miércoles, 27 de julio de 2011

Competentes para ser felices

Un francés bajo el cielo de Oaxaca conversa conmigo en una cantina con decoración fantasiosa, donde se pierden hadas y duendes. Tomamos unas cervezas y platicamos acerca de la escuela y la vida; bueno, la escuela es una parte de la vida y, a su vez, la escuela te forma para la vida (o eso se dice). Hace dos años que él se fue a vivir a Rouen en Francia, más o menos cuando yo me debatía y abatía en el centro de investigación donde estudiaba Derecho. Entonces nos despedimos en mi parque favorito, conocido como “El Llano”, acaso porque todo en Oaxaca lleva el nombre de Benito Juárez. Fue un encuentro espontaneo, un día que yo meditaba profundamente sobre el sentido de la vida y él simplemente había ido a tramitar su pasaporte.

Adolfo es un buen tipo que aparentaba ser más joven en la preparatoria y ahora carga con una melena que, si no lo hace ver más viejo, lo aparenta más maduro. Forjado en algún tipo de combate. Así luce este personaje que sí pasaría por europeo antes que por mexicano, a menos que se le vea comiendo chapulines. Nos encontramos enfrente de la principal iglesia de la ciudad y notamos el cambio de aspecto pero la continuidad de las formas de ser, del carácter honesto de nuestro saludo que cedió a lo impredecible de una plática no planeada. Los dos tenemos muy presente que las oportunidades se aprovechan.

El diálogo es abierto, sin reservas. Intercambiamos puntos de vista sobre la exigencia académica en Europa. Yo no sabía que se calificaba en la escala de veinte y un alumno promedio obtiene doce. Que no hay vida social, bueno, la universidad incluso reduce la vida personal. Horarios que abarcan todo el día y por las tardes dedicarse al estudio y aplicación de los conocimientos adquiridos. Una rutina que para quien ha vivido desde pequeño así, no debe de resultar fastidiosa. Sin embargo, la vida académica en México es mucho más relajada. En mi experiencia, los jueves, viernes y sábados se ocupan, en buena parte, para salir a distintos lugares; es decir, sólo se dedican exclusivamente al estudio los primeros tres días de la semana.

Al hablar de la vida personal encontramos puntos de coincidencia. Los dos hemos sentido la cercanía de la soledad por lapsos. Rondando la vida de un mexicano radicado en el extranjero, hallo el profundo sentido de comunidad de nuestra tierra. Adolfo prefiere el cielo de Oaxaca al de París ¿quién no?, y reconoce una necesidad de esta tierra que no tiene lugar cuando recuerda la Torre Eiffel o la avenida de los Campos Elíseos. Comparto con él la necesidad del valle que nos vio crecer en distintas etapas. Siempre he tenido en mente los cerros majestuosos rodeando la ciudad casi sin edificios altos, más bien con un número incontable de pequeñas casas que conforman un paisaje multicolor.

Desembocamos en mi tema predilecto: la amistad. No fue posible partir de premisas compartidas para definir el concepto, pues siempre ha sido ambiguo. No obstante, me pareció atinada una aproximación de mi colega ingeniero (sí, porque la Política es algún tipo de ingeniería), la amistad como alianza. Una alianza que sortea dificultades, que satisface necesidades, que complementa deficiencias. Aunque el francés venido a estas tierras que siempre han sido suyas, no entra en detalles ni es partidario del vértigo emocional que me genera la conversación, esboza ideas al respecto guardando la objetividad que le ha formado su educación extrema racional.

A razonar no se aprende, por lo que los dos aducimos nuestras razones con profesionalismo. La maestría la dejamos para después, lo de aquí y ahora era desprendernos de prejuicios y analizar la amistad. Propongo lo circunstancial como determinante y mi circunstancial amigo ejemplifica con una vivencia. No había mencionado que vivió en Canadá un tiempo y se ha formado en amistades gélidas, al contrario de mí que he vivido siempre en esta tierra cálida, de festividades y manifestaciones fraternales. Tanto él como yo nos reconocemos en ellas, son parte de nuestra identidad que, por cierto, él ha celebrado allende nuestras fronteras preparando mole y guacamole franceses. Como sea, aun compartiendo rasgos culturales, cada uno define su amistad y lo que espera de ese concepto en la práctica, sobre todo en lo que respecta a la amistad de una mujer. Siempre he sostenido que el noviazgo y matrimonio son algún tipo de amistad y cuando no se asumen así, fracasan.

