James Ensor. Masks Confronting Death (1888). MoMA
Las amenazas de muerte
llegaron cuando nada en la vida de Eustaquio lo asustaba, después de recibir 13
balazos en distintas partes del cuerpo, incluyendo la bala perdida que le
perforó un pulmón cuando viajaba en autobús rumbo a Puebla. Por eso aquella tarde
de mayo, cuando sentado frente a su computadora empezó a parpadear la luz roja de
su celular que anunciaba nuevos mensajes, no se angustió al leer: Te vamos a
matar. No es cuestión de tiempo. El tiempo no volverá a significar para ti la
promesa de nada. Solamente la espera de una muerte terrible y silenciosa. En
ese momento no le preocupó la amenaza ni pensó tomarla en serio, después de que
escuchó los perturbadores mensajes de voz que la acompañaban. Claro,
perturbadores para cualquier persona, no para Eustaquio Pérez.
En la sierra de
Guerrero aprendió muchas cosas, una de ellas que la vida no es un privilegio,
ni siquiera un don que deba ser agradecido a alguien o algo. La vida es una
condición a la que no se debe escapar por ninguna puerta falsa, ni el suicidio,
ni el alcohol, ni las drogas, ni el placer desmedido. La vida debe ser sorteada
con disciplina, repetía a sus compañeros de parcela, lo cual es un decir,
puesto que en esas tierras dejadas a su suerte por todos los gobiernos, el que
quisiera podía tener, con más lealtad que ingenio, su propia parcela para
cosechar mariguana, amapola o lo que se diera, siempre y cuando representara
mucho dinero para los “dueños” de las montañas.
Estos dueños no se
dejaban ver fácilmente. Sus visitas eran ocasionales, pero enviaban sin falta,
cada quincena, a sus cobradores que llegaban en camionetas cuatro por cuatro,
con blindaje y vidrios polarizados, oyendo con estruendo música de banda y
cargando al cinto al menos dos pistolas. A ellos les admiraba Eustaquio porque
de todos era el que más producía, y eso que había entrado al negocio apenas
hace dos años, tiempo suficiente para acumular una cosecha que ya le permitía darse lujos
como comprarse su propia troca o viajar rodeado de vino y mujeres, cosa que por
supuesto no hacía el disciplinado agricultor, que como tal se presentaba delante
de las gentes de los pueblos circunvecinos. Un campesino más, un honrado hombre
de campo más.
Eustaquio usó todo el
dinero que ahorró en más de una década dedicado al negocio de producir frutos
prohibidos para las autoridades del mundo con el fin de crear un fideicomiso
cuyo primer beneficiario sería su hermano menor, condenado desde niño a una
silla de ruedas, que ahora con cerca de cincuenta años era casi una parte más de su cuerpo. Eustaquio
anhelaba ver caminar a su propia sangre a cualquier precio, así fuera mediante
prótesis biónicas que se fabrican en Asia sobre pedido, que, instaladas en su
cuerpo, lo moverían erguido de un lado para otro. Para cumplir el anhelo filial
no solo ahorró su dinero, sino que defraudó a sus compañeros de negocio al
hacerles creer que invertía su oro verde en un banco suizo, al que por sus
estudios en finanzas en una universidad privada del centro del país, sabía
acceder. El hombre de bigote feliz y mirada seria había ido a labrar el campo
con un título universitario en la bolsa y el conocimiento experto en manejo de
inversiones.
Eustaquio miraba
tranquilo,
mientras tomaba una taza de café, su único vicio, el intermitente parpadeo de
la luz roja de su celular hasta que se decidió otra vez a revisar los insultos y
oír después los espeluznantes chillidos grabados en algún lugar del mundo,
probablemente más cerca de Suiza de lo que se imaginaba, luego de lo cual cerró
los ojos hasta que concilió el sueño.
Desde que tenía memoria
no podía descansar, simplemente dormía envuelto en sus más angustiantes preocupaciones.
Esa noche de mayo se perdió en un sueño profundo, en el que observó una silla
de ruedas incendiarse; nada más la veía consumirse en medio de muchas cajas que
ardían a su alrededor como queriendo que desapareciera por completo lo antes
posible. A la mañana siguiente, amaneció envuelto en cinta canela sin poder
hablar, apenas y podía respirar en ese envoltorio de pegamento maloliente. Sus
perseguidores lo habían encontrado.
El dinero, tan
escurridizo como siempre, no estaba a la mano. Los antiguos socios ya no lo
querían, solo les interesaba vengarse infligiendo el mayor sufrimiento posible
al traidor. Tenían preparadas sus peores armas para el suplicio, una danza de
herramientas con muy mala pinta para cualquier trabajo manual. Todas
extremadamente filosas.
El hermano de Eustaquio,
mientras tanto, viajaba rumbo a Seúl. Su silla de ruedas había sufrido un
accidente a la mitad del vuelo desde Houston, en la parte trasera del avión que
ya se incendiaba por un defecto de fabricación combinado con una bala perdida.
Ninguno de los dos sabía qué iba a pasar con sus vidas en las próximas horas,
pero los dos se sentían profundamente agradecidos por vivirlas. Uno sobre todo,
por brindar ayuda con el corazón en la mano; el otro sobre todo, por recibirla
con la mano en el corazón, un corazón
que ahora volaba, que ya se sentía por fin lejos de una parte impuesta a su
cuerpo. Mientras Eustaquio sentía en toda su humanidad la cercanía de un
incendio, látigos de llamas; un calor abrasador sobre su piel.