Había
sido un día de locos. Amaneció temprano para él, como turista en su propia
ciudad. Contaba con el asilo de personas valiosas. El tipo de personas que te
brinda su ayuda desinteresadamente. En realidad, el mundo no estaba lleno de
ese tipo de personas. Por ello, había resultado gratificante encontrarlas
incluso más allá de esa ciudad tan suya a la distancia. Y es que había ido a
una comunidad enclavada en la sierra sur del estado; un pueblo en la ladera de
una montaña por la que pasaba la carretera que serpenteaba desde la capital del
estado hasta el pueblo donde adoran una imagen —a decir de los creyentes, muy
milagrosa— que sin embargo causaba la muerte de muchos de ellos al intentar
llegar multitudinariamente a ese santuario.
Precisamente
unos días antes de cuando se encontraba con las buenas personas, estuvo sentado
a la orilla del río del pueblo donde pasó la mayor parte de estas vacaciones
tan especiales. Estaba acompañado por un tipo único de personas que llenan la
vida de todo cuanto mortal existe en el mundo. Y con ellos disfrutaba de esos
momentos también tan únicos que de tan lento que transcurren se olvidan tan
rápido al volver a la rutina feroz. Ahí vio a decenas de peregrinos que
caminaban a la orilla del río, dirigiéndose con seguridad al santuario aquel,
porque de otro modo no hubieran llevado a cuestas las imágenes del objeto de
veneración.
Jamás
había sufrido la nostalgia que sintió apenas unas horas después de haber dejado
Sola. La verdad es que la expectativa enorme de encontrar un lugar desolado, se
tornó sorpresa inaudita, gozo prolongado y tristeza pasajera. De por sí era un
ser nostálgico, es algo que todo el mundo sabía, porque además se había
empeñado en mostrarlo a los demás, como quien promociona un producto poco
exitoso, sin comparar demasiado por supuesto. Así que aquella tarde, mientras
volvía a la ciudad de sus ayeres, se encontró perpetuamente solo. Sin más que
hacer que buscar ayuda del tipo de gente que te la brinda —lejos de entrar al
dilema de si desinteresadamente o no—. Porque llega el momento en que la ayuda,
más que llegar, se busca incesantemente, como por sistema. No es que sea
deseable, que por la vida se deba andar produciendo lástima entre los demás;
simplemente ocurre.
El
día de mañana habrá olvidado muchas de las vivencias lamentadas. Como por
ejemplo, que alguien bastante pobre le haya regalado cien pesos sin merecerlos
ni necesitarlos. Como que alguien más le haya dado medicinas necesitándolas
pero sin merecerlas, o como que alguien le haya hecho la vida feliz mucho
tiempo, pese a que él siempre lo tachaba de ser muchas cosas que francamente no
era, pero aparentaba muy bien, debido a su propensión, muy humana, de ser
sincero en sus defectos. En todo esto, en el camino desgastado de encontrar
defectos en el resto de las personas y no indagar lo suficiente, o mejor dicho,
no observar lo suficiente en su interior, permanecía una chispa de nobleza.
Porque en realidad quería ser una buena persona, pero sabía que eso no bastaba.
La verdad era que de buenos deseos estaban llenos los panteones, como reza el
refrán, pero también que incluso algunos ni siquiera llegaban a eso.
Últimamente
sentía la necesidad de olvidarse de todo aquello. Dejar de clasificar entre
buenos y malos; dejar la obsesión de distinguir entre la gente. Francamente no
había llegado a nada bueno con tanta dependencia; elaborando tantas veces el
buzón de quejas que, pese a ser oídas, no dejaban de ser quejas muy egoístas. Así
que esa noche, aún en la casa de las buenas personas, recordó la frase sabia de
quien había dado paso a sus días: “hay que fomentar el desapego”. Y no
encontraba nada más sensato para proseguir con su vida, monótona o como fuera,
pero su vida al fin de cuentas.