lunes, 31 de diciembre de 2012

Al margen, el desapego


Había sido un día de locos. Amaneció temprano para él, como turista en su propia ciudad. Contaba con el asilo de personas valiosas. El tipo de personas que te brinda su ayuda desinteresadamente. En realidad, el mundo no estaba lleno de ese tipo de personas. Por ello, había resultado gratificante encontrarlas incluso más allá de esa ciudad tan suya a la distancia. Y es que había ido a una comunidad enclavada en la sierra sur del estado; un pueblo en la ladera de una montaña por la que pasaba la carretera que serpenteaba desde la capital del estado hasta el pueblo donde adoran una imagen —a decir de los creyentes, muy milagrosa— que sin embargo causaba la muerte de muchos de ellos al intentar llegar multitudinariamente a ese santuario.

Precisamente unos días antes de cuando se encontraba con las buenas personas, estuvo sentado a la orilla del río del pueblo donde pasó la mayor parte de estas vacaciones tan especiales. Estaba acompañado por un tipo único de personas que llenan la vida de todo cuanto mortal existe en el mundo. Y con ellos disfrutaba de esos momentos también tan únicos que de tan lento que transcurren se olvidan tan rápido al volver a la rutina feroz. Ahí vio a decenas de peregrinos que caminaban a la orilla del río, dirigiéndose con seguridad al santuario aquel, porque de otro modo no hubieran llevado a cuestas las imágenes del objeto de veneración.

Jamás había sufrido la nostalgia que sintió apenas unas horas después de haber dejado Sola. La verdad es que la expectativa enorme de encontrar un lugar desolado, se tornó sorpresa inaudita, gozo prolongado y tristeza pasajera. De por sí era un ser nostálgico, es algo que todo el mundo sabía, porque además se había empeñado en mostrarlo a los demás, como quien promociona un producto poco exitoso, sin comparar demasiado por supuesto. Así que aquella tarde, mientras volvía a la ciudad de sus ayeres, se encontró perpetuamente solo. Sin más que hacer que buscar ayuda del tipo de gente que te la brinda —lejos de entrar al dilema de si desinteresadamente o no—. Porque llega el momento en que la ayuda, más que llegar, se busca incesantemente, como por sistema. No es que sea deseable, que por la vida se deba andar produciendo lástima entre los demás; simplemente ocurre.

El día de mañana habrá olvidado muchas de las vivencias lamentadas. Como por ejemplo, que alguien bastante pobre le haya regalado cien pesos sin merecerlos ni necesitarlos. Como que alguien más le haya dado medicinas necesitándolas pero sin merecerlas, o como que alguien le haya hecho la vida feliz mucho tiempo, pese a que él siempre lo tachaba de ser muchas cosas que francamente no era, pero aparentaba muy bien, debido a su propensión, muy humana, de ser sincero en sus defectos. En todo esto, en el camino desgastado de encontrar defectos en el resto de las personas y no indagar lo suficiente, o mejor dicho, no observar lo suficiente en su interior, permanecía una chispa de nobleza. Porque en realidad quería ser una buena persona, pero sabía que eso no bastaba. La verdad era que de buenos deseos estaban llenos los panteones, como reza el refrán, pero también que incluso algunos ni siquiera llegaban a eso.

Últimamente sentía la necesidad de olvidarse de todo aquello. Dejar de clasificar entre buenos y malos; dejar la obsesión de distinguir entre la gente. Francamente no había llegado a nada bueno con tanta dependencia; elaborando tantas veces el buzón de quejas que, pese a ser oídas, no dejaban de ser quejas muy egoístas. Así que esa noche, aún en la casa de las buenas personas, recordó la frase sabia de quien había dado paso a sus días: “hay que fomentar el desapego”. Y no encontraba nada más sensato para proseguir con su vida, monótona o como fuera, pero su vida al fin de cuentas. 

sábado, 22 de diciembre de 2012

Soliloquio de camión

Viajando hacia Oaxaca ando. Vengo como quien viene  de ningún lugar, porque mi lugar en el mundo está encadenado a dos obligaciones que se han vuelto monótonas en mayor medida, y un lugar que de algún modo esclaviza, no es un lugar digno de recordarse. Por ello, en un ejercicio de libertad, salir de esa ciudad es volver a donde uno se encuentra consigo mismo, y eso ya es mucho decir.

No vengo caminando, tampoco volando. Vengo en una conjunción de ambas, trepado en un camión que deja mucho que desear por lo incómodo y por lo inodoro. Contemplo el verde cafesino paisaje de los alrededores que anuncia que me encuentro en una región que siempre me ha acompañado: la mixteca. Muchos de sus habitantes, posiblemente por su mayor proximidad con la ciudad de México, se han ido para allá. Dos de ellos fueron mis abuelos, uno fallecido en 2010, la otra con más de 90 años de vida a la fecha. Por eso yo soy oaxaqueño, porque mis raíces no están echadas ayer. La familia de mi padre, sabrá Dios cuánto tiempo ha vivido en estas tierras que, sin embargo, parecen muy lejanas para mí.

Yo crecí en la ciudad de Oaxaca y hacia allá me dirijo. Por decisión estratégica o porque no les quedaba de otra, mis papás llegaron a vivir a Oaxaca. Lo hicieron cuando yo tenía tres años y apenas conocía el mundo. De mi niñez más lejana no recuerdo mucho y me siento afortunado de no hacerlo. Pero lo importante es que ahí me quedé mucho tiempo, otra vez, por decisión de mis padres o porque no me quedaba de otra. Estudié desde preescolar hasta preparatoria en escuelas de la ciudad. Pero sabía que tarde o temprano tendría que volver a donde nací: la ciudad de México.

Hoy regreso como viajero infrecuente, tiene cinco meses que no estoy en Oaxaca. Lo hago gustoso pero además lo hago sin nada que perder.  Antes me dirigía pensando en agravios, en nostalgias, en pasados, y hoy lo hago como quien invierte en un proyecto totalmente nuevo. Algo, por así decirlo, como una apuesta. Ciertamente, no he dejado de lado mi interés en  mi estado.  Si no, no habría trabajado hasta ahora dos años y medio en su gobierno desde la capital. Ahí también he aprendido muchas cosas. He madurado aspectos de mi carácter que pensé, o no pensé, que cederían algún día. Por eso vuelvo con convicciones, las que tanta falta me hicieron en lo que yo defino como una adolescencia prolongada.

Regreso a Oaxaca como estudiante y como trabajador. Vuelvo convencido de que las adversidades se han apoderado de la mentalidad de la mayoría de la gente, no sólo aquí, sino en el mundo entero. Y por ello, vuelvo para mostrar un rostro diferente. Aquí, me detengo para señalar que no estoy dispuesto a cambiar el mío a cambio de nada. Lo auténtico llegó para quedarse. La falsedad está en el entorno, pero éste ya no afecta como lo hacía. Al contrario, me da ánimos, cobro bríos, para encarar sin titubeos cualquier dificultad. Por eso vine a Oaxaca, porque estoy seguro de que no soy el mismo. Ahora asumo todos mis errores y no le temo al triunfo. 

viernes, 14 de diciembre de 2012

Pericia para subsistir

El ambiente que lo envolvía era el de una neblina no tan densa como para no ver, pero no tan ligera como para no tener que usar los faros. Y es que la navidad siempre venía acompañada de ese clima tan frío y llano. No estaba seguro de que fuera la navidad solamente, sino todo lo que de ella se decía antes y después de las fechas importantes. Porque todo giraba en torno a esas fechas, sin ellas no tendría sentido tomar vacaciones, comprar regalos y comer muchas cosas que no se comen en todo el año. Así que antes de navidad su panorama era algo gris. Lo que lo llevó a pensar que no sólo era por la navidad, en realidad era gris desde hacía ya bastante tiempo.

Rondaba por la avenida Álvaro Obregón, entre coches que rozaban sus piernas y sobre un asfalto remendado. Después de dos años era más pericioso, pero ello no significaba que tuviera más de una vida, toda vez que ésta casi se le va del cuerpo en su último viaje fuera de su 'hogar'. Reflexionaba entonces sobre sus posibilidades a futuro, al tiempo que hacía su balance final de año. 2012 había sido muchas cosas menos lo que se dice: un año axial, puesto que ése ya había sido 2011. Ahora reconocía los miles de momentos del presente como algo necesario pero ya. Nada nuevo en el curso de los hechos de los últimos meses. Ah... excepción era la amistad. Luego de años de reflexionar en torno a ella, discutir con mucha gente y huir de los momentos decepcionantes, se curó de espanto.

Entregaba revistas a domicilio como parte de sus obligaciones laborales. Pensaba, llegado a este punto, que de todos los oficios el de cartero le sentaba bien. Y es que pese al maltrato que recibía de no pocos, lo cierto es que le gustaba mucho eso de conocer calles en la ciudad de México. Era como si cada colonia tuviera sus escondrijos, lugares nunca antes vistos con todo y que pasaba por ellos desde hace tiempo. Además de que le gustaban los baños de sol, desde que su mamá en algún momento de su difícil adolescencia, le contó que de niño se los daba, porque pensaba que de ese modo crecería sano y fuerte. Claro que creció, pero aunque su condición no decía otra cosa, su mente siempre lo hacía sentir medio enfermo y débil.

Recibió tarde la invitación. Quizá después de todos los convidados al festejo. Era de esperarse luego de lo que se llama 'distanciamiento' con el amigo que conoció al entrar a la universidad. La verdad es que hace tiempo que las cosas no iban bien entre ellos. Después de decir varias o muchas veces que se querían y eran como hermanos, terminaron por tratarse con reserva. No mucha, pero en esto no es necesario el grado, el asunto es que se presente y... ¡bah! Ya sabemos que pasa cuando las personas empiezan a desconfiar. Nunca termina en algo bueno. Así que en ese paseo por la Roma y la Condesa, analizaba sus demás relaciones personales, para pensar si sucedía con alguien más lo de la reticencia. Encontró que no, pero con los demás la reticencia era algo ya supuesto. Es decir, no  pensaba en la posibilidad porque desde el principio la había asumido.

Apenas había pasado un día de que pasó la mañana en la universidad con lo que denominaba excelente compañía. Su padre había venido a la capital de visita y aprovechó para invitarlo a conocer su alma máter. Hizo extensiva la invitación a Edwards, su amigo de toda la vida. Ahora, conviene precisar a qué se refería con lo de "toda la vida". En efecto, no habían pasado más de seis años que se conocieron, pero el sentimiento que los unía era el de toda una vida. Antes había pensado en los factores que dieron pie a su amistad, pero seguía sin concluir cuáles fueron. De lo que estaba seguro es que difícilmente encontraría a otro amigo así. La sociedad de su tiempo no era la de antes, si es que la de antes es como algunos la describen. Se refería a que la gente actual era frívola, por decir lo menos. Muy indiferente por decirlo serio. Y no seguimos con decirlo de otra manera.

