de que fuera identificada como el enemigo por los blancos de Oroville, en California. Fue encontrado en estado de inanición y llevado con un alguacil que por poco lo entrega al ejército federal, pero antes la noticia corrió como pólvora por lo que un profesor de San Francisco lo rescató y llevó a vivir, debido a la falta de otro lugar más adecuado, a un museo antropológico.

La confesión del narrador sobre su interés en Ishi y la intención de elaborar un cuento a partir de su vida es la siguiente: “Probablemente es tan poderosamente significativa  tal como sucedió, que tratar de articularla siempre acaba por hacer de ella una cursilería o un dechado de buenas intenciones políticas, que es siempre la peor forma de la cursilería. Elaborar metáforas de una historia que significa por sí misma es como amar el amor: por intensillo que parezca al principio, siempre acaba mal”[4].

Lo interesante es cómo se rompe la verosimilitud  en el relato si éste se cuenta por sí solo. Ante la imposibilidad de que sea contado de otra manera debido a la fuerza, el poder o la contundencia de lo ocurrido históricamente, hay un elemento que permite hablar de literatura en este relato en tanto que hay un misterio en medio de tanta literalidad, la cual, por cierto, Enrigue señala que es nociva aunque no especifica para quién o para qué. De hecho sus salidas dentro del relato tienen que ver con casos de literalidad absurda, como una pelirroja que lleva una playera que con un letrero en el que se lee: pelirroja. El uso de ésta y otras ironías introduce en el cuento un elemento reflexivo más propio del ensayo, coincidente con el estilo del autor de explorar los límites de los géneros literarios.

En este punto, las vivencias del narrador son un punto de interpretación fundamental para darle un significado final al cuento, pero lo interesante es que se sueltan poco a poco y logran que la interpretación del lector voltee a revisar lo que el escritor Álvaro Enrigue está diciendo sobre un viaje por California; su mudanza entre Washington y Boston; o la lectura que realizó en un café de Berlín de nombre “Bajo los Tilos”, que está en una calle del mismo nombre que además literalmente está bajo los tilos. También cuentan la opinión de Jorge Arrieta, un niño que es su sobrino; y una seductora historia vasca que tanto le gusta.

El común denominador es que son historias de literalidades, incluso cuando confiesa que es un escritor proveniente de una ciudad donde hay un bosque tupidísimo y sin fauna que se llama Desierto de los Leones, ejemplo cercano de una mexicanidad que rompe la literalidad de las cosas y alaba la metáfora.

Claro, el lector tiene una segunda opción: Creer que quien está hablando es un narrador “X”. Alguien que ha encontrado interesante la historia de Ishi y añade todo lo demás no como la suma de anécdotas personales de un escritor, sino como la suma de elementos que permitan encontrarle sentido literario a un suceso crudo, anillar la historia hasta redondearla en un final que no deje salidas posibles. Decir cosas mientras se cuentan otras es parte del estilo narrativo de este autor, de modo que las anécdotas, recuerdos o preguntas sueltas enriquecen el texto literario o al menos rompen con un esquema más conservador para exponer la ficción. Al respecto, Terry Eagleton señala que “en el lenguaje rutinario de todos los días, nuestras percepciones de la realidad y nuestras respuestas a ella se enrancian, se embotan o, como dirían los formalistas, se ‘automatizan’”[5].

“El mundo contenido en el lenguaje de la literatura se renueva vívidamente al tener que luchar contra ese lenguaje más arduamente”[6]. Es interesante porque es lo que logra Enrigue en este cuento. Su uso del lenguaje literario presenta tensiones con el lenguaje rutinario, de todos los días, resignificando el cuento. Por ejemplo, al referirse a los días de Ishi como empleado de intendencia del museo, en los que se le recuerda por guardar las monedas de su sueldo en empaques de jeringas, y sentarse largo tiempo a observarlas sin ningún propósito, escribe: “Si uno es el último de algo, sus guardaditos no son un ahorro, sino el saldo de todo un universo: es ahí cuando en la historia incontable de Ishi el niño mordido se convierte en perro, el bosque se llama <> y la pelirroja porta una camiseta que no dice <>”[7].

Enrigue en la entrevista con Gatopardo opina que “es curioso, y supongo que afortunado, que la mayoría de los críticos, cuando leen las páginas en que el narrador confiesa que no sabe de qué se trata ese libro que está escribiendo, piensen que soy yo el que lo está preguntando. No lo soy: Yo siempre supe de qué se trataba. El narrador es otro, un hombre mayor que yo, víctima de la violencia del narco y exiliado en Nueva York”[8]. Se trata de un juego literario, entonces, que atraviese el curso de la historia de Ishi con las anécdotas que el lector primerizo tomará como propias de Enrigue, pero que en realidad son de alguien más, del “yo ficcional”.

