No vengo caminando, tampoco volando. Vengo en una conjunción
de ambas, trepado en un camión que deja mucho que desear por lo incómodo y por
lo inodoro. Contemplo el verde cafesino paisaje de los alrededores que anuncia
que me encuentro en una región que siempre me ha acompañado: la mixteca. Muchos
de sus habitantes, posiblemente por su mayor proximidad con la ciudad de México,
se han ido para allá. Dos de ellos fueron mis abuelos, uno fallecido en 2010,
la otra con más de 90 años de vida a la fecha. Por eso yo soy oaxaqueño, porque
mis raíces no están echadas ayer. La familia de mi padre, sabrá Dios cuánto
tiempo ha vivido en estas tierras que, sin embargo, parecen muy lejanas para
mí.
Yo crecí en la ciudad de Oaxaca y hacia allá me dirijo. Por
decisión estratégica o porque no les quedaba de otra, mis papás llegaron a
vivir a Oaxaca. Lo hicieron cuando yo tenía tres años y apenas conocía el
mundo. De mi niñez más lejana no recuerdo mucho y me siento afortunado de no
hacerlo. Pero lo importante es que ahí me quedé mucho tiempo, otra vez, por
decisión de mis padres o porque no me quedaba de otra. Estudié desde preescolar
hasta preparatoria en escuelas de la ciudad. Pero sabía que tarde o temprano
tendría que volver a donde nací: la ciudad de México.
Hoy regreso como viajero infrecuente, tiene cinco meses que
no estoy en Oaxaca. Lo hago gustoso pero además lo hago sin nada que perder. Antes me dirigía pensando en agravios, en
nostalgias, en pasados, y hoy lo hago como quien invierte en un proyecto
totalmente nuevo. Algo, por así decirlo, como una apuesta. Ciertamente, no he
dejado de lado mi interés en mi
estado. Si no, no habría trabajado hasta
ahora dos años y medio en su gobierno desde la capital. Ahí también he
aprendido muchas cosas. He madurado aspectos de mi carácter que pensé, o no
pensé, que cederían algún día. Por eso vuelvo con convicciones, las que tanta
falta me hicieron en lo que yo defino como una adolescencia prolongada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario