miércoles, 28 de diciembre de 2011

Cuando anochece otra vez

Las emociones concatenadas en aquella tarde inefable estarían presentes en su memoria mucho más allá de medio siglo después. Era la época en que un programa de ciclismo tomó por rehén la ciudad y los rebeldes viajaban a contracorriente de los camiones de cero emisiones, metrobuses y los todavía existentes microbuses. Todos los días la garganta le sabía amarga, cual deseo persistente de probar lo dulce durante todo el día. Andaba en busca de postres por las calles aledañas a la oficina donde prestaba sus servicios. La legación de su estado natal en la capital del país se encontraba enclavada en lo que había sido una colonia de alta alcurnia a mediados del siglo pasado. Ahora, el valor de suelo la hacía extremadamente exclusiva, pero sin el renombre de la colonia colindante, reservada para la "crema y nata" de la sociedad mexicana. Precisamente a una cuadra de las paredes que lo enclaustraban cotidianamente, se encontraba una cafetería pintoresca donde vendían unas exquisitas donas de maple; sus preferidas desde entonces.

Los minutos transcurrían en la soledad de la plaza donde llevaba esperando casi una hora. Se había acostumbrado a la informalidad de todos los que le rodeaban. Ya no parecía enfadarse como antaño, cuando no pocas veces demostró su carácter colérico de la mano con ese reproche disimulado que por momentos lo volvía insoportable incluso para sus amigos. Tal vez la vida le mostraba que su favor no siempre se otorga de igual manera, que para gozar hay que sufrir. Así sea retardos aburridos que lo sumían en una introspección, a veces innecesaria, pero siempre desesperante. Y es que ya no quería analizarse con la vehemencia que parecía circunscribir su vida a la reflexión mental diaria. Desde hace tiempo decía que quería dedicarse a disfrutar sanamente de los placeres terrenales, sin perder de vista los valores superiores que dotaban de sentido su existencia. Era como establecer una separación acústica entre el cielo y la tierra la tarea que lo ocupaba en este tiempo de juventud.

Había presumido muchas veces de una entrevista que le realizaron en la zona donde ahora trabajaba. Se refería a cuando su segundo jefe lo contrató para "leer y escribir" en el sentido más amplio y profesional. Se trataba de un experimentado político de la línea dura de los dogmáticos que un buen día decidió combatir desde una trinchera distinta. Por aquel entonces su vida retomaba sentido después de un fracaso académico que significó perder buena parte del prestigio que con tanto celo había querido aparentar. Sin claridad en las metas por venir, se dedicó a estudiar la cotidianidad e identificar los convencionalismos sociales que desgastaban su vida provinciana. Tanto coraje le causó vivir en carne propia la indiferencia de su contexto, que un buen día cogió una mochila y pidió prestado dinero para largarse a la capital del país por segunda vez. Era la época en que corría sin parar a diario encontrándole sentido al tiempo y abarcando un espacio que lo hacía ver diminuto en medio de su desocupación. Lo agobiaba hacer nada, pero lo agobiaba más pensar que tenía que hacer algo para dejar de no hacer.

Las llamadas inútiles habían consumido sus ahorros. De pronto, experimentaba con llamarle a gente que nunca se acordaba de él, simplemente para saludar. Medía, según él, el grado de fingimiento con el que los demás le expresaban su entusiasmo por las cosas que creían que estaba realizando. Y es que eso de dirigir mensajes constantemente por cualquier motivo lo ponía en un dilema ético entre el ejemplo de conducta que parecía ser y la realidad contradictoria que reflejaba en toda esfera con su indisciplina. Poco a poco había vencido las inercias que supuso conocer de más a personas que tal vez nunca debió conocer por su propio bien. Esto porque se expuso reiteradamente a una atmósfera agreste que a veces se tornó patética en relación con el amor. Las situaciones embarazosas que fueron su pan de cada día tenían nombre y apellido. Pero ahora prefería olvidarlas, como correspondiendo a la sutil indiferencia que le propinó la autora de sus desgracias en la última oportunidad en que se desearon parabienes. Era la celebración de sus logros anuales a la que subyacía un dejo embarazoso con rostro de lástima.