En la recta final de nuestro encuentro, ya habíamos dejado el primer lugar y ahora nos encontrábamos en la calle de Allende, un rincón único en Oaxaca, donde convergen cocinas de distintos países y personas de varias nacionalidades. Ahora mismo observaba a una pareja de japoneses bebiendo café al calor de las tres de la tarde. Y nosotros con unos tarros de cerveza de barril bien fríos brindábamos por la oportunidad de encontrarnos así, de dilucidar ideas abstractas y concretas en la búsqueda de un sentido a vivir, a permanecer sobre esta tierra dando la batalla incluso ante las circunstancias más adversas. Es la pregunta que todo joven se hace ¿vale la pena…, y Adolfo especificaba, tanto esfuerzo? en un medio tan agresivo además, un sistema académico de producción en serie de autómatas racionales, ¡vaya paradoja!

De pronto, la felicidad no importa. Más aún, la felicidad personal parece no estar en función de la felicidad de nuestros semejantes. El libre mercado y la empresa privada han sustituido el desarrollo humano e importa ser competitivo, no fallar en los procesos de la cadena productiva. Hacer (lo que esto sea): programar, construir, diseñar, redactar, conducir, resolver… si sólo se hace esperando recibir un bien para uno mismo; el egoísmo ciega la capacidad de amar y compartir. El dinero nunca fue necesario pero hoy es indispensable, como en esta plática al comprar las cervezas. La felicidad, en cambio, siempre será necesaria, vivir depende de eso; encontrarla es el reto, pero seguramente es posible en compañía de un amigo que se alía para entender su circunstancia y recordarle a Bruno su origen y prospectiva. En opinión del coautor de estas líneas, son cosas interesantes al fin...

lunes, 18 de julio de 2011

Con derecho de paseo

Había comido solo un taco de carnitas. La vista nublada, el caminar tembloroso, la expresión facial desconcertada. Todo luego de viajar más de medio días con escala técnica de unas horas por el lugar de su última residencia. El fin de semana que se dispuso tener se esfumó en cuanto una llamada de un personaje oscuro sonó en su celular. Lo requerían para aclarar cuentas de su primer empleo, más de un año después. Los imprevistos, sobre todo cuando se trata de trasladarse de una ciudad a otra, no le agradaban. Sin embargo, así amaneció en la provincia lluviosa donde nada se miraba claro, empezando por el cielo.

Al menos disfruto su desayuno en el marco idóneo para cualquier visitante a la capital de legado colonial, el del parque más grande, por donde muchos corrían y unos cuantos comían. Como él, en medio de la llovizna de aquellos momentos que lo sumieron en reflexiones sobre su regreso a la capital. Tenía apenas unas horas para resolver el problema, si es que lo era y regresar de prisa a desahogar los pendientes que le había dejado el medio año, sí, por entonces era el verano impredecible que traía malos recuerdos pero no dejaba de ser la oportunidad para realizar anhelos y olvidar agravios.

Ninguna persona parecía lo suficientemente importante en este momento como para robarle el pensamiento al caminar por los callejones y empedrados donde se perdían cien historias de relaciones personales. Ahora era él y su circunstancia, la de abordar un camión antes de las cuatro de la tarde y poder llegar antes de la media noche a su casa. Se dio tiempo para platicar francamente con algunos seres queridos e incluso gestionó en la medida de sus posibilidades. Igual lo persiguió el sentimiento de soledad de este tiempo. No cedió ni al terreno natal la maldita. Aunque a medida que se hacía costumbre, no le caía tan mal, de pronto se encontraba en la frontera entre la tristeza y el enojo que más bien producían seriedad. Y algunos ratos de reír como estúpido por cualquier cosa.

No había ilusiones inmediatas en la esfera personal ni desilusiones prontas en la esfera pública. Simplemente era la coyuntura, la de observar los rostros de cansancio y los cuerpos encorvados de fatiga, mientras el desánimo nacional y la apatía generalizada acendraban el carácter del hombre. Apenas era un jovencito con cuerpo de adulto y creía que podía caminar seguro por cualquier avenida, sin derecho de picaporte en los grandes edificios pero con derecho de paseo en los predios vacíos de su colonia.

domingo, 10 de julio de 2011

Ante la lluvia sobre su cabeza

Lo que él quería era que su amigo mostrara interés por protegerlo. El sentimiento que le producía Jesús era tan poderoso que las acciones de éste repercutían en su estado de ánimo, sobre todo si se trataba de asuntos de su amistad. Marcos, entusiasta joven que, sin embargo, exageraba de pretencioso, veía en aquél más que una amistad común. Se podría decir que era el hermano contemporáneo que no tuvo, el que se encontró en la preparatoria por circunstancias que sólo Dios sabe. Precisamente en esta etapa descubrió la valía de Jesús, su buena fe para ser amigo; lejano a apariencias que diluyen la sinceridad; solidario para escuchar y diligente. En realidad, no fue difícil quererlo y admitir la necesidad de contar con su persona para la vida entera.