Antes de lamentarse otra vez en alguna circunstancia de la vida. Antes de pensar fatalmente en el porvenir, como si la neblina de ese camino que recorría justo ahora lo cubriera hasta no ver nada más, como aquella vez perdido en el bosque tragado por la ciudad, sin dinero y lleno de miedo, estaba la noción de que la amistad verdadera sí existe. Y no es tan perfecta como algunos idealistas piensan. Al contrario, suele ser complicada, con sus altibajos, como todo en esta existencia. Pero vale la pena tener un amigo así, alguien 'no como de' sino de-la-familia. Por ello, esa noche, luego de recibir la cancelación más reciente a un compromiso del tipo 'amistad', se acordó que no era la primera vez y por lo menos la navidad se veía muy cerca... de su hogar.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Libros, libros y más sueños

Los rayos de sol iluminaban la ventana amplia del autobús al que se había subido cinco horas antes. Se despabiló pronto para admirar el hermoso amanecer del Bajío, región ignota de paso a la Perla de Occidente. Sus pensamientos revoloteaban y no se encontraba en el comienzo de su trayecto, el primero que voluntariamente realizaba solo. Lo mismo entonces que cuando llegó a Guadalajara a media mañana. Como Dios le dio a entender trepó a un camión que lo llevaría al centro de la ciudad. Y eso de aceptar consejos de cualquier peatón no es precisamente lo más adecuado, aunque cuando se tiene como única referencia la búsqueda en Google maps, es la opción.

Una hora y muchas cuadras después llegó al hotel donde reservó (otra vez guiado por consejos de la red) una habitación económica. Su sorpresa fue encontrar algo que en otro contexto llamaban "cinco letras", y en vez de sucumbir a la clásica escena de darse un manotazo en la frente, decidió aceptar su cruel destino. Afortunadamente, para él desde luego, la terminal de la recepción no servía y puesto que no tenía donde caerse muerto además del mar de crédito, partió sin rumbo fijo pero con un olor que espantaba a tres metros de distancia. Subió a un camión, éste menos cómodo que el anterior, y supo que se encontraba en Guadalajara (qué tal si todo era un mal sueño) cuando un sujeto con aspecto raro, dicho así nomás, se subió a vender el escapulario de san Benito XIV, en súper oferta que regalaba la oración especial, obviamente del tal Benito. Era tan efectiva su oratoria confesional, que no solo vendió varios, sino que lo terminó convenciendo de que México es católico por gusto, no por necesidad.

No surtió efecto la bendición del XIV ése porque apenas dos cuadras más adelante el camión le voló el espejo a un taxi. Parecía escena de gallegos. Nadie se ponía de acuerdo, además de que no se entendía lo  que hablaban, y los pasajeros... peor que espectadores de un  juego de golf. Finalmente tuvo que bajar, como todos los demás, sin goce de reembolso de pasaje, y tomar el primer camión que dijera algo parecido a cerca, en un lugar desconocido. Llegado a este punto sí se dio el manotazo. Cuando por fin se cansó de pensar sin coherencia, notó que a su alrededor había edificios más viejos que por donde estaba el motel. Maleta al hombro y mochila a la espalda, ya no aguantaba nadar en sus propios jugos; así que optó por el despilfarro. No tenía alternativa. Era eso o perderse en algún lugar de mala muerte, que también los hay, ahí. Cuando vio que sobresalía el "Eco" después del nombre de un hotel con facha de caro, se metió sin dudarlo. Ya dentro no lamentó tanto pagar el doble de lo planeado. "Bañarse es un lujo", pensó.

Tenía tanta hambre que se imaginó sus comidas favoritas servidas en la misma mesa después de haber jugado (lo cierto es que hace tiempo ni corría) fútbol una tarde completa. Comió pozole como por deber moral. Aquí conviene enunciar que en cualquier relato la única verdad está dada por la máxima "barriga llena, corazón contento". Si no, todo el relato toma un rumbo distinto, sesgado por la falsedad de que la comida es algo accesorio. Pues hay lo tienen, perdido pero contento porque ya comió. Subiéndose a otro camión, mirando a cuanta tapatía se le cruza por el camino y de repente, ¡ahí está! ¡La FIL ahí está! Fue a la capital de las tortas ahogadas porque quería empaparse de la cultura del libro. Consecuencia, claro, de que se había convencido que los libros hacen mucho más que dejarse leer. Los libros transforman la vida de los seres humanos, la hacen noble, la dotan de significado, la determinan a cumplir sueños.

La escena magnífica, la gran entrada, la muchedumbre pululando. CHILE, se lee en el primer pabellón, el de bienvenida. La paradoja consiste en que el país invitado se convierte en el anfitrión de la máxima fiesta de letras de hispanoamérica. Y más adelante, las avenidas, las calles, los callejones y las plazas, la gran ciudad de los libros hermoseando lo que sin más es un galerón gigantesco. Luego de haber pensado que era mejor volver por el mismo camino por donde llegó (sobre todo en las primeras dos horas de su estadía) se dijo que había valido la pena. Fue a la sala de prensa, tomó del clásico café que de tan malo sabe sabroso. Anunció en su perfil (cómo no hacerlo) su buen estado físico y mejor mental, para luego presenciar algunos eventos. Hasta aquí, el narrador de este relato lo había acompañado con reservas. Es conocido el mal genio que tiene; dicen que a veces ni él se aguanta. Pero parecía muy contento, viendo libros, oliéndolos, tocándolos. En fin, su capacidad de asombro puesta a prueba cuando creyó haberlo visto todo horas antes, en el amanecer aquel que destellaba en sus pupilas cafés por entre sus párpados cansados.

Solo resta añadir que, ese mismo día, el pesimismo lo hubiera derrotado frente a un televisor o monitor, o un televisor que funciona como monitor. El optimismo lo hubiera llevado a imaginarse todo lo que estaba viviendo, pero solo a imaginárselo. Pero la realidad, mucho mejor que cualquier 'ismo', lo tenía ahí, ejercitando los párpados en las páginas de miles de sueños... que si te propones leer se hacen realidad.

martes, 20 de noviembre de 2012

Único

El recorrido en metro no era ninguna novedad. Todos los días lo tomaba de distintos puntos para dirigirse a dondequiera que el destino lo requiriera. Aunque el desdichado, generalmente solo lo llamaba a trabajar después de ir a la universidad, a donde se llegaba en camión.

Las últimas horas fueron de la efervescencia que resulta de verse envuelto en una decepción que pasa rápidamente a un estado de felicidad inaudito. Sobra contar la historia de qué y por qué. Lo importante en todo caso es señalar que se llevó nuevamente una gran lección de quien era su único amigo en el mundo. No porque no tuviera otros amigos, por supuesto que sí, pero su único amigo era su mejor amigo, quien le había demostrado en más de una ocasión que lo importante no es decirlo o, si se quiere, gritarlo a los cuatro vientos, sino realizar actos magnánimos en el trajín de la vida cotidiana. Eso sí que es difícil de lograr y vaya que lo conseguía guiado por quién sabe que fuerza de voluntad solo explicable de la mano divina.

Esa mañana caminó hasta la estética de la colonia para cortarse el pelo. Evidentemente no lo iba a hacer él, sino la mujer de rostro fino que con mucha calma usaba diestramente las tijeras en la maraña de cabellos que hacían ver su cabeza como un nido de pájaros. Pero no estaba. La esperó durante un rato y no apareció. Así que decidió marcharse al trabajo, qué más daba si llegaba temprano.

En el camino, comprobó una vez más que los camiones no son suficientes. Como si se tratara de una lata de sardinas, las personas se agolpan para entrar en los camiones verdes que circulan por el periférico de la ciudad. Ahí, encaramado en el último escalón apenas y se tiene sensación de ser humano. Más bien se piensa como un mueble insignificante siendo transportado hacia el inventario del que no ha de salir. Llegado a la estación es una libertad semejante a la de escapar de un reclusorio. Uno toma el aire de una bocanada y le sabe a agua, aunque evidentemente no lo sea, y quizá tampoco aire.

Ernesto se sumió en sus pensamientos cuando cruzaba por el monumento a los dos siglos de independencia de su país. Lo era porque ahí nació, ahí creció, pero sobre todo porque nunca había salido de ahí. Hasta donde había llegado no le habían requerido el pasaporte y mucho menos una visa. Así que se sabía condenado a pertenecer a esa identidad que no pidió pero que lo llenaba de orgullo, quizá por pura inercia colectiva. Cuando escuchó provenir de la plaza, al pie de lo que parece un multifamiliar de ardillas, el sonido de una cumbia sureña, se detuvo y observó a una especie de grupo alternativo, lo que sea que eso signifique, enfrente de él. Hasta había seguridad y toda la cosa dispuesta para un concierto. Apenas eran las dos de la tarde.

Ya no recordaba que había antes de que llegara la parafernalia de ese monumento sin sentido. Vagamente rondaba su mente la idea de una extensión del sucio paradero colindante, el de metro Chapultepec. Claro que no era nada significativo para haberlo olvidado tan pronto. Ahora se dirigía de regreso a casa en compañía de tres amigos del trabajo. Los tres con historias propias y seres queridos esperándolos en algún lugar del mundo. Las penas con burlas son menos, y ahí se encontraban riéndose de las situaciones baladíes de la vida a las que uno le otorga tanta importancia que llegado el punto de que se dejaron muy atrás, dan pie a que uno se dé de topes por haberse permitido semejantes frustraciones pasajeras.

En fin, algo así era la vida de Ernesto un día de invierno prematuro que nunca vio el otoño más allá de las lunas del mes anterior que le recordaron la verdad de vivir bajo el mismo telón que ella y él y ellos. Todos quienes hacían de su vida una calle de doble sentido, sin la que no tendría propósito vivir. Al menos no, tomando en cuenta que hace tiempo había dejado de creer en el tiempo lineal y se había aferrado a la teoría del tiempo cíclico. ¿En qué punto del círculo se encontraba? No lo sabía, pero al menos sí que la fórmula de seguir viviendo era igual a no dejar de creer en el amor incondicional entre amigos. Aunque a veces el ejemplo provenga de uno solo, el único, alguien que sí sabe aplicar la fórmula.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Otoñal

Al mediodía, pasadas las dos de la tarde, salió a caminar por la colonia. El mercado estaba como siempre, en cualquier temporada tenía vida propia. Pasó al local de mariscos y pidió un caldo, nada mejor para amainar el gélido ambiente que se apoderó de la ciudad hace unos días. Se hundió en sus pensamientos acerca del fin de semana, como intervalo de tiempo que acompañaba melancólicamente su vida desde que era niño. Pensaba si siempre, desde que tuvo uso de razón, había percibido los sábados y domingos como algo ajeno a la vida normal.

