martes, 20 de noviembre de 2012

Único

El recorrido en metro no era ninguna novedad. Todos los días lo tomaba de distintos puntos para dirigirse a dondequiera que el destino lo requiriera. Aunque el desdichado, generalmente solo lo llamaba a trabajar después de ir a la universidad, a donde se llegaba en camión.

Las últimas horas fueron de la efervescencia que resulta de verse envuelto en una decepción que pasa rápidamente a un estado de felicidad inaudito. Sobra contar la historia de qué y por qué. Lo importante en todo caso es señalar que se llevó nuevamente una gran lección de quien era su único amigo en el mundo. No porque no tuviera otros amigos, por supuesto que sí, pero su único amigo era su mejor amigo, quien le había demostrado en más de una ocasión que lo importante no es decirlo o, si se quiere, gritarlo a los cuatro vientos, sino realizar actos magnánimos en el trajín de la vida cotidiana. Eso sí que es difícil de lograr y vaya que lo conseguía guiado por quién sabe que fuerza de voluntad solo explicable de la mano divina.

Esa mañana caminó hasta la estética de la colonia para cortarse el pelo. Evidentemente no lo iba a hacer él, sino la mujer de rostro fino que con mucha calma usaba diestramente las tijeras en la maraña de cabellos que hacían ver su cabeza como un nido de pájaros. Pero no estaba. La esperó durante un rato y no apareció. Así que decidió marcharse al trabajo, qué más daba si llegaba temprano.

En el camino, comprobó una vez más que los camiones no son suficientes. Como si se tratara de una lata de sardinas, las personas se agolpan para entrar en los camiones verdes que circulan por el periférico de la ciudad. Ahí, encaramado en el último escalón apenas y se tiene sensación de ser humano. Más bien se piensa como un mueble insignificante siendo transportado hacia el inventario del que no ha de salir. Llegado a la estación es una libertad semejante a la de escapar de un reclusorio. Uno toma el aire de una bocanada y le sabe a agua, aunque evidentemente no lo sea, y quizá tampoco aire.

Ernesto se sumió en sus pensamientos cuando cruzaba por el monumento a los dos siglos de independencia de su país. Lo era porque ahí nació, ahí creció, pero sobre todo porque nunca había salido de ahí. Hasta donde había llegado no le habían requerido el pasaporte y mucho menos una visa. Así que se sabía condenado a pertenecer a esa identidad que no pidió pero que lo llenaba de orgullo, quizá por pura inercia colectiva. Cuando escuchó provenir de la plaza, al pie de lo que parece un multifamiliar de ardillas, el sonido de una cumbia sureña, se detuvo y observó a una especie de grupo alternativo, lo que sea que eso signifique, enfrente de él. Hasta había seguridad y toda la cosa dispuesta para un concierto. Apenas eran las dos de la tarde.

Ya no recordaba que había antes de que llegara la parafernalia de ese monumento sin sentido. Vagamente rondaba su mente la idea de una extensión del sucio paradero colindante, el de metro Chapultepec. Claro que no era nada significativo para haberlo olvidado tan pronto. Ahora se dirigía de regreso a casa en compañía de tres amigos del trabajo. Los tres con historias propias y seres queridos esperándolos en algún lugar del mundo. Las penas con burlas son menos, y ahí se encontraban riéndose de las situaciones baladíes de la vida a las que uno le otorga tanta importancia que llegado el punto de que se dejaron muy atrás, dan pie a que uno se dé de topes por haberse permitido semejantes frustraciones pasajeras.