El trajín que se había ido por esas fechas, le provocaba extrañar las tardes-noches llenas de coches por doquier. Las avenidas saturadas y las calles inaccesibles a su colonia eran parte de un paisaje al que, sin haberlo notado, se había acostumbrado. Ahora que la ciudad estaba más vacía, daba lugar a pensar en todas estas cosas. Tenía que ver con las personas que lo rodeaban y le demostraban, con mayor acierto cada vez, que las apariencias engañan. Pero cuando en algunos casos descubría que no era así, cuando lo que parecía era, se entusiasmaba por el ejemplo de autenticidad. La que perseguía desde hace años con un coraje indómito y no había encontrado detrás de los aparadores de publicidad sonriente que rellenaban estas fechas todos los almacenes que visitaba. Era un principio de congruencia estar dispuesto a no vivir bajo los cánones de lo socialmente correcto. Se trataba, pues, de perseguir incansablemente la libertad creadora y el amor como la creación más bella y, por naturaleza, compleja...

martes, 20 de diciembre de 2011

Y de pronto, nada

Sentirse mal no aliviana los problemas que no nos hacen sentir bien. De esta obviedad escribo ahora porque he caminado dormido y he soñado despierto. He podido descubrir muchas verdades en un tiempo más bien gris, que sin embargo ha significado percibir de otra manera los colores de siempre. Hoy sé que no soy el mismo de antes, pero no sé si soy el que antes pensaba ser ahora. En realidad, la realidad abruma. Encontrar los caminos para llenar de energía los días todos es tarea complicada. A veces una mala nota rompe el encanto de las mañanas y hacia la noche se agoniza lentamente. No debe ser así. Si existe una verdad además de la fatalidad del hombre sin Dios, esa es que todas las cosas nos ayudan a bien; o bueno, que de todo se aprende algo.
Entonces, ¿dónde quedó la tristeza? Ésta ha inspirado obras grandiosas independientemente de donde se encuentre. Personalidades de toda índole han creado cosas magníficas sólo a partir de un estado de melancolía. En ello a veces baso mi necesaria estadía en una de las ciudades más grandes del mundo. En el hecho de tener que pasar y superar, obvio, esta prueba que el destino puso delante de mí cuando mi libre albedrío estaba dispuesto a todo porque nada tenía que perder.

También he reflexionado, evidentemente en el tiempo de sobra, acerca de la fragilidad, de la vulnerabilidad del ser humano ante lo ajeno a su voluntad. Esto se pone de relieve en la opinión pública cuando suceden catástrofes como un terremoto o un huracán. Pero es más sencillo, se pone de manifiesto cada que enfermamos, así sea de una leve gripe. Experimentamos la necesidad de mejorar nuestro estado de salud. Anhelamos el auxilio de otros, principalmente de aquellos de nuestra confianza. Uno quisiera que su mamá, su novia, o su mejor amigo estén ahí para hacerle sentir su compañía. Los cuidados necesarios para aliviar la aflicción a veces pasajera y a veces permanente. Las enfermedades físicas son la ruina del cuerpo, pero, ¿qué hay de las enfermedades del alma? Los dolores que mucha gente padece en lo profundo de su corazón; en el alma desgastada por las traiciones, las pérdidas, las decepciones... Hay un amplio catálogo de motivos para estar enfermo espiritualmente; para perder todo sentimiento dirigido hacia los demás, y sumirnos en nuestro gran egoísmo.

En vísperas de la navidad y el año nuevo, excelentes oportunidades para convivir, pienso que meditar en el verdadero significado de este tiempo es indispensable, pero también demostrar que tenemos la capacidad humana para ir de la historia a las acciones. Noches de paz llenan este mes, pero los días parecen ser de una guerra silenciosa. Las personas no por ser navidad se olvidan de aquello que les preocupa. Vivimos preocupados, pensando en lo que nos depara el futuro. Muchos no disfrutan ningún día por sus presiones de dinero, de salud, de amor. Y es cuando me pregunto, ¿vale la pena? Para qué vivir si no se vive; si los momentos que se disfrutan apenas alcanzan para rellenar unos cuantos álbumes de fotos por mera presunción. Es decir, las imágenes para la vida, los momentos de perpetuidad, tienden a olvidarse. Se recuerda lo amargo, pero pocas veces lo dulce. Lo que otorga trascendencia a la existencia.