Apenas ayer recorrió toda la ciudad de sur a norte para ir con la familia. De buena gana comió con su ancestra, la más longeva persona con la que convive. Un tesoro de sabiduría que afortunadamente tiene el gusto de descubrir cada semana. Cuando viajaba por la ciudad se presentaban dos situaciones: podía leer de lo mejor; o podía dormir de lo mejor. En el primer caso, generalmente ocurría con novelas o cuentos, porque teoría lo que se dice teoría, no podía leer muy bien; en el segundo, se perdía al recargarse en la ventana. Lo arrullaba profundamente el motor de los camiones, a veces incluso la música estridente que, en cualquier género, acompañaba los recorridos diurnos o nocturnos.

Hace un año se encontraba en su tierra natal. Reconociendo los lugares emblemáticos del patrimonio cultural humano que se pierden entre las calles y callejones que convergen en las plazuelas únicas llenas de árboles centenarios. No recordaba si muy solo o no lo suficientemente acompañado, se perdió por esa ciudad tan suya. Hoy, al salir del mercado, extrañaba tanto esa tierra tan suya. También su casa, perdida en medio del campo a las afueras de la ciudad. En ese lugar llamado por alguna razón desconocida La Capellanía. Hace años no soportaba vivir por ahí y ahora lamentaba profundamente no poder respirar su aire, llenarse de su ambiente, caminar por los pastizales sin mucho arreglo, conviviendo con la fauna de cualquier campo-urbano.

La provincia y la capital, tan unidas desde siempre, hoy se encontraban más lejos que nunca. Llenas de vida a su manera, se perdían en el pensamiento turbulento que no lo dejaba comer en paz. Volvió a su solitario cuarto, pero ya no se sentía solo. Había dejado de lamentarse por el curso de los tiempos actuales en los que se ve al mejor amigo cada dos meses. En los que se pierden amigos en cada oportunidad que despreciamos de hacerlos, por estar ocupados en asuntos más importantes. Así las cosas, durmió largo rato, estudió, siguió estudiando y finalmente cenó un sándwich  Cada vez ganaba más práctica en la preparación de emparedados y, por lo que decían los demás, cada vez sabían mejor.

El  otoño cobraba bríos. La ciudad se vaciaba en mayor medida con el paso de los días. Por alguna razón, fuera de consideraciones vacacionales, esta época era de una convivencia desértica o por decirlo de otro modo, de convivencia muy escasa. Por eso soñaba con salir pronto, muy pronto, de los intestinos de esa capital. Quería salir corriendo a una capital muy occidental, lo suficiente, como para enamorarlo con su feria internacional del libro y con todo lo que conllevaría. Seguramente conocería personas nuevas y soñaba, entre ellas, conocer a una linda y especial tapatía. Una intelectual algo solitaria, como él, que acudiera a la fil con el mismo entusiasmo. Entonces, tal vez, en el pabellón dedicado a Chile, discutirían sobre Keret o Calvino, sobre el bochornoso episodio político del año pasado o sobre la música de Sabina y Serrat. Entonces, tal vez, en algún receso, se darían un beso enfrente de la Minerva.  

lunes, 22 de octubre de 2012

Aquello que nos diste

La gente corre, quiere apartar los mejores lugares que ya tiene. En pareja, sola, en grupo, en masa, se dirige a las varias entradas del recinto. Yo voy con la que me enseñó esta música; ni modo que no. Es la primera vez que veré al compositor de tantas fantasías, al poeta que por tantos años me ha inculcado la pasión por amar la música y con ello gran parte de la vida.

Ya en los asientos, la tensión aumenta hasta un punto de catarsis. Previamente, los cantantes que siempre abren un concierto hacen su mejor esfuerzo por dominar un coloso que poco a poco se va llenando. El foro sol, así le dicen, está al oriente de la ciudad de México. Llegar no fue difícil, pero sí costó. Para mí son cosas diferentes. Porque el metro siempre es una gran ventaja, pero correr para ser puntuales, con la escasa condición física de mi presente, fue un gran reto. Sabíamos, sin embargo, que empezaría tarde. La aparición estelar de Alejandro llegaría una hora después de la hora anunciada. El lugar común se cumpliría: La espera valió la pena. Pero siendo honestos, ¿cuál pena?

El efecto de luces inicial fue fantástico. La silueta de él cargando en la mano su guitarra por entre tres velas desapareció al momento que empezó con una canción del nuevo álbum, la que dice en una frase: "Miro mi reloj, el tiempo corre porque es un cobarde". Nada más cierto, pensaba, pienso, pensaré. El gritódromo a mi alrededor apenas me distrajo del escenario que sólo descuidaba para mirar a mi alrededor a las decenas de miles de personas que ahí estaban conmigo. Siempre peca uno de preciso con eso de "decenas de miles", aunque la cifra oficial haya sido 53 mil lo cierto es que en aquel tiempo y espacio uno piensa que el mundo entero lo acompaña.

Siguieron temas intercalados: los nuevos, los de siempre. Ambos magníficos. Y es que se pierde la objetividad al escribir sobre este suceso, porque este autor simplemente me ha enamorado de su música. Así, grité cuando tocó Labana, para dar pie a Quisiera ser; cerré los ojos e imaginé todo con Hay un universo de pequeñas cosas, sentí mi adolescencia con Me iré. Sin duda, no esperaba que un concierto fuera tan rápido y a la vez tan lento. Sumamente parsimonioso y, ¡de pronto!, intempestivo. El interludio, si se le puede llamar así, contó con un dueto, nada malo por cierto, que inicio con Lo ves, un tema que coreo como ferviente novio venido a menos desde que era niño, para dar pasó a Mientes, tema que no es ninguna declaración contra usted, lector, ni contra mí, de parte de mi alter ego escritor.

Los músicos en lo suyo, haciendo llorar a sus instrumentos, hasta el punto que uno no sabía si estaba con Sanz o en un concierto de Metallica. Mezcla insaciable de ritmos que contenía el firmamento de esta capital mientras un impertinente helicóptero que hacía pensar en la posibilidad de que un empresario o político poderoso se hubiera lucido con una dama, nos sobrevolaba sin hacer mucho ruido, o haciéndolo sin que se notara con tan sublimes notas. Entonces vino la introducción mágica: "Esta canción la escribí hace 15 minutos..." ¡Mi soledad y yo! Pero nada de eso en aquel momento, sentado junto a una chica que no dejaba de dar de gritos; canté a voz en cuello. Sabía que era un momento irrepetible. Momento cúmulo de momentos, justo ahora... en octubre, el día de la 'raza', a unos días de ser un año más viejo, nos descubrió que La música no se toca.

Mi marciana fue algo así como el último tema oficial, porque después vendrían los clásicos, a petición del "otra, otra", tan característico de esta región del planeta. Romantiquísimo tema, que me recordó a una marxiana que se está ganando mi corazón. Luego Ella (no la marciana, la canción) precedió el cierre con Amiga mía... Entonces fue cuando 15 años de mi vida pasaron delante de mis ojos. Y recordé a una amiga no tan mía, a la que le quedaba por completo la canción, claro, cantada por mí; porque de otro modo no creo que le quedase. Un concierto que duró dos horas casi exactas, minutos todos estos en los que me emocioné como hace mucho no lo hacía; como nunca, de la mano de un cantante, lo había hecho.

Finalmente, creo que todo lo anterior justifica y al mismo tiempo no justifica el uso de las cámaras de foto y vídeo en un concierto. Es como un intervalo en el que se suma y se resta al parámetro. Suena raro, ya sé, pero no se me ocurre otra cosa para señalar que el justo medio es vivirlo; la resta es no disfrutarlo tanto por estar con la toma; la suma viene dada por la imagen para la posteridad, que la hará forzosamente más inolvidable que el recuerdo llevado en el corazón. ¿Por qué esta conclusión? No sé. A lo mejor porque lo único que iba a concluir era una cita, el titular de la sección de espectáculos al día siguiente en el diario que acostumbro leer: SANZTÁSTICO. Y la verdad, qué gran definición de aquello que nos dio Alejandro Sanz.


jueves, 11 de octubre de 2012

Fantástica somnolencia

Un ataque de somnolencia lo perseguía por los andrajosos caminos de a diario. No obstante que afirmaba tener mejor sueño que un chofer de tráiler, perdía el sentido de la realidad apenas se recargaba en la ventana de algún camión. Bueno, también de otros tipos de transporte, pero los camiones eran idóneos para dormir entre sede y sede de la rutina que con tesón se había esforzado en vencer, y ahora parecía que se lo había tragado.

Las manías por Elena cedieron al aburrimiento de encontrarse tomando todas las mañanas el mismo café insaboro. De pronto, la vida le parecía menos atractiva no porque hubiera dejado de basarse en ella, sino porque ella era el anterior aburrimiento. Aunado al sueño, hacía que tomara los periplos como algo normal. Y es que hacía tiempo que ya no se quejaba por el tiempo perdido trasladándose de un lugar a otro. Justamente hoy abordó un taxi para poder llegar "a tiempo" al trabajo. Y no es que le preocupara mucho la puntualidad, sino más bien, se apoderaba de él la extraña sensación a la que se había mal acostumbrado, de estar en un estado de tensión permanente, como si tuviera que bajarse en la próxima estación y el vagón estuviera lo demasiado lleno como para salir. Por eso optó, aunque con desconfianza, por el primer taxi que vio.

La conversación hacia la estación de metro más cercana se basó en las cosas de las que suele hablarse en un taxi manejado por un conductor que maneja como un maníaco: la falta de pericia de los otros conductores, la pérdida de tiempo por el mercado sobre ruedas, la ruta desconocida que todos los días recorre este chofer que no conoce la precaución... Entonces llegaron, pagó con 50 quintos y el taxista le quedó a deber un peso. Tal vez por eso el exceso de gracias. Finalmente, algo bueno debe dejar ser tan agradecido.

Durante la mañana se dedicó a la reflexión de varios problemas del mundo y de su vida. O por decirlo de otra manera, de su vida-mundo. Si algo tenía de bueno esa clase era que lo hacía ver muy ignorante, un completo iletrado, alguien que nunca entendió de geografía y confunde lo mismo Bruselas con la zona entre Alsacia y Lorena, que Los Alpes con Los Pirineos. Que le iba a ser, nunca entendió bien para qué el exceso de líneas en los mapamundis. El profesor chileno (sí, de uno de esos espacios rodeados de líneas) era extraordinariamente bueno. Su conocimiento de la historia de las ideas políticas y la vasta cultura general con que abordaba cualquier problema, le animaban a emularlo. Ya tan pronto, a punto de no rebasar la mitad del grado, ya soñaba con ser conocido como el profesor Arteaga. A fin de cuentas, era dueño de imaginarse cualquier futuro, que para eso no se estudia.