Debido al carácter temperamental (aunque suene a pleonasmo) de Marcos, la relación no siempre fue tersa. Si algo lo cuestionaba acerca de la amistad como concepto y su eficacia práctica era la relación, más o menos contradictoria, entre reciprocidad e incondicionalidad. En sus diálogos que se tornaban monólogos ante la demasiada prudencia de Jesús, el más sensible de los dos divagaba entre lugares comunes para disimular las cosas que le entristecían o enojaban de su amigo. Así habían transcurrido cinco años desde que se conocieron. Durante los cuales habían compartido experiencias únicas. Las que sí sobrevivirían a cualquier diferencia que pudiera deshacer el lazo poderoso que en aquellos días parecía debilitado.

Los malentendidos son malos consejeros cuando se está melancólico. Aun así, las experiencias de los últimos días lo llenaban de impotencia, de unas ganas de llorar que se contenían en el pecho sin forma de desahogo. Marcos notaba que su amigo de siempre y, en prospectiva, de nunca, disfrutaba de la amistad de todos con notable interés. Pero de la suya más bien quedaba una rutina consistente en conversar en una faceta que sólo ellos conocían de sí mismos. La que no daba lugar a la simpleza convencional de los buenos ratos en que no hace falta profundizar en argumentos para reír y sentirse apreciado. Parecía ser que el tiempo desgastaba el lazo, o al menos eso pensaba uno de los dos. Del otro sólo he oído descripciones, pero a Marcos lo conozco bien. Sé que le acongoja y vaya que quiere a su amigo.

Llovía en la ciudad y aun cuando la gente festejaba en las calles, estar mojado sin poder llegar a su casa lo ponía más triste. Se sentía solo a pesar de estar acompañado, la paradoja de sus últimos meses. Se había molestado con Jesús por que éste no demostraba el ánimo que entregaba a sus otros amigos, más bien parecía ignorarlo en las cosas que lo apasionaban. En la calle, aun cuando tomó su mano y se la puso en sus cabellos empapados para hacerle ver su estado en busca de ese apoyo que no percibía, Jesús se limitó a decir una frase corta (de las que componían la mayoría de sus pláticas) y a secarse en el hombro de Marcos empapado por la lluvia. Ese fue el detonante de sus tristes líneas. Esa fue la razón para caer en cuestionamientos absurdos sobre la "amistad verdadera" porque seguramente no pasarían unos días para que volviese a insistir en su ayuda.

Tal era su necesidad de él, que no podía prolongar su enojo pero sí accedía, sin embargo, a sentirse bastante mal. A conmoverse al máximo por las actitudes de quien consideraba su hermano, no obstante, que en una de esas imágenes que llegaron del pasado olvidado, aparecían ambos en compañía de un amigo-maestro. Marcos había reclamado a Jesús el no haberle hecho caso cuando le indicó algo, comparando el caso con una orden que éste recibió de su hermano y, en cambio, sí cumplió de inmediato. Ante la atención del amigo experimentado, Jesús le respondió entre risas: "pues tú no eres mi hermano, Marcos".

Los sentimientos encontrados lo enfrentaban con su soledad. El gran cariño que sentía hacia su amigo no era correspondido, según el estado de ánimo de sus días. Las lágrimas por sus mejillas no eran suficientes para el desahogo, quedaban los remordimientos por saber si estaba en lo cierto, si las desatenciones y seriedades en verdad correspondían a un carácter inmutable (es decir, no te agobies porque soy así, así nací y así me moriré) o su tesis del desgaste de la amistad era más probable. Sobrevivir a esta clase de incertidumbre era un reto formidable, sólo deseaba no pensar, equilibrar sus sentimientos, valorar lo posible, olvidar lo imposible.

Transcurrir como una canción de piano que cuenta una historia de claroscuros en la que se entrecruzan felicidad y tristeza en una creación digna: lo que el llamaba "amistad familiar" porque no había descubierto una mejor forma de nombrar su relación con Jesús. El incondicional que ejercía esa influencia sobre él. Influencia a secas, sin ahondar en su naturaleza, tal como Jesús le planteó un día de su remota adolescencia.