Siguiendo a Culler, “el narrador, el personaje que dice yo a la par que cuenta la historia, puede tener experiencias y expresar opiniones muy diferentes de las de sus actores. En la ficción, la relación entre lo que dice el yo ficcional y lo que piensa el autor real es siempre materia de debate”[9]. Por ello las vivencias presentadas en el cuento y los juicios de valor acerca de la literalidad no deben atribuirse inmediatamente a Álvaro Enrigue, el escritor, sino al narrador del cuento que dice esas cosas.

Las anécdotas responden a un principio que ya notaba Eagleton: “El relato o argumento emplea recursos que entorpecen o retardan a fin de retener nuestra atención”[10]. “La muerte del autor” es un cuento que entorpece su propia línea narrativa. Y sin embargo se mantiene presente una lógica de la narración en el sentido que propone Culler: “La manera en que las narraciones muestran que algo ocurre, al engranar la situación inicial, el desarrollo y el resultado de modo que adquieren sentido”[11]

En “La muerte del autor” el sentido de la historia, como hemos visto, se centra en el final de una vida más que en el curso que siguió; cobra valor por lo que representa el personaje principal, y ya no la historia personal que, cabe afirmar, alcanza dimensiones heroicas. Es decir, vale más literariamente como testimonio de la persistencia de una civilización aniquilada, para luego mostrarse como un hilo conductor, un engrane en el sentido de Culler que articula una historia de despojo, de supervivencia, de monotonía y finalmente de soledad que no es autoinfligida. El tema narrativo termina por ser éste. Por eso el narrador convertido en personaje señala que la más angulosa de las soledades, la de Ishi, “lo llena con la esperanza de que algún día los futuros que se le escaparon entre los dedos como canicas parezcan una mitología”[12].

Según Culler, “la relevancia de los textos expositivos narrativos no depende de la información que aportan a su oyente o lector sino de su ‘explicabilidad’”[13]. Esto tiene que ver con intentar crear una historia que valga la pena para el oyente ya sea contando una anécdota a un amigo o escribiendo una novela para la posteridad. El principio de cooperación está hiperprotegido, en opinión de Culler, lo que significa que aun “si el lenguaje literario nos causa problemas para entender, esto no carece de sentido, sino que estas dificultades tienen una intención comunicativa. Lo oscuro por indescifrable no es irrelevante sino un elemento de comunicación superior para la interpretación”[14].

Esto es precisamente lo que ocurre con el texto tratado hasta ahora. Parece que Enrigue quiere contarnos una historia como la vivió el yo ficcional, quien adereza la mesa de Ishi y la tribu yahi con sus reflexiones sobre el caos que se genera a partir de que las cosas alcanzan lo absurdo debido a su literalidad. El mérito es que hacia el final de la historia hay una confesión que parte en dos el cuento: “Los cuentos que me gustan, los que me vuelven loco de ganas y envidia de escribir así, tienen la lógica deslumbrante del viejo vasco: les falta un pedazo y esa falta los transforma en una mitología, apelan al mínimo común denominar que nos hace a todos más o menos iguales”[15].

Antes había referido una historia de Bernardo Atxaga, en que un día iba caminando por un pueblo del País Vasco, se encontró una puerta con un agujero y un viejo que le preguntó si sabía por qué había un hoyo en la puerta, será para el gato, respondió. El viejo lo negó y le contó que la hicieron hace años para darle de comer a un niño que se convirtió en perro porque lo mordió un perro.

Ya sabíamos de la calidad narrativa de Enrigue por José Luis de la Fuente que calificó de la siguiente manera su trabajo: “Álvaro Enrigue domina el lenguaje, los resortes narrativos, la hilazón oculta bajo el relato y todo ello narrado con agilidad, con dinamismo y una construcción firme”[16].

Esa hilazón no es ningún secreto, todo el tiempo forma parte de la narración, pero cada una de las pausas está pensada para generar un caos posterior. Al cuestionar su propia capacidad para escribir una historia el narrador peca de falsa modestia, porque todo el desorden que sobreviene al planteamiento inicial de un indio sobreviviente al aniquilamiento de los blancos, que termina sus días como limpia pisos es una estrategia narrativa que sorprende porque parece espontanea, recién salida de los labios de un conversador excepcional, que no estaba contando un cuento sino las condiciones que le impidieron contarlo. Y sin embargo, es un cuento.

