domingo, 23 de septiembre de 2012

Noche veraniega

De repente las notas de piano a lo lejos. El ambiente medio frío alimentado por el viento que sopla por la ventana. En medio del cuarto, yo. Sin mayores preocupaciones que las de antes. Más acostumbrado al ecosistema que me atrapó cuando recién salí de la prepa, para no dejarme ir más que en una ocasión. Planeando viajes me encuentro, pensando en la prospectiva que lleva meses en crisis. He dejado de confrontar un tanto el pasado, porque dejó de ser útil para el estado de cosas.

Hoy me levanto y no hay qué comer en el refrigerador. El café no es lo mismo si se toma solo. Así que decido dar un viaje por la colonia. Encontrarme con el bullicio del pequeño mercado que macabramente siempre tiene un montón de flores en exhibición enfrente de la calle principal por la que siempre hay tráfico. Avanzo al empedrado bonito. El único del barrio, dirá mi mejor amigo. Me tranquiliza recorrerlo, quizá porque me devuelve la prospectiva. Creo que sería bonito vivir aquí, cerca de una alberca donde nadar todas las mañanas.

Sin rumbo fijo, sin nada qué hacer, me doy una vuelta por el centro comercial del sur. Ese donde ha pasado de todo. Desde robo a mano armada hasta el asesinato del contador de un narcotraficante célebre. Me acerco a los aparadores a comprobar el consumo en masa. No puedo sustraerme del que exhibe unos trajes estilo italiano; combinaciones otoñales se acercan, de manera que no resulta raro ver la publicidad de una marca inaccesible para el 99.9% de mexicanos en la parada de autobús más cercana a mi casa. Aquí me encuentro de vez en cuando, pensando en nada fijo. Atrapado por el periférico.

Fui a desayunar con mi familia de esta ciudad ayer. Tuve que recorrer de ida y vuelta cuatro horas, como siempre. También como siempre, vale la pena abrazar a mi abuela, una mujer de 91 años, pura cepa mixteca; platicar de cualquier cosa con mis tíos. Convivir pues. El mundo ha olvidado el significado profundo del término; prefiere vivir y ya; o sobrevivir y ni modo. Pero yo sigo necio en eso, lo de convivir. Me he acostumbrado a estar más tiempo solo, más que antes. He podido apropiarme un tanto lo que dice mi amigo el del estado vecino, "yo disfruto mi soledad". Aunque definitivamente hay ocasiones que no lo valen.

Vuelvo al cuarto regado de libros, revistas, periódicos, ropa sin planchar... descanso. Allá afuera todo es un caos. Aquí por lo menos tengo un poco de privacidad. Me reencuentro. Analizo lo de siempre, la otra realidad; la de mi computadora. Me encuentro de frente con ella. La misma sonrisa de antes. Los mismos ojos que coquetean todo el tiempo pero advierten que no cederán jamás. Me concentro en otra cosa. Escribir un poco. Disipar las dudas mediante la música de fondo. Desear que sea diferente, que por fin sea diferente. Porque inevitablemente siempre amanece, pero no quiero repetir amaneceres.

Quién sabe cuánto tiempo me quede. En realidad, ¿quién lo sabe? Yo simplemente quiero convivir. Ojalá y no sea un grito sordo. Tal vez haga eco en alguna persona especial, como la de los ojos, pero dispuesta a mirarme sinceramente.

martes, 4 de septiembre de 2012

Atardecer

Anhelaba dedicarse a lo que apasionaba sus mañanas y decaía en sus noches. Sin embargo, no estaba tan claro qué era. De niño dijo alguna vez que quería ser piloto aviador del ejército, pero movido por el buen nivel de vida de una tía que lo consentía, comenzó a anunciar que dedicaría la vida a la medicina, con alguna especialidad en cirugía plástica. Ahora, en medio de la remodelación de la oficina burocrática donde se le iban ocho horas de vida de lunes a viernes, empezó a decir que quería ser marinero.

No se refería a los marineros que sobre todo en los últimos años se enfrentan a una amenaza para el país, como no ha dejado de decir el presidente que sale en la televisión. Más bien, hablaba de marinero como quien habla de alguien que vive cerca del mar y trabaja haciéndose a la mar. Alguien que debe de nadar muy bien para salir adelante en su lugar de residencia, que come con frecuencia pescado mientras observa atardeceres en HD. Pues bien, ese ideal de vida se veía lejos, pero no imposible para Pedro José.

Su juventud se le había ido en la turbulenta ciudad capital, lugar de todos sus encuentros. Ahí había conocido a Sebastián, compañero de la universidad, quien pronto se ganó su afecto a base de nada. Y es que en realidad su amistad había surgido del puro gusto de convivir. Si se mira bien, ellos no tenían mucho en común, provenían de latitudes lejanas y crecieron rodeados de ambientes diferentes, pero ahí estaba, un lazo que se había creado y fortalecido en apenas tres meses. Hoy, ese lazo era lo que llaman "historia antigua".

Mientras Pedro José se encargaba de la rutina diaria y poco hacía fuera de pensar mucho, el buen Sebastián se ocupaba de sus propios problemas pero con mayores horizontes de solución, con mayor nivel de goce, con más libertad. Sus diferencias no tuvieron un origen como tal, pero parece que la vida orilló a ambos a una especie de alienación, en la que cada uno buscó una manera lejos del otro para superarla. Se volvieron prescindibles, cuando ya no se entendían si no se llamaban hermanos. Es triste decirlo, pero así era.

Hoy tenían una cita con el destino. Quedaron de verse a eso de las seis. No es claro que sucedía en esa estación de tren. Era como si la chispa de siempre en los ojos de Sebastián pudiese romper de tajo cualquier pasado digno de no recordarse. Al fin, siempre fue el gesto sincero, la mirada limpia, la sonrisa amable, lo que llenó de espontaneidad su amistad. Y es que, hay que admitirlo, Pedro José quiso navegar por primera vez el día que conoció al capitán. Así le decían a Sebastián.