La segunda mañana, como le decía a la clase de estadística, sirvió para aprender cómo era la ciudad hace treinta años, cuando este profesor que le pone tanto empeño a que sus alumnos aprendan, trabajaba en los ministerios de Turismo, primero, y de Energía, después. Arteaga se llenó de coraje al enterarse que el diligente hombre, ¡hacía media hora de la universidad a la zona de Polanco! Eso, bromeaban sus compañeros, ya no se hace ni a la glorieta de Vaqueritos. Y  probablemente tenían razón. Esta urbe es un caos, pensaba Arteaga. No sólo era que estuviera algo harto del aburrimiento y cansancio que cargaba a cuestas, sino que con más frecuencia se fastidiaba de la mala educación de las personas. Una forma de comportarse caracterizada por el atropellamiento. Había analizado que al salir de su casa, todo el mundo caminaba sin fijarse quién caminaba enfrente. Así, sin ninguna coordinación, chocando, insultando e incluso golpeando, lo mismo niños que adultos. Y eso que se ponía de ejemplo el inicio del día. Imagínense el final.

Sostenía la idea de que siempre amanece de nuevo, pero últimamente decía que ya no quería ver los mismos amaneceres. No se fijaba tanto en los entornos climáticos como en los motivos para emprender la despiadada ruta de transporte público que ya le cobraba con un dolor de espalda permanente, el abusar de ella. Como sea, tenía por delante un deber qué cumplir. La suerte no estaba echada. No había rumbo fijo ni ahorro a largo plazo. Sólo ganas de proseguir, desafiar los impuestos que sujetan la libertad a un orden siempre cuestionable que sin embargo la gente estaba dejando de cuestionar. Ahí estaba él, a punto de cumplir 20 años, sumergido en las fantasías propias de una edad en ciernes. Había aprendido que las fantasías inevitablemente lo acobijaban. Sin importar que fueran irreales, le brindaban un reconfortante abrazo que nadie podía darle. Tal vez a eso Murakami se refería: "No se deje llevar por las apariencias; realidad no hay más que una". Y su realidad era una fantasía que le permitía levantarse sin mirar por la ventana.

lunes, 1 de octubre de 2012

Octubre, 2003

La secundaria estuvo como siempre, bien. Para qué negarlo, el relajo que se arma en las clases es fabuloso. Hemos cerrado el salón de español para jugar fútbol dentro de él mientras se va a no-sé-dónde la maestra Petra. Además de tomar biología, historia, matemáticas y taller de lectura, hoy desayuné dos sincronizadas. Antes que el recreo terminara visité a mi amigo el doctor. Con él platico de lo poco que entiendo del mundo de los adultos y él me hace ver que mi situación es como estar en un camino que se enfrenta a una Y. Estoy consciente de ello, pero asumo que es por gusto propio. De tantos líos en que me meto, este ha sido uno fácil de sortear, o eso creo.

Desde hace días por la ciudad los árboles florean de color lila. Creo que ese es el color o quizá sólo se acerque, pero es único y especial. Pocas veces se puede ver un espectáculo así y sin embargo la gente no parece admirarlo. Sobre todo mis compañeros que se la pasan destrozándose con insultos de todo tipo. No me meto con los apodos porque yo también le he entrado y me he burlado de más de uno, pero en esa dinámica que a veces produce tantas carcajadas sonoras, me siento atrapado. Siento una desesperación lenta que se acrecenta a medida que sugieren quién será el próximo al que le harán bolita o al que sapearan o aplicarán uno de esos juegos pesados. Aquí es imposible sustraerse del ambiente.

Pronto cumpliré 14 años y entraré a la segunda parte de esta etapa. Pensar que tan sólo hace unos meses me encontraba todavía en la primaria. Era una época de mayor tranquilidad en cuanto a tareas y la verdad también en cuanto a la familia. Ahora que mis padres tomaron rumbos distintos he tratado de entretenerme para superarlo. Al principio sólo fue jugar videojuegos pero me he dado cuenta que mi pasión es el fútbol  Quisiera ser delantero de un equipo profesional, que la gente viera en mí al héroe que puede conseguir lo que se propone. Pero evidentemente hay muchos mejores que yo delante. Nada más ahora me doy cuenta de los trucos de Raúl y Jonathan. Son muy buenos.

Creo que me convendría más dedicarme a alguna profesión. Antes quería ser médico porque veía que ganan mucho dinero. Es triste porque no me movía la razón de ayudar a los demás sino pensar que puedo tener mucho dinero. Ahora me he dado cuenta que se me da la facilidad de hablar en público y expresar lo que pienso. Sin embargo, últimamente no he tenido mucho tiempo para pensar en otra cosa que Anita. Mi vecina es muy linda, aunque lo que tiene de linda lo tiene de delgada. Como sea, me gusta, el otro día incluso nos dimos un beso, y aunque no fue el primero para mí, me gustó como si lo fuera y pienso recordarlo siempre. Con ella y sus primos juego por las tardes. A veces por eso no termino mis tareas y al otro día las acabo de último momento cuando voy camino a la escuela. Diario me levanto a las 6 de la mañana, llego a las 7 a la escuela y de ahí hasta la 1.30 de la tarde que me voy al trabajo de mi mamá.

Mi vida parece ser una rutina. Sin embargo, con todo, es una rutina que me agrada. No más que mis tiempos de primaria, pero inevitablemente uno crece. Y ahora, con el fútbol  la oratoria, Anita... No me va tan mal. En 10 años me veo en la capital del país, estudiando en una de las mejores universidades. Creo que optaré por economía porque he visto que los últimos presidentes de la república estudiaron eso, según para combatir la pobreza. Y por donde yo vivo hay mucha gente pobre. Es triste ver que se pelean por comprar un refresco. En eso consisten las retas que jugamos. Uno va, se fijan 10 goles, y después de dos horas el equipo ganador se lleva un refresco de 3 litros. El cansancio no se repara con eso, cada que juego llego a cenar con mucha hambre y veo que mi mamá también hace arduos esfuerzos para alimentarme.

En fin, pronto será mi cumpleaños y creo que queda mucho por hacer en mi vida. Al menos tendré un pastel para celebrar con mis amigos de la cuadra. A lo mejor alguien en la escuela me regale algo. Finalmente tengo a mis padres, cada quien en su casa, pero los dos. Y yo aquí, esperando que llamen a la reta. Y yo aquí, esperando crecer rápidamente, correr, gritar, reír, soñar, patear... Leer. Por cierto, el otro día Petra nos dio a escoger un libro en la dinámica de los viernes de lectura. Tomé el de un tal Italo Calvino. Me gustó el título: El barón rampante. Pero la verdad me ha dado flojera abrirlo. Lo terminaré antes del 18 porque pienso que se trata de un tipo con problemas. Tal vez me ayude a entender mejor mi corta vida.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Noche veraniega

De repente las notas de piano a lo lejos. El ambiente medio frío alimentado por el viento que sopla por la ventana. En medio del cuarto, yo. Sin mayores preocupaciones que las de antes. Más acostumbrado al ecosistema que me atrapó cuando recién salí de la prepa, para no dejarme ir más que en una ocasión. Planeando viajes me encuentro, pensando en la prospectiva que lleva meses en crisis. He dejado de confrontar un tanto el pasado, porque dejó de ser útil para el estado de cosas.

Hoy me levanto y no hay qué comer en el refrigerador. El café no es lo mismo si se toma solo. Así que decido dar un viaje por la colonia. Encontrarme con el bullicio del pequeño mercado que macabramente siempre tiene un montón de flores en exhibición enfrente de la calle principal por la que siempre hay tráfico. Avanzo al empedrado bonito. El único del barrio, dirá mi mejor amigo. Me tranquiliza recorrerlo, quizá porque me devuelve la prospectiva. Creo que sería bonito vivir aquí, cerca de una alberca donde nadar todas las mañanas.

Sin rumbo fijo, sin nada qué hacer, me doy una vuelta por el centro comercial del sur. Ese donde ha pasado de todo. Desde robo a mano armada hasta el asesinato del contador de un narcotraficante célebre. Me acerco a los aparadores a comprobar el consumo en masa. No puedo sustraerme del que exhibe unos trajes estilo italiano; combinaciones otoñales se acercan, de manera que no resulta raro ver la publicidad de una marca inaccesible para el 99.9% de mexicanos en la parada de autobús más cercana a mi casa. Aquí me encuentro de vez en cuando, pensando en nada fijo. Atrapado por el periférico.

Fui a desayunar con mi familia de esta ciudad ayer. Tuve que recorrer de ida y vuelta cuatro horas, como siempre. También como siempre, vale la pena abrazar a mi abuela, una mujer de 91 años, pura cepa mixteca; platicar de cualquier cosa con mis tíos. Convivir pues. El mundo ha olvidado el significado profundo del término; prefiere vivir y ya; o sobrevivir y ni modo. Pero yo sigo necio en eso, lo de convivir. Me he acostumbrado a estar más tiempo solo, más que antes. He podido apropiarme un tanto lo que dice mi amigo el del estado vecino, "yo disfruto mi soledad". Aunque definitivamente hay ocasiones que no lo valen.

Vuelvo al cuarto regado de libros, revistas, periódicos, ropa sin planchar... descanso. Allá afuera todo es un caos. Aquí por lo menos tengo un poco de privacidad. Me reencuentro. Analizo lo de siempre, la otra realidad; la de mi computadora. Me encuentro de frente con ella. La misma sonrisa de antes. Los mismos ojos que coquetean todo el tiempo pero advierten que no cederán jamás. Me concentro en otra cosa. Escribir un poco. Disipar las dudas mediante la música de fondo. Desear que sea diferente, que por fin sea diferente. Porque inevitablemente siempre amanece, pero no quiero repetir amaneceres.

Quién sabe cuánto tiempo me quede. En realidad, ¿quién lo sabe? Yo simplemente quiero convivir. Ojalá y no sea un grito sordo. Tal vez haga eco en alguna persona especial, como la de los ojos, pero dispuesta a mirarme sinceramente.

martes, 4 de septiembre de 2012

Atardecer

Anhelaba dedicarse a lo que apasionaba sus mañanas y decaía en sus noches. Sin embargo, no estaba tan claro qué era. De niño dijo alguna vez que quería ser piloto aviador del ejército, pero movido por el buen nivel de vida de una tía que lo consentía, comenzó a anunciar que dedicaría la vida a la medicina, con alguna especialidad en cirugía plástica. Ahora, en medio de la remodelación de la oficina burocrática donde se le iban ocho horas de vida de lunes a viernes, empezó a decir que quería ser marinero.

No se refería a los marineros que sobre todo en los últimos años se enfrentan a una amenaza para el país, como no ha dejado de decir el presidente que sale en la televisión. Más bien, hablaba de marinero como quien habla de alguien que vive cerca del mar y trabaja haciéndose a la mar. Alguien que debe de nadar muy bien para salir adelante en su lugar de residencia, que come con frecuencia pescado mientras observa atardeceres en HD. Pues bien, ese ideal de vida se veía lejos, pero no imposible para Pedro José.