Precisamente hoy recuerdo que la semana pasada lo pasé genial cuando fui a una exposición con mi mejor amigo. Además caminamos bastante por calles desconocidas que nos ofrecieron un panorama nuevo de nuestra ciudad. Fue un día sin presiones, un día de vida. Obviamente, hay ocupaciones que merecen tiempo y espacio, no está a discusión su disciplina, por ejemplo: la universidad y el trabajo. Pero incluso estas actividades deben realizarse con pasión, con un ánimo renovado cotidianamente. Encontrar la chispa infinita de nuestros días es quizá la labor más loable de una vida. Hay quien no la encuentra nunca; algunos estamos hallándola y otros prefieren ni siquiera buscarla. He dicho y sostengo que tiene que ver con el amor al prójimo; con la entrega desinteresada a las demás personas. Evidentemente el "servicio público" poco o nada tiene de esto. No obstante, a mí me corresponde, creo, renovar el argumento detrás de lo que se convirtió desde siempre en la manera más fácil de obtener dinero y disfrutar de los banales placeres terrenales. Es una misión, es una tarea sin encomienda actual. Es un rumbo definido por mis convicciones que no son producto de las circunstancias.

Los ojos me arden porque tengo un resfriado bárbaro. Lo que más detesto es el ardor en la garganta. Desde niño me hace pasar muy malos días. Anoche cuando caminaba consiguiendo algo que me aliviara por la colonia, me sentí apartado hasta de mí mismo. Volví a mi cuarto a ver algo de televisión, bueno, noticias son lo que siempre veo, y traté de que avanzara el tiempo. No sé si lo logré, aunque amanecí temprano, lo suficiente para llegar puntual a la oficina. Entretanto, confirmé rumores y bebí un café. El mismo que ahora me acompaña para seguir meditando en estos temas. No sé si sea mi última entrada del año, pero espero que dé pie a aterrizar varios puntos en breve. Sobre los que no quiero seguir arando en el mar; más bien quiero, ahora, contarlos a manera de autobiografía. Una historia que no sé si quieran leer, pero que yo, desde hace tiempo, quiero escribir.

martes, 13 de diciembre de 2011

Superficialidades

Conocer las motivaciones últimas que llevan a las personas a actuar de una u otra forma es una tarea poco menos que imposible. A qué me refiero, los seres humanos tejemos estratagemas para ocultar nuestras verdaderas intenciones. Preferimos la simulación antes que ser auténticos. Porque lo segundo nos pone al descubierto, nos vulnera en presencia de otros que siempre fingen. Siguiendo la premisa de que todos mienten, podemos encontrar verdades. Escudriñando los momentos, escarbando entre las actitudes que delatan lo obvio, que ponen en evidencia lo que siempre "le da al traste"a nuestra presentación cotidiana más que ensayada: los sentimientos, también podemos hallar las razones que nos llevan a levantarnos cada día haya o no haya sol.

A veces uno quiere, yo quiero, sentir más que pensar los momentos. Alguna vez una chica que fue mi primera novia justificó el habernos besado como un acto de "me dejé llevar por el momento". Es decir, me hacía ver que no quería precisamente hacerlo, pero el momento fue más fuerte, su inercia más poderosa que la contención, que la resistencia a juntar nuestras bocas. De por medio, evidentemente, estaban condiciones morales. Es decir, no eramos novios ni pretendía que lo fuéramos, pero el puro gusto, ese deseo irrefrenable de "sentir", nos llevó al beso. El ejemplo, aunque parezca, no es burdo. En realidad ayuda a mostrar cómo actuamos en algunas situaciones. Nos dejamos llevar... y más tarde, a veces mucho más, volvemos a pensar.