En fin, algo así era la vida de Ernesto un día de invierno prematuro que nunca vio el otoño más allá de las lunas del mes anterior que le recordaron la verdad de vivir bajo el mismo telón que ella y él y ellos. Todos quienes hacían de su vida una calle de doble sentido, sin la que no tendría propósito vivir. Al menos no, tomando en cuenta que hace tiempo había dejado de creer en el tiempo lineal y se había aferrado a la teoría del tiempo cíclico. ¿En qué punto del círculo se encontraba? No lo sabía, pero al menos sí que la fórmula de seguir viviendo era igual a no dejar de creer en el amor incondicional entre amigos. Aunque a veces el ejemplo provenga de uno solo, el único, alguien que sí sabe aplicar la fórmula.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Otoñal

Al mediodía, pasadas las dos de la tarde, salió a caminar por la colonia. El mercado estaba como siempre, en cualquier temporada tenía vida propia. Pasó al local de mariscos y pidió un caldo, nada mejor para amainar el gélido ambiente que se apoderó de la ciudad hace unos días. Se hundió en sus pensamientos acerca del fin de semana, como intervalo de tiempo que acompañaba melancólicamente su vida desde que era niño. Pensaba si siempre, desde que tuvo uso de razón, había percibido los sábados y domingos como algo ajeno a la vida normal.

Apenas ayer recorrió toda la ciudad de sur a norte para ir con la familia. De buena gana comió con su ancestra, la más longeva persona con la que convive. Un tesoro de sabiduría que afortunadamente tiene el gusto de descubrir cada semana. Cuando viajaba por la ciudad se presentaban dos situaciones: podía leer de lo mejor; o podía dormir de lo mejor. En el primer caso, generalmente ocurría con novelas o cuentos, porque teoría lo que se dice teoría, no podía leer muy bien; en el segundo, se perdía al recargarse en la ventana. Lo arrullaba profundamente el motor de los camiones, a veces incluso la música estridente que, en cualquier género, acompañaba los recorridos diurnos o nocturnos.

Hace un año se encontraba en su tierra natal. Reconociendo los lugares emblemáticos del patrimonio cultural humano que se pierden entre las calles y callejones que convergen en las plazuelas únicas llenas de árboles centenarios. No recordaba si muy solo o no lo suficientemente acompañado, se perdió por esa ciudad tan suya. Hoy, al salir del mercado, extrañaba tanto esa tierra tan suya. También su casa, perdida en medio del campo a las afueras de la ciudad. En ese lugar llamado por alguna razón desconocida La Capellanía. Hace años no soportaba vivir por ahí y ahora lamentaba profundamente no poder respirar su aire, llenarse de su ambiente, caminar por los pastizales sin mucho arreglo, conviviendo con la fauna de cualquier campo-urbano.

La provincia y la capital, tan unidas desde siempre, hoy se encontraban más lejos que nunca. Llenas de vida a su manera, se perdían en el pensamiento turbulento que no lo dejaba comer en paz. Volvió a su solitario cuarto, pero ya no se sentía solo. Había dejado de lamentarse por el curso de los tiempos actuales en los que se ve al mejor amigo cada dos meses. En los que se pierden amigos en cada oportunidad que despreciamos de hacerlos, por estar ocupados en asuntos más importantes. Así las cosas, durmió largo rato, estudió, siguió estudiando y finalmente cenó un sándwich  Cada vez ganaba más práctica en la preparación de emparedados y, por lo que decían los demás, cada vez sabían mejor.

El  otoño cobraba bríos. La ciudad se vaciaba en mayor medida con el paso de los días. Por alguna razón, fuera de consideraciones vacacionales, esta época era de una convivencia desértica o por decirlo de otro modo, de convivencia muy escasa. Por eso soñaba con salir pronto, muy pronto, de los intestinos de esa capital. Quería salir corriendo a una capital muy occidental, lo suficiente, como para enamorarlo con su feria internacional del libro y con todo lo que conllevaría. Seguramente conocería personas nuevas y soñaba, entre ellas, conocer a una linda y especial tapatía. Una intelectual algo solitaria, como él, que acudiera a la fil con el mismo entusiasmo. Entonces, tal vez, en el pabellón dedicado a Chile, discutirían sobre Keret o Calvino, sobre el bochornoso episodio político del año pasado o sobre la música de Sabina y Serrat. Entonces, tal vez, en algún receso, se darían un beso enfrente de la Minerva.