Su juventud se le había ido en la turbulenta ciudad capital, lugar de todos sus encuentros. Ahí había conocido a Sebastián, compañero de la universidad, quien pronto se ganó su afecto a base de nada. Y es que en realidad su amistad había surgido del puro gusto de convivir. Si se mira bien, ellos no tenían mucho en común, provenían de latitudes lejanas y crecieron rodeados de ambientes diferentes, pero ahí estaba, un lazo que se había creado y fortalecido en apenas tres meses. Hoy, ese lazo era lo que llaman "historia antigua".

Mientras Pedro José se encargaba de la rutina diaria y poco hacía fuera de pensar mucho, el buen Sebastián se ocupaba de sus propios problemas pero con mayores horizontes de solución, con mayor nivel de goce, con más libertad. Sus diferencias no tuvieron un origen como tal, pero parece que la vida orilló a ambos a una especie de alienación, en la que cada uno buscó una manera lejos del otro para superarla. Se volvieron prescindibles, cuando ya no se entendían si no se llamaban hermanos. Es triste decirlo, pero así era.

Hoy tenían una cita con el destino. Quedaron de verse a eso de las seis. No es claro que sucedía en esa estación de tren. Era como si la chispa de siempre en los ojos de Sebastián pudiese romper de tajo cualquier pasado digno de no recordarse. Al fin, siempre fue el gesto sincero, la mirada limpia, la sonrisa amable, lo que llenó de espontaneidad su amistad. Y es que, hay que admitirlo, Pedro José quiso navegar por primera vez el día que conoció al capitán. Así le decían a Sebastián.

miércoles, 8 de agosto de 2012

A la mitad del camino

Mi vida no es un desperdicio. Al menos yo no la quiero ver así. Quizá esto sea suficiente para salir avante de momentos como éste, cuando parece que desvanezco en medio del vicio de ser individualista del mundo entero. Así también yo, adiestrado a sentirme mal por muchas cosas, difícilmente controlable por los instantes de felicidad que suceden cada vez dos semanas. Hoy escucho una canción nostálgica mientras recuerdo la tarde aquella, de pie enfrentados, con la llovizna ligera que dio paso al aguacero. Al lado de unos lavaderos deshechos por el uso; sin mucho qué decir de mi parte, sino más bien un cúmulo de tormentos absurdos dichos a manera de soliloquio.

El absurdo pasado no rige mi vida. Definitivamente ya no desde que el presente alargó su tiempo. Ahora se trata de cómo atrapar los instantes felices para hacerle frente a los momentos dolorosos. Entonces me doy cuenta que la respuesta la tuve apenas hace unos días, cuando en una reunión del más alto nivel para nuestro país, un hombre expresó esto: "el dolor es humano, pero muy humano; no obstante, el sufrimiento y la amargura, son opciones". Genial forma de definir la realidad de un montón de gente que avanza por el camino de la existencia y no se esfuerza por dejar una huella perdurable y eterna que la haga eludir a la muerte...

Se disipaba mi mente. La consciencia retornaba a su estado consciente. Sin ganas de besarla. Ya no sé dónde me sitúo. A la mitad del camino es muy optimista. Quizá esté avanzando más rápido. Estoy atrapado en el vaivén de situaciones que van calando una madurez cada vez más inmediata y no por ello completa. No sé qué pasará cuando me encuentre solo en este departamento. La necesidad de vivir acompañado se hizo necesaria, indispensable. Espero haber dado el salto. Aunque no sé si haya retorno. No sé si la realidad a la que esté a punto de ingresar sea 2013, 2014, 2015... Simplemente sé que se aproxima y no hay vuelta de hoja.

Ya en el futuro cruento, atrapado en este presente turbio o arrojado a los caprichos de un pasado imborrable, mi vida es ésta y ahí está... desenvolviéndose sin tapujos al escribir esto....

viernes, 20 de julio de 2012

Desde Oaxaca

Es raro escribirlo así: "desde". Hasta hace unos años era mi "aquí y ahora"; ahora es mi destino turístico, algo por la familiaridad, otro poco por las posibilidades económicas. Vine a Oaxaca porque me dijeron que aquí vivían mis ancestros: hombres y mujeres esforzados que dejaron lo poco que tenían en busca de encontrarse a sí mismos. De aquí son mis abuelos paternos: Manuel y Carmen. Cuando eran jóvenes emigraron a la ciudad de México. Él a invitación de General Lázaro Cárdenas; ella a instancia de sus hermanas mayores. Yo no crecí donde ellos vivieron: la mixteca, los pueblos de Asunción Nochixtlán y Magdalena Yodocono Villa de Porfirio Díaz. Honestamente me hubiese gustado estar ahí, crecer en medio de los campos de trigo, esperando las fiestas del pueblo. Rodeado del ambiente sano de la provincia más provincia.

Hoy desperté en Oaxaca, apenas eran las seis de la mañana. Esas mañanas que en Oaxaca huelen a aire limpio. Dicho así nomás. Desayuné en casa, cobijado por mi madre. Mujer a quien el destino la trajo aquí. Sus raíces conocidas están en la ciudad de México. Descubrí los olores del campo, de esa región transparentísima que se llama Etla. Su queso fresco es su mejor sabor. Después del desayuno, el traslado de nuevo a la ciudad. La "verde antequera" luce menos verde pero de pie. Los conflictos sociales ceden pero nunca terminan. "Así es esto" dirá un taxista que ya no se lamenta por las constantes manifestaciones en forma de tomas de carreteras o marchas. Al menos ahora el Zócalo está despejado. Luce bien de cara a las fiestas grandes de este mes de julio. La Guelaguetza se aproxima. 

Tengo que trabajar estos días. El trabajo es una gran bendición y un gran castigo. Como sea lo disfruto rodeado de personas en la misma condición. Descubro que cada quien asume sus responsabilidades de distinta manera. Hay quien se preocupa mucho, hay quien simplemente mira el tiempo pasar, como la puerta de Alcalá. Y no sólo el monumento que está en España, sino también el acceso al gran teatro de la ciudad de Oaxaca. Recinto de estilo francés, que se construyó durante el gobierno de don Porfirio Díaz (y aun así dicen que no hizo cosas buenas). Hablando de Europa, mi amigo Héctor regresó de por allá. Estuvo un año en Madrid y otras ciudades, descubriendo el primer mundo. Digo, por aquello de que es la vieja Europa, no precisamente por el nivel de vida. Siempre he pensado que eso de medirlo está muy difícil. Porque los servicios públicos no son el único indicador. Hay una parte espiritual que Oaxaca en bastante sacia. 

Ayer ya no es hoy, tampoco mañana. Ayer me junté con él y Matus en un bar del centro histórico. Escuchamos la trova de un amigo en común. ¡Con qué sentimiento cantaba! Y nosotros ahí. Compartiendo en el tiempo y espacio los anhelos y frustraciones de una época que parece en fuga. De ahí fuimos a otro lugar a que ellos "palomearan"; apenas alcanzó para que Chepe entonara "Mañana de carnaval" en portugués, sonará hermosísimo un violín y se terminaran tres cervezas. Había que llegar a casa. La noche aquí empieza antes pero termina también antes. Ese correr de días que amanecen desde muy temprano es la más clara muestra de que vivir en Oaxaca no tiene desperdicio. Siempre he dicho (y si no ahora aprovecho) que lo mejor del día es despertar. Despabilarse y darse cuenta que se sigue con los pies en la tierra. 

Observando la composición social de mi tierra, me doy cuenta que eso de las clases sociales que tanta lata dio a don Marx sigue vigente; muy vigente. La gente, partícipe o no de un grupo, se ha acostumbrado a vivir así; como si no hubiera mañana, como si se viviera sólo hoy, como si bastara con vivir bien por ahora, sin mirar alrededor a nadie. Algunos nos hemos rebelado frente a esa tiranía. No queremos que nos gobierne la mediocridad ni el egoísmo. Vivimos, de algún modo, entendiendo bien nuestro sitio en el mundo. A propósito, el otro día un señor se me acercó en el Zócalo y me predicó la palabra de Dios, como si yo fuera un extraño, como si necesitara escucharlo, como si no tuviera que esperar mi respuesta...

sábado, 7 de julio de 2012

Misterioso Serrat


"Yo no sé qué, qué las mató, el tiempo, la ausencia...
Pero su tren vendió boleto de ida y vuelta...
Son aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas...
En un rincón, en un papel o en un cajón...


Como un ladrón te acechan detrás de la puerta...
Te tienen tan a su merced como hojas muertas...
Que el viento arrastra allá o aquí, que te sonríen tristes y...
Nos hacen que lloremos cuando, cuando nadie nos ve..."


Coartada la libertad, volver a aquellas épocas que vivimos felices debe de ser más fácil. Aunque libres, muchas veces no volvemos a ese pasado por temor de no avanzar en la idea del "progreso mejor". En cualquier caso, un tiempo de rosas es el que podemos vivir cada mañana si nos lo proponemos.
Si estamos dispuestos a coger el tren antes de que marche de la estación.

sábado, 16 de junio de 2012

Cambio de época

Y amaneció como si hubiera pasado toda una época. No parecía verano ni tampoco invierno, pero era un hecho que ya no era primavera. El nublado cielo hacía ver una enorme carpa, sin fin, blanca. Debajo de ella nos encontrábamos nosotros, dispersos, lejanos, hasta indiferentes. Sé que no era por falta de voluntad, como por una inercia lamentable. La cual dejaba a su paso relaciones rotas y cercanías más falsas que una moneda de siete pesos. Aquí y ahora no cuestionaba los motivos particulares, como la fuerza ignota que orillaba a las personas a comportase de manera tal que se aproximaban más ser androides que humanos.

Los últimos días fueron de un sabor insípido, lejos de ser amargos. La concatenación de hechos pasados dejaron de ocupar su mente como antes. No absorbían ya todo el tiempo de su día a día, sino que aparecían repentinamente en ratos que sólo Dios sabe por qué existen, que si no existieran, posiblemente la vida sería más llevadera. Así, en prospectiva, vivir sería sinónimo de relajar. Relajar el cuerpo, la mente, el alma; y contagiar ese 'relajar' a los otros. Echar relajo sanamente, entiendo. No como cuando uno aprovecha cualquier oportunidad para reírse de los demás, sobre todo si éstos no están presentes, e incluso de uno mismo, claro, cuando se está de buen talante.

Conoció a una visitante formidable. Ocurrió en su escuela, que lo mismo era casa de estudios que centro de trabajo. Hasta ahí llegó procedente de una región sureña, que tenía en su nombre algo de jocoso y picante. Una mujer aguerrida, fuerte de convicciones, luchadora en sus propuestas, y sobre todo ¡Bella! Qué ojos, qué rictus tan delineado al estilo de una amazona medieval. Con ese porte encima, ¡cómo no va a dirigir un movimiento social! Tal vez el discurso feminista descalificaría mi opinión, pienso, en la medida que me siento atraído hacia ella físicamente y saco conclusiones sobre su carácter ponderando lo primero. No lo sé,  pero algún viejo me dijo que "en política, lo que parece es". Y nadie que conozca a Camila puede negar sus dotes de política.

