sábado, 3 de noviembre de 2012

Otoñal

Al mediodía, pasadas las dos de la tarde, salió a caminar por la colonia. El mercado estaba como siempre, en cualquier temporada tenía vida propia. Pasó al local de mariscos y pidió un caldo, nada mejor para amainar el gélido ambiente que se apoderó de la ciudad hace unos días. Se hundió en sus pensamientos acerca del fin de semana, como intervalo de tiempo que acompañaba melancólicamente su vida desde que era niño. Pensaba si siempre, desde que tuvo uso de razón, había percibido los sábados y domingos como algo ajeno a la vida normal.

Apenas ayer recorrió toda la ciudad de sur a norte para ir con la familia. De buena gana comió con su ancestra, la más longeva persona con la que convive. Un tesoro de sabiduría que afortunadamente tiene el gusto de descubrir cada semana. Cuando viajaba por la ciudad se presentaban dos situaciones: podía leer de lo mejor; o podía dormir de lo mejor. En el primer caso, generalmente ocurría con novelas o cuentos, porque teoría lo que se dice teoría, no podía leer muy bien; en el segundo, se perdía al recargarse en la ventana. Lo arrullaba profundamente el motor de los camiones, a veces incluso la música estridente que, en cualquier género, acompañaba los recorridos diurnos o nocturnos.

Hace un año se encontraba en su tierra natal. Reconociendo los lugares emblemáticos del patrimonio cultural humano que se pierden entre las calles y callejones que convergen en las plazuelas únicas llenas de árboles centenarios. No recordaba si muy solo o no lo suficientemente acompañado, se perdió por esa ciudad tan suya. Hoy, al salir del mercado, extrañaba tanto esa tierra tan suya. También su casa, perdida en medio del campo a las afueras de la ciudad. En ese lugar llamado por alguna razón desconocida La Capellanía. Hace años no soportaba vivir por ahí y ahora lamentaba profundamente no poder respirar su aire, llenarse de su ambiente, caminar por los pastizales sin mucho arreglo, conviviendo con la fauna de cualquier campo-urbano.

La provincia y la capital, tan unidas desde siempre, hoy se encontraban más lejos que nunca. Llenas de vida a su manera, se perdían en el pensamiento turbulento que no lo dejaba comer en paz. Volvió a su solitario cuarto, pero ya no se sentía solo. Había dejado de lamentarse por el curso de los tiempos actuales en los que se ve al mejor amigo cada dos meses. En los que se pierden amigos en cada oportunidad que despreciamos de hacerlos, por estar ocupados en asuntos más importantes. Así las cosas, durmió largo rato, estudió, siguió estudiando y finalmente cenó un sándwich  Cada vez ganaba más práctica en la preparación de emparedados y, por lo que decían los demás, cada vez sabían mejor.

El  otoño cobraba bríos. La ciudad se vaciaba en mayor medida con el paso de los días. Por alguna razón, fuera de consideraciones vacacionales, esta época era de una convivencia desértica o por decirlo de otro modo, de convivencia muy escasa. Por eso soñaba con salir pronto, muy pronto, de los intestinos de esa capital. Quería salir corriendo a una capital muy occidental, lo suficiente, como para enamorarlo con su feria internacional del libro y con todo lo que conllevaría. Seguramente conocería personas nuevas y soñaba, entre ellas, conocer a una linda y especial tapatía. Una intelectual algo solitaria, como él, que acudiera a la fil con el mismo entusiasmo. Entonces, tal vez, en el pabellón dedicado a Chile, discutirían sobre Keret o Calvino, sobre el bochornoso episodio político del año pasado o sobre la música de Sabina y Serrat. Entonces, tal vez, en algún receso, se darían un beso enfrente de la Minerva.  

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