A Juan José Díaz Infante, fotografía viva.
Guelaguetza sabemos que es una
palabra de origen zapoteco, cuyo significado refiere a compartir u ofrendar. En
Oaxaca, Guelaguetza define un acto generoso entre personas que quizá sin tener
lazos familiares se apoyan en situaciones especiales, como la boda o el
funeral, en las que se comprueba la emotividad pero también la actitud generosa
que distingue al oaxaqueño como ser humano solidario y recíproco.
No muchas culturas ponderan tanto
como la nuestra el valor de entregar lo propio a los demás. Es un acto generoso
y por increíble que parezca cotidiano en la tierra de Juárez, con el cual se
genera un sentido de pertenencia a la comunidad, que se fortalece con los
elementos característicos de una gran fiesta. En la Guelaguetza se transmiten las
emociones definitorias del oaxaqueño, a quien lo distingue su admiración por la
belleza de la vida, razón por la que aprecia el arte en todas sus expresiones.
Por eso en la fiesta de todos los oaxaqueños está presente ese don espontáneo
que García Lorca llamó “duende”. La chispa creadora que por encima de la
perfección técnica desencadena la pasión por danzar, por crear con los
movimientos del cuerpo algo por naturaleza elevado.
A decir del propio García Lorca
“el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído
decir a un viejo maestro guitarrista: El duende no está en la garganta; el
duende sube por dentro desde la planta de los pies. Es decir, no es cuestión de
facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de
viejísima cultura, de creación en acto”.
El duende de la Guelaguetza la
antecede, agita e inquieta el ánimo de la gente que espera impaciente admirar las
danzas. Por eso en las Calendas previas a su realización los últimos lunes de
cada mes de julio, se respira el gozo por sentirnos parte de un mismo pueblo,
de un mismo estilo vivo que se materializa a lo largo de las ocho regiones.
Son las Calendas convivencias que
recorren la ciudad y regalan la esencia de quienes con elegancia humilde portan
sus trajes regionales, como el hombre de Ejutla que con sus camisas de seda
multicolor anuncia que está de fiesta, o la mujer del Istmo que porta con garbo
el traje de gala que por su fino diseño la distingue y con ello también
distingue a Oaxaca ante México y a México ante el mundo entero.
En ocasión del cuarto centenario
de la expedición de la Cédula Real que concedió a Oaxaca —entonces llamada
Antequera— el título de Ciudad, en 1932 se llevó a cabo por primera vez el gran
homenaje racial al pueblo oaxaqueño. En la “Rotonda de la Azucena”, como desde
entonces se conoce a la explanada ubicada en el Cerro del Fortín, que es una
gran ventana a la ciudad, se celebró una fiesta que reunió a delegaciones de
todas las regiones del estado. Es importante recalcar que sucedió
principalmente como una celebración de la hermandad entre oaxaqueños. La
Cañada, la Costa, el Istmo, la región Mixteca, el Papaloapan, la Sierra Norte,
la Sierra Sur, los Valles Centrales, son un mismo Oaxaca, que atesora la
diversidad natural y cultural de cada región, pero se mantiene unido. Que lucha
contra su duende y lo hace gozando.
García Lorca señala que “todas
las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es
natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas
necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren
de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto”.
La música y danza oaxaqueñas se
valen de la poesía mixe, mixteca, mazateca o zapoteca. Son legado milenario que
se preserva con alegría porque define lo que somos. Así también la artesanía de
los textiles, bordados a mano en las comunidades de origen de quienes bailan.
Ese tesón por tejer un traje durante meses se acrecienta con la expectativa de
la representación. Es decir, la sola idea de ir a la capital del estado a
mostrar lo mejor de nuestro pueblo, donde nacimos y hemos crecido, es
suficiente para preparar lo más digno porque queremos que así nos conozca el
mundo. El quiénes somos es elevado a la dimensión estética.
La Guelaguetza recuerda el acto
de cooperar recíprocamente. Es una gran mayordomía, porque solo un verdadero
mayordomo es capaz de dar incluso lo que no tiene. Y en este sentido, el Pueblo
de Oaxaca entrega durante dos fechas simbólicas lo que tiene, pero no de lo que
le sobra. De ahí el acto de ofrendar, al final de cada baile, fruta, tortillas,
mezcal, artesanías, lo que nutra cuerpo y alma; de ahí el recordatorio
constante de que hay un pueblo en el Sureste de México que valora como ninguno
el don de convivir en armonía, el don de honrar la memoria antigua como
continuo presente.
En la comparación de García
Lorca: “El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por
encima, derrama su gracia y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o
su simpatía o su danza (…) la musa dicta y, en algunas ocasiones, sopla. Puede
relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada, que tuvieron que
ponerle medio corazón de mármol”.
El duende es distinto, quiere
decirnos. Explosión de emociones virtuosas, sangre que hierve de orgullo y
pasión, que no deja de celebrar la vida. En Oaxaca se regocija, salta y grita sinceramente.
Sacude los corazones de los visitantes con su desenfado contagioso, con su
pureza ociosa, con su manifestación sublime del espíritu humano.
El duende oaxaqueño —el que hace
de la Guelaguetza su casa— hubiera desafiado y fascinado a García Lorca.