La conferencia, el mundillo al inicio y término de ella, la pregunta sesgada, la respuesta insabora, etc. Todo digno de un viernes social, de esos que se desean desde el lunes a las siete de la mañana cuando suena la alarma de mi celular. Y entonces, el sábado por la mañana parece otra época, y "si parece es" porque quien la vive es un político nato, aunque en formación académica. La introspectiva comienza, pues, da pie a escribir con prontitud. La queja interior vuelve por los desaciertos cometidos en mi etapa de enamoradizo chamaco. La fantasía de que pude (pudo) ser mejor. La insaciable idea de haber tomado otro camino. Los desagravios ofrecidos en tiempo y forma a la protagonista de mi historia de amor ficticio. Y como telón de fondo: una juventud incierta, reparada muchas veces por el amor incondicional de lo alto, pero latente en sus carencias afectivas de lo bajo (bueno, suena mejor: de este mundo que hoy amaneció lluvioso).



Nota al pie: Me faltó completar con que "lo social" del viernes termina cuando te mandan a repartir revistas por las ajetreadas calles de Polanco. Te das cuenta, entonces, que lo social está detrás de las vitrinas. El viernes, en cambio, está en dos hombres tirados sobre Homero (la calle desde luego), una ambulancia corriendo con su sirena a todo volumen, los curiosos rodeando a los heridos más por morbo que en auxilio, entre otras anécdotas que terminan cuando quien escribe  esto se encontró a una ardilla afecta a la cámara, que posó sin reparo para la mía en un árbol cercano al Museo de Antropología.

domingo, 3 de junio de 2012

Cuando la primavera renace en mayo


A Humberto Sanders, incondicionalmente

No fue un joven inmolándose como Mohamed Bouazizi –en diciembre de 2010– en Sidi Bouzid, Túnez, lo que desencadenó el movimiento juvenil que se fortalece en México previo a la elección presidencial. Fue la visita de Enrique Peña Nieto a la Universidad Iberoamericana lo que prendió la mecha y ahora ha sumado voluntades de protesta en varias ciudades del país. El movimiento “Yo soy 132” une a estudiantes de universidades públicas y privadas con intereses políticos, pero se asume apartidista desde el momento que fija su lucha por la democratización del país y el empoderamiento ciudadano a partir de la apertura y objetividad de los medios de comunicación con base en el derecho de la sociedad a la información y a la libertad de expresión.  
La causa inicial fue lo que representa Peña: el PRI de siempre; el que –como botón de muestra– dirige un señor que llamó porros a estudiantes matriculados; el mismo que, como gobierno, ordenó usar la fuerza pública en Atenco, actuación terrible por parte de la policía, de documentada violencia física, psicológica y sexual. La protesta de la Ibero puso de relieve la percepción que buen número de jóvenes tiene acerca de esa marca que han intentado vendernos como en oferta: “el nuevo PRI”. Lo que parecía ser la ventaja de la candidatura de Peña: su juventud, ha resultado contraproducente. Tristemente célebres: el episodio de olvidar los tres libros que marcaron su vida, trastabillando y evadiendo la pregunta en medio de intelectuales en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, no saber el precio de la canasta básica justificándose en su sexo: “yo no soy la señora de la casa” o no saber  a cuánto asciende el salario mínimo.
El enojo hacia él es también el enojo hacia los poderes fácticos. Por ello la manifestación en contra de Peña convocada para el 23 de mayo –por supuesto a través de las redes sociales– terminó enfrente de Televisa Chapultepec. Entonces quedó claro que los reclamos se desprendían del manejo tendencioso de la información por parte de los medios de comunicación, que favorece el regreso del PRI a Los Pinos. Yo estuve ahí. Fui porque me llenó de emoción ver a miles de mis coetáneos marchando por Reforma. Caminé solo por la principal avenida de México, pero me sentía muy acompañado. Observé la composición de esa manifestación y encontré una mezcla muy heterogénea, que no obstante gritó al unísono en el momento culmine: ¡si hay imposición, habrá revolución!
Es cierto que los poderes formales y fácticos se aferran a sus privilegios. Recordemos que la enorme corrupción de una élite gobernante autoritaria fue el germen de las revueltas sucedidas en Oriente Medio. En México, los lujos que da el poder ofenden por igual; por ejemplo, los paseos por el mundo de la hija del líder del sindicato de PEMEX acompañada de sus perros, o las constantes apariciones públicas de Elba Esther Gordillo con atuendos que superan los cien mil pesos. Tenemos otros motivos contundentes de indignación. No sólo son la violencia y el desempleo como urgencias nacionales, sino sus caras más cínicas: funcionarios que definen a decenas de miles de muertos como daños colaterales, un presidente insensible que dice que no hay alternativa a su guerra; gente sin qué comer, mientras un puñado goza la riqueza de los presupuestos.
Se ha señalado que la juventud no tiene que ver con una edad determinada, sino con una actitud frente a la vida. La actitud de mis compañeros tiene que ver con un fin: la democracia, a través de un medio: el conocimiento. También, la postura invita a sumarnos a todos los oprimidos; liberarnos de la opresión es mucho más que idealismo, cobra vigor como programa. Punto en favor del movimiento es que critica el voto nulo y el abstencionismo, ya que han resultado ineficaces para llevar la agenda ciudadana a la arena política. Creo que ciudadanizar será posible, pero considero que se debe cuidar no confundir un propósito tan bello con politizar, refiriéndome con esto al carácter coyuntural como surgió el “Yo soy 132”. Debemos revisar la responsabilidad que hemos asumido en nuestra esfera diaria para dignificar nuestra ciudadanía.
No se mira lejos 1968. En contextos y ante desafíos distintos, las juventudes coinciden, en tanto que hay jóvenes viejos y viejos jóvenes, como afirmó sabiamente Salvador Allende. Los últimos despiertan con nosotros. La diversidad de esa época es, con mayores posibilidades, la de hoy. Nos incita a hacer lo imposible. Es momento de que la conciencia social que anhelamos propagar a todo el pueblo de México se asiente en tender puentes educativos (como en la primer asamblea de “Yo soy 132”, a la que concurrieron alumnos de 54 instituciones), en vincular la ciencia y la tecnología con la gente y difundir la cultura mexicana como esencia que nos hace parte de una sola comunidad. Nosotros debemos ser los maestros de las nuevas generaciones, las que lamentablemente carecen de educación básica de calidad y no leen con gusto ni siquiera lo que por obligación escolar les toca.
Es tiempo de consolidar el cambio pensando más allá del primero de julio. “Yo soy 132” plasma la idea de un número, en el que, paradójicamente, cabemos todos. Reconstruir la nación, por lo visto, empieza por rejuvenecer. Juventud, hoy más que nunca, no es sinónimo de inexperiencia, sino de impulso vital; de ganas de transformar la realidad social de la mano del conocimiento universal. Motivación constructora que anhela el porvenir justo de la patria. De nosotros depende levantar un edificio de muchos pisos, y siguiendo a Enrique Dussel, para ello “hay que cavar muy hondo el fundamento”. Creo que en el fondo de lo que observamos como inédito en la vida nacional, se encuentra la añeja distinción entre súbdito y ciudadano. Con la diferencia de que ya nadie quiere ser lo primero.
Por Bruno Torres Carbajal. Estudiante de quinto trimestre de la Licenciatura en Política y Gestión Social de la UAM Xochimilco. 

viernes, 11 de mayo de 2012

Añorar

Correr todos los días a todas horas. Levantarse con los ojos hinchados no precisamente de tanto dormir. Apurado salir con rumbo habitual. Pensar y repensar los momentos vividos hasta entonces. Hurgar en la causa de las desavenencias con aquellas personas que más amaba. Más o menos ésta era la vida de Ezequías aproximándose a lo que llamaba su segunda mayoría de edad. La primera llegó cuando fue a recoger la credencial que -valga la redundancia- lo acreditaba como ciudadano. Para él, este término no gozaba de la importancia debida, ya que la mayoría de las personas en su país no entendían la ciudadanía como un compromiso. Simplemente se quejaban de su situación y envidiaban la de quienes se encontraban mejor. Cualquiera que fuera la interpretación de 'mejor'.
Viajar al medio día en medio de la multitud de oficinistas, ambulantes, estudiantes, indigentes, entre otros, por los vagones del tren metropolitano. Leer por intervalos de tiempo breves historias que lo hacían salir de su rutina. Salir a tiempo de donde fuera para llegar a tiempo a donde debía. Transcurrir como un momento que se cuestiona acerca de su temporalidad y no termina de aceptar su fugacidad. Así se le había ido el mes de abril, aquel que alguien no robó, pero sentía hurtado desde que era chico. Llegó mayo y con él los recuerdos acumulados a lo largo de dos años de vida citadina, sin contar obviamente el que antes acumuló 'dedicado' al estudio en un centro de readaptación académica. Ezequías rechazaba la idea de que "no tenemos tiempo", pero no creía del todo en el lema optimista que reza "el tiempo se lo da uno".

En verdad, era muy sentimental. Dejaba aflorar esos sentimientos a propósito. No es que no los sintiera, evidentemente, sino que se esmeraba en que se apoderara de él la nostalgia por encontrarse solo en el mundo. Quizá fuera necesario que lo hiciera, en cierta medida. Es decir, que comprendiera que sí dependía sólo de él abrirse paso ante las adversidades que supone la 'postmodernidad'. Su problema radicaba en la que repetía como su solución: la amistad. Ocupaba mucho tiempo de su meditación acerca de la vida el hecho de que dos personas tuvieran necesidad de estar juntas para darle sentido a la realidad. No es que pensara que era requisito para sobrevivir, pero apostaba que era la única manera de ser feliz. Conceptualizaba, ciertamente, la amistad como algo bastante amplio que abarca distintas esferas de la vida humana, como el matrimonio y la familia, pero sentía una especial inclinación por la amistad entre dos personas fuera de estos ámbitos.

Ezequías vivía al sur de Tokio. Rentaba un piso en compañía de dos compañeros dedicados a las ciencias espaciales. En contraste, su vocación era dirigir. Lo había intentado en un par de ocasiones y comprobó los problemas que se generan hasta por el más mínimo detalle. No se había resignado a ejercerla, pero desacreditaba la idea de que dirigir fuera algo fácil. Creía que su vida tomaba sentido por los problemas en los que se veía inmerso. Como si la inseguridad latente fuera un mecanismo de reacción instantánea cuando se requiriera, ya que también le daba las ganas de permanecer despierto hasta entrada la madrugada y levantarse muy temprano. Se puede decir que no tenía nada que perder, pero le había desanimado ganar algo en especial. Su mayor bien era reunirse, convivir, platicar y abrazar a la gente que se había ganado su confianza.