Conclusión

Explicar la literalidad dentro de un cuento puede romper la literalidad de éste. Lo cual va de la mano con la idea que subyace al relato hacia el final: que los cuentos sin un pedazo son seductores. El pedazo que les falta los vuelve una mitología y entonces el mundo se vuelve incontrolable. En este caso ese pedazo es el hecho de que Ishi, ya no es el último de los yahis sino el empleado de limpieza de un museo. Usualmente se sienta a observar unos empaques de jeringas donde guarda las monedas que recibe como remuneración. ¿Por qué lo hace? ¿Qué representan esas monedas para él? Evidentemente no las contempla como dinero, es decir, como un medio de intercambio. Nunca le importaron los bienes o el intercambio siendo, como era, un nativo de las montañas; pero esos guardaditos eran más que guardaditos, señala Enrigue, eran el saldo de todo un universo.

Vale retomar el planteamiento de que “en los libros de Álvaro Enrigue, en cambio, es difícil dirimir que es pastiche y que es apropiación desenfadada. Su literatura es rica por desconcertante. Mediante un posmodernismo <, hace de la indefinición su piedra de toque. Funciona, si se quiere, como el arte conceptual, creando violentas yuxtaposiciones de objetos, en este caso objetos narrativos”[17].

En opinión de Sánchez Prado, “este tono incómodo e inconforme con la experiencia norteamericana se refleja incluso en textos menos autobiográficos, como "Sobre la muerte del autor", donde Enrigue retoma sardónicamente un cliché de la teoría postestructuralista y lo contrapone a un epígrafe de Garcilaso de la Vega ("Escrito está en mi alma vuestro gesto. Y cuanto yo escribir de vos deseo") que lo desautoriza. En esta contraposición, se ve claramente un intento de representar la fuerte  tensión entre una voz autoral fuertemente inscrita en un sistema esteticista de valores literarios, proveniente de cierta configuración tradicional de la ciudad letrada mexicana, con una práctica de los estudios literarios en Estados Unidos, fuertemente informada por los estudios culturales”[18].

Álvaro Enrigue se revela como un gran artista literario. La indefinición no es una falla, o sí si se le quiere ver así, pero una indefinición calculada, cuidadosamente tejida para que el lector se esfuerce, si quiere,  por encontrar el hilo de la narración e interpretar el significado de algo que es superior a la historia contada, que es la soledad inaudita pero no por ello la desesperanza, en el caso de Ishi; que es la desaparición de una lengua, el yahna, y con ello la de un universo de gente libre que fue sometida porque a alguien se le ocurrió que era enemiga. Es la historia de cómo la literalidad en exceso puede ser dañina porque coarta las posibilidades de otro lenguaje, el literario; que incluso en vidas que significan por lo que son y no por lo que se quiere que sean, puede sobreponerse, recrearse y trascender.

Este trabajo considera valiosa la afirmación de que “la literatura es una etiqueta institucionalizada que nos permite esperar razonablemente que el resultado de nuestra esforzada lectura valdrá la pena; y gran parte de las características de la literatura se deriva de la voluntad de los lectores de prestar atención y explorar las ambigüedades, en lugar de correr a preguntar, ¿qué quieres decir con eso?”[19].

Esta conclusión es congruente con el último párrafo del cuento tratado: “A veces escribir es un trabajo: trazar oblicuamente el camino de ciertas ideas que nos parece indispensable poner en la mesa. Pero otras es conceder lo que queda, aceptar el museo y contemplar el saldo en espera de la muerte, pedirle perdón al mar por lo que se jodió. Poner en la mesa nuestra cajitas y saber que lo que se acabó era también todo el universo”[20].




[1] Gatopardo. “Un novelista sin etiquetas”. Gatopardo oct. 2014.
[2] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 126.
[3] Ibid., 129.
[4] Ibid., 129.  
[5] Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria. México: Fondo de Cultura Económica, 1988. Impreso. Sección de Obras de Lengua y Estudios Literarios, 14.
[6] Ibid., 14.
[7] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 137.
[8] Gatopardo. “Un novelista sin etiquetas”. Gatopardo oct. 2014.
[9] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 200. Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 43.
[10] Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria. México: Fondo de Cultura Económica, 1988. Impreso. Sección de Obras de Lengua y Estudios Literarios, 15.
[11] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 2000. Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 30.
[12] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 135
[13] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 200. Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 38.
[14] Ibid., 39
[15] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 135.
[16] De la Fuente, José Luis. “Los viajes, ética y estética de la aventura”. Renacimiento, 37 (2002): 100. 
[17] Schifino, Martín. “Objetos literarios yuxtapuestos”. Revista de Libros de la Fundación Caja Madrid, 143 (2008): 52.
[18] Sánchez Prado, Ignacio. “Narrativa, afectos y experiencia: las configuraciones ideológicas del neoliberalismo en México”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 69 (2009): 126.
[19] Culler, 39.
[20] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 137.