En
Houston, Texas, vive un paisano oaxaqueño llamado Fernando Aragón, no nació en
Oaxaca pero su padre era de Río Grande en la Costa. En la década de los ochenta
llegó a una ciudad en apogeo debido a la industria petrolera hoy en declive,
pero que en el siglo XX fue parte de la transformación del sistema social a
escala mundial. El tío Fernando llegó a Texas como tantos mexicanos que
buscaron el sueño americano cuando su país tenía muy poco que ofrecerles. Junto
a él fueron llegando sus hermanos e incluso su madre y la hermana de ésta.
Durante años enfrentaron el exilio de la Ciudad de México, donde crecieron,
para adaptarse a una nueva forma de vida basada en el trabajo duro. Con poco
tiempo para las distracciones, su vida se enfocó en saldar sus cuentas con
oportunidad y hacerse de un patrimonio decente.
Apenas
a dos horas en avión desde la capital del país, Houston es la cuarta ciudad más
grande de Estados Unidos. Al recorrer sus largos freeways se nota la
practicidad del estilo de vida americano, el tráfico incesante va de un lado a
otro mientras en las calles hay poca gente, la mayoría está en sus trabajos o
en sus casas en una época del año donde el clima es una locura: un día llueve
con helada y al siguiente el cielo despejado y un fuerte sol de mediodía
alegran el downtown donde convergen la vida pública y las grandes corporaciones
privadas. Justamente ahí, en el Minuti Coffee, un agradable refugio italiano
que presume haber llegado desde Modena, me encuentro a Juan Villoro. Mientras
afuera los vientos están desatados, en la mesa más cercana a la puerta está
sentado con su característica tranquilidad; viste saco café a cuadros,
pantalones de mezclilla, bufanda al cuello. En la plática se cruzan Oaxaca, lo
que acerca de su visita a ella escribió un clásico, Italo Calvino, y sus
proyectos con la editorial Almadía. —Soy de un lugar que a usted le gusta
mucho, le solté. No tengo que describir la sonrisa cómplice que se dibujó en el
autor de Los culpables.
Aunque
nunca vivió en Río Grande, Fernando Aragón lo conoció cuando hace varios años
emprendió junto a su familia un viaje desde Texas hasta Bahías de Huatulco. En el
recorrido, por causalidad, encontró una desviación que señalaba el pueblo de su
padre. Ahí conoció a su familia costeña que nunca se fue a buscar ningún sueño
porque lo cumplía a diario con su modesto estilo de vida. Después de estrechar
manos y contar historias, los Aragón pasaron por Zipolite, donde recuerdan
haber visto un atardecer memorable mientras comían las bendiciones del mar
oaxaqueño. Como él, otros riograndeses cargan con la nostalgia de haber dejado
la tierra que les pertenece con tal de salir adelante. Es el caso de las
cocineras de una fonda cercana a la Terminal de Autobuses del Sur en la Ciudad
de México. Después de concurrirla por años, hace no mucho le pregunté a la
dueña por su origen. Estuvo de más después de haber probado sus tortas de
plátano macho en salsa de chile guajillo. Con el sobrado acento costeño me dijo
orgullosa que eran de Río Grande, Oaxaca.
En
el Blanton Museum of Art de la Universidad de Texas en Austin contemplo un
hermoso souvenir, es una copia de “El astrónomo”, un cuadro que pintó Rufino
Tamayo en 1957 y que hoy está en manos de la “Judy and Charles Tate Collection
of Latin American Art”. Busco la pieza en las galerías del recinto pero al
parecer fue parte de una exposición anterior a mi visita. Encontrar un cachito
del legado de nuestro genio me recuerda lo pequeño que es el mundo y lo grande que
ha sido el anhelo humano por conocer el universo. Precisamente de vuelta a
casa, el avión pasa al lado de una tormenta eléctrica. Con un poco de
turbulencia, se mira por la ventanilla la iluminación intermitente como si el
cielo estuviera haciendo corto circuito. El astrónomo voltea a verlo con
curiosidad y como en la pintura se lleva una mano a la barbilla; se detiene con
la otra de una mesa mientras los cuerpos celestes lo orbitan.
Hasta
que haya viajes interestelares que se compren por internet, tendremos a la mano
la brújula que nos invita a darle la vuelta al mundo. A veces esa búsqueda no
se disfruta en los márgenes del VTP que encierra las ansias de conocer en las
cuatro paredes de un hotel, de un restaurante y de un autobús. Cuando se sigue
la marcha de lo espontaneo basta abrir bien los ojos, cada escenario, cada
persona, cada situación, son parte del viaje y lo vuelven, a pesar de la
incertidumbre momentánea, más disfrutable. El aventurero se enfrenta a muchos
imprevistos pero tiene esperanza; la encuentra a la vuelta de la esquina, como
canta el poeta: “En el cielo raso o en el mar trotamundo…”. En otras palabras,
la inspiración puede surgir de la confesión de los motivos de un oaxaqueño
exiliado aquí o allá, o de la conversación con el escritor de culto que ama
Oaxaca, o de la postal de Tamayo que nos recuerda la importancia de mirar más
allá del firmamento… porque el cielo no es el límite.