Lo definía el verbo añorar cuando se veía impedido de ver a sus amigos y resentía más cualquier ausencia. Soñaba con un mundo donde libertad fuera sinónimo de amistad, y ser libre consistiría en hacer muchos amigos. No era, en definitiva, el Japón que le rodeaba. Desde hacía un buen tiempo, le daban ganas de irse a vivir a Londres para tener un nublado ad hoc a su nostalgia.

lunes, 7 de mayo de 2012

Acercarse

Leer dio por resultado confrontar mi situación en el mundo. En específico con un tema que me ha ocupado hace tiempo: la amistad. Comenzó con un amigo al que estimo mucho. No me hizo nada para que me pusiera mal. Yo me puse mal por nada. Por cuestionarme, a raíz de una breve lectura, quién soy yo para él. Como si no fuera suficiente para saberlo lo que hemos vivido juntos en los últimos años. No quiero calificarla como patética, porque la situación originó una dura introspección que sirvió bastante.

Hasta el medio día, estuve pensando en círculo sobre la misma cosa. Finalmente, como una cosa lleva a la otra, caí en cuenta de que no debería pensar en función de un solo amigo. Me situé en el mundo y me reproché no mirar a los míos, que de antemano sé, están esperando noticias acerca de su hijo y  hermano; platicando de mí a muchos kilómetros de distancia. Llamé, escuché, lloré. Dos minutos: un solo comentario de él; mi ruina. Vi cuán egoísta he sido, que no miro la situación de quienes me aman, y a veces me lloran.

Sentirse mal no basta. Es contundente. Sin embargo ¿Cómo sobrellevar esta melancolía? Lejos de ellos, pero a veces ignorándolos. Cerca de ellos,  pero a veces ignorándolos. La confianza no necesariamente implica decir todo. Hay cosas que por vergüenza no se dicen. He actuado así muchas veces. Hoy fue una de ellas. Me reservé el desencadenante de mis malos sentimientos. Pero hablé con ganas de liberarme. Sólo cuando lo hago puedo soltar lágrimas de desahogo puro. Sólo cuando las suelto puedo irme a dormir en paz.

Quisiera que no hubiera necesidades materiales que agobiaran la existencia. Quisiera que las necesidades del alma se suplieran con un eterno 'tequiero'. Por mi parte, quiero cambiar el mundo amando. A veces no salgo de mi soliloquio. Hoy, para bien, fue una de esas ocasiones. Sirvió para ver más allá de mis narices. Me llevó a palpar el amor incondicional, el que no necesita de títulos para existir. Simplemente cubre nuestras vidas sin que nos demos cuenta. Es lo que llamamos una inspiración y que, a pesar de todo, experimento en este instante.

Gracias, valiosos y grandiosos tres, por hacerme entender.

sábado, 28 de abril de 2012

Pedagogía del cambio

En la oficina que representa los intereses de una nación, se encuentra un viejo señor que acostumbra redactar oficios hasta entrada la noche. No sólo lo hace con vocación, sino con pasión; la propia de una persona que ha visto transcurrir décadas y hoy atesora el principio de que “eso fue ayer” y prefiere vivir la vida como se presenta cada minuto, sin prisa pero con ganas. He caminado muchas cuadras discutiendo con él las grandes soluciones que requieren los más grandes problemas del país. De vez en vez, sin embargo, he disfrutado los cuentos que se convierten en bromas y acaban siendo fábulas de reflexión permanente. En ellas medito esta noche, porque los últimos días me ha rodeado un clima de decepción que terminó por hacerme notar mis propios errores; los que dejo de mirar en el afán de criticar a los demás. Vale la pena recordar hoy que si el cambio empieza por uno mismo es necesario que empiece pronto.

Lamentablemente, las campañas políticas no sólo sacan lo peor de los políticos, sino sobre todo lo peor de las personas en general. Acostumbradas como estamos a vivir bajo una aparente calma –tan institucionalizada que hasta decimos que “aquí no pasa nada”- de repente nos apasionamos con la idea de cambio, cuando ésta ha dejado de ser, si es que lo fue, una razón de peso para participar políticamente. Devino, eso sí, es slogan barato que bombardea los medios masivos de comunicación y contamina visualmente las ciudades y los pueblos. Pero que no aparezca un vídeo contundente en el que niños hacen las veces de adultos en un México que padece la violencia de los criminales aunada a la torpeza de las autoridades. Tan crispado se encuentra mi país que en pro o en contra, la publicidad invade la intimidad de la gente, que ya no sabe qué es real y qué no. Por ello prefiere sumirse en lo relativo, superfluo, material, banal, pasajero o como se le quiera llamar. Piensa que de esa manera escapa al contexto degradado en el que inevitablemente interactúa.

No tengo buenas razones para votar por un candidato en particular en las próximas elecciones para elegir al Presidente de la República. Sometidos al escrutinio jamás visto de cámaras y micrófonos que operan de inmediato con la tecnología digital, han demostrado sus graves errores para conducir, eventualmente, los destinos de eso que llamamos patria. No obstante, no me sorprende; si ellos son así, no imagino como fueron los presidentes del México autoritario que han insistido en vendernos como tragedia nacional y regreso inminente. Lo que digo es que la crítica a la actuación de los candidatos debe ir más allá de lo que por sí solos representan. Ciertamente, suena descabellado pensar que una persona, en democracia, gobierna por ella misma. Por más que se repita aquello de la “presidencia imperial”, los tiempos actuales hacen impensable la idea de que un ser humano que no recuerda los tres libros más significativos de su vida vaya a destrozar lo avanzado y convertir a México en un sultanato. Esto es falaz.

Comencé hablando de la decepción porque me doy cuenta cuando pienso con la cabeza fría, que en realidad los mexicanos somos muy dados a criticar todo y a todos. Vivimos en una permanente inconformidad hacia lo que nos rodea pero somos jactanciosos por excelencia y mantenemos en alto la bandera de que como México no hay dos. Creo que nos ha faltado una educación integral basada en el valor de la responsabilidad, no sólo ciudadana sino humana en general. Queremos y exigimos libertad cuando solemos imponer nuestra voluntad en la esfera más próxima porque desde siempre nos asumimos como los “chingones”. Y sin entrar al difícil tema de la mexicanidad, cuyo mejor autor, en mi opinión, fue don Octavio Paz, considero que sí seguimos pensando en función de una conquista que nos hizo esclavos… ¡Pues para mí, ni conquista ni esclavitud!

México es la síntesis de un proceso histórico en el que convergieron el esplendor de un pasado precolombino y la simiente, que más allá de España, era de la vieja Europa, y por vieja, sabia. Somos, pues, un pueblo joven, pero no por ello menos valioso que el resto del mundo. Simplemente con peculiaridades que debemos aprovechar para mejorar. De los candidatos a cualquier puesto  no dependerá cómo hacerlo, depende sólo de cada quien. Se trata de entender que no nacimos negando nuestra circunstancia: la tierra que nos vio nacer y que continuamente acusamos de “estar jodida”. Al contrario, consiste en valorar lo que tenemos y lo que podemos tener. Sí creo que el pueblo tiene el gobierno que se merece, pero también creo que este gobierno no tiene más que un par de ojos y un par de manos iguales a los nuestros, tal como lo pensó Etiéne de la Boetié en la Francia de hace cinco siglos. Si queremos hacer patria, empecemos por hacer hombres y mujeres dignos de su tiempo, es mi exhortación.

Por y para ello me esfuerzo en aprender de las lecciones del “Profe”, como le decimos cariñosamente a mi amigo del trabajo, porque cuando señala que “la política es como una carrera de perros, en la que solamente el perro que va hasta adelante sabe a qué le ladra”, no pierde razón. Al contrario, hace amena la ocasión de no conformarnos al hecho de que sea así, sino de buscar incansablemente que sea de otro modo: donde todos sepan y nadie ladre. 

domingo, 15 de abril de 2012

Recordar es revivir

Hubo una época cuando solía comer sopa instantánea aderezada con chile chipotle y un trozo de quesillo, acompañada de un refresco continuamente señalado como pésimo para la salud, empezando por su coloración negra. Esa época fue hace dos años. Recuerdo que por entonces obtuve mi primer trabajo en la institución que había sido mi escuela preparatoria. Se me encargó dar clases de oratoria, ese arte que devino demagogia con acento fastidioso. No obstante, a mí no sólo me gustaba, puedo decir que me apasionaba al grado de ir por las calles de Oaxaca hablando solo y ejercitando ademanes que los demás miraban con reserva; como si un loquito hubiese salido de paseo. Con todo, no me duró mucho el gusto de poder compartir con los muchachos de dos remotas (a mi casa) sedes, la utilidad de saberse expresar con propiedad o hablar con elocuencia para convencer, deleitar y conmover. 

Había fallecido mi abuela materna para el comienzo del mes de abril (ese que nadie me había robado nunca, pero que yo consideraba perdido de siempre). La situación en casa no era buena. Me refiero a que se respiraba desánimo, naturalmente luego de la pérdida de un ser querido. Con ganas de distraerme, fui a un congreso de jóvenes cristianos a Puerto Escondido. No precisamente porque en el mar la vida fuera más sabrosa, pero sí movido por el deseo de aprender nuevas cosas sobre Dios y su trato con nosotros los jóvenes. Ahí conocí a personas valiosísimas, venidas de varias partes de México. Me convencí de que es necesario que conozcamos más personas, porque ello nos permite entender mejor cómo es el mundo. Sobre todo, si conocemos gente que comparte nuestros principios y valores, podemos mejorar como personas y contagiar a las demás personas: a los otros, los necesitados.

Antes de volver de viaje, ya sabía que algo no iba bien con mi viejo abuelo Manuel. Con 101 años a cuestas su salud se encontraba deteriorada, pero se mantuvo firme hasta el final. Así que decidí ir a México a pasar los últimos (o primeros) días acompañándolo. Es feo, ya lo sabemos, ver a una persona morir, pero lo cierto es que la experiencia de permanecer hasta el final es aleccionadora y otorga una manera distinta de ver la vida. En efecto, sólo la empezamos a entender cuando cobramos conciencia de la muerte. Eran días fríos a pesar del sol de primavera que se colaba por las espesas nubes del norte de la ciudad de México; si es que Valle Dorado -ese paraje atormentado por inundaciones y delincuentes- sigue siendo parte de la ciudad más grande del mundo. Íbamos y veníamos esperando el fatal desenlace que ocurrió en la madrugada del quince. El mes se partió de tajo y desde una alta colina lo despedimos con tristeza. 

Nada volvería a ser igual. Después de los honores de la familia a su patriarca: el oaxaqueño mixteco, el músico violinista, el hombre de una sola pieza, yo asumiría un nuevo papel en la vida. Dicen que los acontecimientos fatales a veces son la única manera de tomar decisiones trascendentales que modifiquen el curso de nuestra vida. Pues, así, volví al Distrito Federal, ya no para experimentar, sino para quedarme. Al principio, pateando un bote por un puente peatonal, me había desilusionado de encontrar 'vacía' la "casa del  pueblo". Admito que fui a la Cámara de Diputados a buscar trabajo. Sin embargo, Dios ya me había reservado el lugar que quería, donde hasta el día de hoy he aprendido muchas cosas. Las felices coincidencias se darían de formas insospechadas, hasta que un buen día asumí mi nueva responsabilidad, que me permitiría sobrevivir a la selva de asfalto. Donde, luego de cuatro meses, entraba a clases en mi nueva universidad. Lugar de emociones irrepetibles, comunidad de ánimos juveniles con buenos deseos. 