En medio de la ficción que se cierne sobre mí, durante los días cálidos de viento frío (sí, la naturaleza también tiene sus contradicciones), me he puesto a pensar, ¡otra vez!, porque hay momentos en que uno no piensa. Cuando simplemente las cosas pasan, y siempre pasan por algo. Razón más que suficiente para enmendar en algunos casos o reflexionar en otros sobre el sentido que tiene nuestra vida. La cual, con mayor frecuencia, se ve asediada por catástrofes ajenas a nuestra voluntad y que nos muestran cuán vulnerables somos ante un mundo inmenso que creíamos, en nuestra soberbia, haber dominado. El advenimiento de lo fatal, de lo terrible, en nuestra cotidianidad, supone una carga mucho mayor a la de seguir las rutinas de siempre, con una monotonía propia de los robots más simples.

Aun en un escenario de sufrimiento, que siempre viene precedido por el miedo a nuestra propia fragilidad, las cosas pueden tomar un rumbo que deje atónitos a todos los incrédulos de que la fe mueve montañas. Las situaciones límite, las "orillas" a las que se puede llegar por catástrofe casual o vocación de infortunio, suponen también los retos más formidables para cualquier mortal. Precisamente por el hecho de serlo, por saber que sabemos que algún día dejaremos de existir en esta dimensión, en este tiempo y espacio tan invadidos por un intercambio de información perverso. El desafío, el hacer cosas grandes a pesar de las adversidades, por encima de los problemas que le quitan sazón a la vida, siempre es el mejor aliciente, un estímulo incomparable para valorar nuestra vida como un pedazo de existencia, como un trozo de razón que anhela experimentar el amor sin entenderlo.

Diciembre trae consigo momentos como éste. En el cual salen de mi teclado reflexiones sin hilar, sin el tejido normal de un texto que persigue un propósito específico. No, lo de ahora es escribir por puro gusto. Disfrutar hacerlo cuando han transcurrido casi todos los días de un año que, en teoría, no habrá de repetirse. Aunque en este país parece ser el mismo desde que un día alguien inventó la palabra "crisis". Y entonces sí, cada año son una o varias crisis de toda índole. Más o menos hacia estas fechas todo muere, los días fenecen aunque se sabe que es obligación acudir a casa de alguien, a veces invitado a la propia, para la cena de navidad. Porque de esa manera uno convive y es feliz, la paz reina en los corazones... Escenas memorables, dignas de almacenarse en los álbumes de fotos que se muestran a los demás para presumir que no siempre tuvimos problemas. Que algún día fuimos felices.

Volviendo a la cuestión de sentir sin pensar o pensar sin sentir (ya no recuerdo mis intenciones reales de discutir sobre esto), recordé que hace tiempo no salgo con alguien. Me refiero, mi soltería se me ha vuelto algo tan habitual que ni siquiera pienso en la posibilidad. Esto no quiere decir que no tenga ganas de hacerlo. Desde hace tiempo persigo esa idea de un romance al estilo americano, lo que comprueba que me he dejado influir por el cine comercial. Pero es cierto, quisiera dejar de pensar en todo lo que implica para simplemente dejar que se dé. Y aunque uno diga que esto pasa, con mayor seguridad, al cruzarse de brazos y esperar a que pase, lo cierto es que uno debe conocer personas. Conocer el corazón, descubrir los sentimientos, interpretar las emociones. No sólo guiarse por el aspecto, por lo que nuestra mente indica que es bello aunque sepamos que es superficial.

En el fondo, pensando a futuro, muy a futuro, lo que importa es el interior. Que éste es un lugar común que repiten los feos, quizá, pero no deja de ser la verdad. Tarde o temprano el dejarse llevar por momentos, el sentir pasajeramente, el vivir las apariencias, sucumbe y devela lo peor de las personas. Vivir intensamente es actuar con empatía, entender la circunstancia ajena y enamorarse de esa misma voluntad. Es saber que por lo menos existe alguien que comparte los mismos anhelos y cree en que la sinceridad puede ser permanente. Espero encontrar a una chica que platique conmigo sobre estos tópicos, que no se aburra con mis pleitos existenciales y desee transformar el mundo haciendo el amor y no la guerra. Ojo, escribo en el sentido más amplio... Porque las apariencias engañan.