Indiscutiblemente, el nuevo rumbo que comenzó con el revivir de la primavera -la que se llevó a dos de mis abuelos- no fue posible valiéndome solo de mis fuerzas o ganas. El anhelo de reivindicación que tanto había pregonado antes y no se había realizado pronto, tomaba forma, y con él la alegría de momentos por vivir en  compañía de mi familia, mis amigos de siempre y de los nuevos que ya estaban ahí; sólo esperando coincidir para soñar y esforzarnos por hacer realidad nuestros sueños. En el camino, ha habido errores, momentos de profunda soledad y decepción, tristeza y pérdida de sentido. Sin embargo, eso no mengua la dicha de estar aquí, ¡escribiendo sobre todo esto ahora mismo!. Pellizcándome la cara para saber que es real, que la realidad no es tan fatal como solemos decir. Que basta recordar un poco más, volver a los orígenes de quienes somos, para pensar con amplitud de prospectiva y mayor esperanza: a dónde queremos llegar y la pregunta que para mí tiene aun más valor: para qué. A dos años de distancia, mi respuesta no es secreta: para reflejar el amor incondicional de Dios a mis semejantes. 

sábado, 31 de marzo de 2012

Hasta decir basta

Momentos difíciles siempre hay. Los hay más llevaderos, los hay muy sufridos, pero ahí están. La verdad es que conforme avanza el tiempo en mi muy temprana madurez, los momentos van y vienen con alegrías y dolores. Por doquier veo personas en situación parecida, que se encuentran enfrente de los problemas y reaccionan de distinta manera conforme estos se solucionan o empeoran. Generalmente, no depende de uno solo resolver lo que nos agobia, depende también de los demás, aunque existan voluntaristas que afirmen que la cosa está por que cada quien haga lo necesario para salir del estado en que se encuentra. Así, la ayuda hacia la gente que nos rodea también nos ayuda a nosotros mismos. La experiencia de poder hacer algo por mi semejante es formativa y formadora en tiempos de crisis que sacan de sus casillas a las masas y colman de preocupación el ambiente.

Ejemplos de brindar ayuda hay muchos. Seguramente en el cine o televisión, gobierno de consumidores consumistas, han visto historias en las que se entrecruza la tragedia con la ayuda; la fatalidad con el apoyo; el dolor con el consuelo. La amistad se dibuja en términos de lo que es mínimo para el ideal de amistad, pero suficiente para los tiempos actuales, cuando ser amigo ya es, de por sí, un hecho extraordinario. La ayuda debe ser un gesto desinteresado, máxime si se da entre amigos. No obstante, la actualidad está llena de casos en los que ayudar implica ganar algo. Aun las almas más filántropas dejan entrever en sus gestos de entrega por los demás, algún sutil interés por conseguir algo que está más allá del objeto de ayudar per se. Por ello, quiero exhortar a mis lectores a brindar su apoyo a otros hasta decir basta. 

La frase "hasta decir basta" se ocupa cuando se habla de una situación negativa llevada al límite. Hoy, sin embargo, escribo utilizándola para llevar al límite las acciones positivas que siempre podemos realizar en favor de los demás. ¿Por qué digo siempre? Pues, considero que la acción no implica, en realidad, recursos mayores para serlo. Podemos simplemente sonreír al otro, tal y como algunos vendedores ambulantes piden al subir a los camiones o al metro. Dar palabras de ánimo que endulcen el corazón, cuando lo que escuchamos por las calles generalmente son insultos que, aun en tono de broma, ofenden y denigran al ser humano. Tal vez, no sólo sea necesaria la voluntad de accionar nuestras vidas, sino también el tiempo para hacerlo. Porque el tiempo, con mayor frecuencia, se lo da uno mismo; y puede ser bien empleado si corregimos nuestra dependencia a ciertos distractores, siempre perjudiciales en exceso. Obviamente, de por medio se encuentra una elección de prioridades, aquello que nos merece mayor importancia. Ayudar debe entrar en esta agenda, pero hacerlo desinteresadamente, en tanto que sin esperar algo a cambio. 

Antes he escrito aquí sobre la ayuda de Dios como indispensable y a veces urgente para cualquier persona. "No somos perfectos" es el lugar común, pero la realidad es que también somos bastante imperfectos. Tendemos a hacer el mal y relativizamos el bien a toda costa. Es entonces cuando me pregunto si basta con quejarnos de la desgraciada vida para permanecer inmóviles, ajenos, incluso, a la circunstancia de nuestros semejantes. Porque este estado no refleja más que indiferencia y egoísmo vil en el fondo. Necesitamos y debemos voltear la vista a los necesitados, siendo esta categoría muy amplia, porque todos en algún momento pasamos por necesidad. Dejando de lado las materiales, las que caducan, apelo a mirar las del alma. Compartir lo propio con los que a costa nuestra han permanecido ajenos; mostrar ese amor nato que sentimos por la vida cuando volteamos a ver que no estamos solos en el mundo, aunque sí muchas veces demasiado callados. Encontrar en la mirada alegre o triste, en el llanto y en la risa, en el aplauso y en el más profundo silencio, la preciosa gracia de vivir acompañado, es paso fundamental para realizar algo trascendente, tanto más cuanto se comprende el fin de la vida: ayudar como forma de amar. Ayudar, pues, por siempre...

lunes, 12 de marzo de 2012

Hablar sin público


Desde que tenía 12 años empecé a participar en concursos de oratoria, motivado, primariamente, por la utilidad que representaban: puntos extras para alguna materia de la escuela; algún premio. Mi adolescencia asumió la oratoria como pasatiempo favorito. El fútbol de la niñez se había ido y con él mi deseo de convertirme en futbolista profesional algún día. Fue esa época cuando me enamoré de una compañera de la secundaria. Se llamaba Karina y la veía como si fuera una princesa. Obviamente era mayor que yo. Muchas veces me delaté en su cara, cargando después con una vergüenza obvia, que sin embargo olvidaba cuando trataba de ganar su conversación y hacerme el interesante.

Durante el primer año de secundaria me llevaron al congreso de mi estado para participar en el certamen de oratoria que cada año dedicaban a la memoria de don Benito Juárez. Después de esta primera vez, acudí al que me invitaran para poner en práctica lo que alguien me enseñaba en teoría: cómo hablar en público. Ya no considero esto como algo que se aprenda, más bien me he convencido de que nace espontáneamente; tampoco es que se improvise, porque por improvisados estamos como estamos. Me refiero a que cuando te apasiona en serio buscas todas las situaciones para hacer oratoria. No solamente en el ritual que implican los recintos fríos y la gente "bien vestida", que aparenta entender lo que generalmente son una bola de lugares comunes y frases bonitas que enchinan la piel para no ejercitar la mente.

A mi incursión en la oratoria siguió la natural decepción por creer que lo había hecho mejor que los demás y el haber perdido muchas veces. Los jurados honorables resultaron muchas veces "funcionarios de concurso". A donde los invitaban, iban, y como además 'enseñaban', sus alumnos ganaban de vez en vez. La necesidad de pertenencia a un grupo en medio de la convulsa adolescencia, me llevó a unirme a uno que poco a poco aborrecí. El argumento, la lógica, la propuesta, se perdían entre tanto 'choro mareador' acompañado de toda clase de redundancias y un formato de voz impostada que imitaba los más guturales cantos gregorianos. Cuando entré en razón, antes de alejarme de los foros de una provincia donde la vida pública deviene paros, protestas, marchas, plantones... incendios, hice el intento por cultivar un estilo natural de hablar en público.

La oratoria como vehículo de ideas propias próximas a la innovación; la oratoria como medio de transformación, exhortación al debate, propuesta de mejorías. Todavía el año pasado traté, no sé si con éxito, alimentar la discusión sobre temas como la violencia en México, la literatura latinoamericana y los jóvenes ante la decepción y la apatía.

Hace dos años comencé a trabajar en algún gobierno. Lo hice por necesidad y por deseo. En lo primero, sin recursos para poder continuar estudiando, menos en el DF, busqué una forma de contribuir con mi talento en algún lugar; en lo segundo, también en la adolescencia, supe que quería hacer carrera pública. Ya no pensaba en ser médico o piloto aviador como cuando niño, sino abogado o politólogo para servir a mi prójimo. Sé que pocos concuerdan con que éstos son profesiones para hacerlo; más bien se asocian a la corrupción, al enriquecimiento, al poder por el poder mismo. Títulos lucrativos, vaya. Estudié un año la primera en un centro de investigación que me significó mucho cuando llegué y muy poco cuando salí. Ahí confronté toda esa retórica hueca que consideraba formativa de mis primeros años. Entendí los amplios alcances de la educación bajo la disciplina del estudio, y no como mera repetición de fórmulas o recetas. Puedo decir, con cierta certeza, que me enseñaron o me obligaron, a pensar. Emocionalmente, maduré al verme lejos de mi hogar, en un ambiente hostil donde comer en la calle se me hizo vicio. Luego nada. El arquitecto de su propio destino tuvo que dejarlo y ya.

Varios meses en vilo, una formación acuática, dos sucesos trágicos, decenas de horas acumuladas en antesalas, y volví a la capital para retomar la licenciatura y trabajar inevitablemente. Me tocó esforzarme por permanecer a este lugar, no sólo por los gastos materiales como por el desgaste emocional que experimenté los primeros meses. Sentía como si me rodeara una atmósfera de fatalismo que sucedía en todos los planos, desde el global hasta mi casa. Aprendí, eso sí, nuevas cosas. Sobreviví como niño grande en un ambiente de adultos viejos. Me di cuenta que la renovación de las ideas no es cosa simple. Los obstáculos son muchos. La gente está acostumbrada a vivir de cierta manera, y desafiar los esquemas, si bien tiene su mérito, es sufrido.

En el Ministerio de la Verdad, como el de Orwell, me ha tocado de todo. En parte, alejarme de las convenciones sociales de mi adolescencia. De la que guardo un anhelo profundo e imposible, como si a veces quisiera volver el tiempo para meterme a las aulas caóticas de mi secundaria y revivir la época. Quizá retomar el deseo de ser deportista y también tocar la batería o dedicarme a la pintura. En seguida abro los ojos y retomo mi presente. La coyuntura donde soy el protagonista y mi escenario es una tragedia que cada tercer día se vuelve comedia. Donde mis antagonistas son muchos, pero mi personaje sigue retando al destino como un Sísifo o un Orestes, pero sin su dolorosa soledad. Sí, en cambio, con la alta esperanza de existir y no sólo ser.