domingo, 26 de octubre de 2014

Amenazas de muerte

James Ensor. Masks Confronting Death (1888). MoMA

Las amenazas de muerte llegaron cuando nada en la vida de Eustaquio lo asustaba, después de recibir 13 balazos en distintas partes del cuerpo, incluyendo la bala perdida que le perforó un pulmón cuando viajaba en autobús rumbo a Puebla. Por eso aquella tarde de mayo, cuando sentado frente a su computadora empezó a parpadear la luz roja de su celular que anunciaba nuevos mensajes, no se angustió al leer: Te vamos a matar. No es cuestión de tiempo. El tiempo no volverá a significar para ti la promesa de nada. Solamente la espera de una muerte terrible y silenciosa. En ese momento no le preocupó la amenaza ni pensó tomarla en serio, después de que escuchó los perturbadores mensajes de voz que la acompañaban. Claro, perturbadores para cualquier persona, no para Eustaquio Pérez.

En la sierra de Guerrero aprendió muchas cosas, una de ellas que la vida no es un privilegio, ni siquiera un don que deba ser agradecido a alguien o algo. La vida es una condición a la que no se debe escapar por ninguna puerta falsa, ni el suicidio, ni el alcohol, ni las drogas, ni el placer desmedido. La vida debe ser sorteada con disciplina, repetía a sus compañeros de parcela, lo cual es un decir, puesto que en esas tierras dejadas a su suerte por todos los gobiernos, el que quisiera podía tener, con más lealtad que ingenio, su propia parcela para cosechar mariguana, amapola o lo que se diera, siempre y cuando representara mucho dinero para los “dueños” de las montañas.

Estos dueños no se dejaban ver fácilmente. Sus visitas eran ocasionales, pero enviaban sin falta, cada quincena, a sus cobradores que llegaban en camionetas cuatro por cuatro, con blindaje y vidrios polarizados, oyendo con estruendo música de banda y cargando al cinto al menos dos pistolas. A ellos les admiraba Eustaquio porque de todos era el que más producía, y eso que había entrado al negocio apenas hace dos años, tiempo suficiente para acumular una cosecha que ya le permitía darse lujos como comprarse su propia troca o viajar rodeado de vino y mujeres, cosa que por supuesto no hacía el disciplinado agricultor, que como tal se presentaba delante de las gentes de los pueblos circunvecinos. Un campesino más, un honrado hombre de campo más.

Eustaquio usó todo el dinero que ahorró en más de una década dedicado al negocio de producir frutos prohibidos para las autoridades del mundo con el fin de crear un fideicomiso cuyo primer beneficiario sería su hermano menor, condenado desde niño a una silla de ruedas, que ahora con cerca de cincuenta años era  casi una parte más de su cuerpo. Eustaquio anhelaba ver caminar a su propia sangre a cualquier precio, así fuera mediante prótesis biónicas que se fabrican en Asia sobre pedido, que, instaladas en su cuerpo, lo moverían erguido de un lado para otro. Para cumplir el anhelo filial no solo ahorró su dinero, sino que defraudó a sus compañeros de negocio al hacerles creer que invertía su oro verde en un banco suizo, al que por sus estudios en finanzas en una universidad privada del centro del país, sabía acceder. El hombre de bigote feliz y mirada seria había ido a labrar el campo con un título universitario en la bolsa y el conocimiento experto en manejo de inversiones. 

Eustaquio miraba tranquilo, mientras tomaba una taza de café, su único vicio, el intermitente parpadeo de la luz roja de su celular hasta que se decidió otra vez a revisar los insultos y oír después los espeluznantes chillidos grabados en algún lugar del mundo, probablemente más cerca de Suiza de lo que se imaginaba, luego de lo cual cerró los ojos hasta que concilió el sueño.

Desde que tenía memoria no podía descansar, simplemente dormía envuelto en sus más angustiantes preocupaciones. Esa noche de mayo se perdió en un sueño profundo, en el que observó una silla de ruedas incendiarse; nada más la veía consumirse en medio de muchas cajas que ardían a su alrededor como queriendo que desapareciera por completo lo antes posible. A la mañana siguiente, amaneció envuelto en cinta canela sin poder hablar, apenas y podía respirar en ese envoltorio de pegamento maloliente. Sus perseguidores lo habían encontrado.

El dinero, tan escurridizo como siempre, no estaba a la mano. Los antiguos socios ya no lo querían, solo les interesaba vengarse infligiendo el mayor sufrimiento posible al traidor. Tenían preparadas sus peores armas para el suplicio, una danza de herramientas con muy mala pinta para cualquier trabajo manual. Todas extremadamente filosas.


El hermano de Eustaquio, mientras tanto, viajaba rumbo a Seúl. Su silla de ruedas había sufrido un accidente a la mitad del vuelo desde Houston, en la parte trasera del avión que ya se incendiaba por un defecto de fabricación combinado con una bala perdida. Ninguno de los dos sabía qué iba a pasar con sus vidas en las próximas horas, pero los dos se sentían profundamente agradecidos por vivirlas. Uno sobre todo, por brindar ayuda con el corazón en la mano; el otro sobre todo, por recibirla con la mano en el corazón,  un corazón que ahora volaba, que ya se sentía por fin lejos de una parte impuesta a su cuerpo. Mientras Eustaquio sentía en toda su humanidad la cercanía de un incendio, látigos de llamas; un calor abrasador sobre su piel.  

Marquesado

Pareja con perro. Maximiliano Pérez Aquino

No sé bien qué significa la vida. Sé, sin embargo, que significa vivir. Cuando me encuentro a tu lado el tiempo no pasa, se detiene para vernos abrazarnos, envidiando cada segundo que te miro, te sonrío, te digo que todo estará bien, no hay de qué preocuparse. Recuerdo mi infancia en Oaxaca y la relaciono contigo, conmigo, en el instante aquel que caminábamos en un parque mientras veíamos un atardecer rodeado de árboles, repleto de luces de sol de primavera. En el ex marquesado, donde hay una iglesia bonita que se pierde entre dos avenidas, pero se encuentra siempre igual, llena de una vida propia, con un puesto de nieves que solo saben ricas ahí.

¿Te imaginas qué hubiera sido de nosotros lejos de esas tierras de monotonía impecable? Fue gracias a esos largos y pacientes recorridos como crecimos, nos hicimos gente adulta, que ya piensa todo el tiempo, se preocupa todo el tiempo, que ya deja de sentir lo que sentimos cuando éramos niños, cuando la vida importaba porque sí, sin una razón específica, porque lo teníamos por bueno, vivir, ser felices todo el tiempo. Hoy la vida se torna mucho más complicada, llena de pendientes que realizar en el menor tiempo posible, ¡maldita eficiencia! Pero tú y yo permanecemos con esa certeza que pocos humanos alcanzan, la de tenerse para siempre. Quizá es difícil explicarlo, pero ambos sabemos lo que implica.

Hoy la vida me deja frente a ti, desarmado, sin argumentos en defensa de lo que hice. No pude detenerme. Lo tenía delante de mí, tan indefenso, tan tranquilo, tan noble, y sin embargo con toda la maldad que representó, que lo hizo despreciable para el mundo. Tenía que matarlo. No podía dejar con vida al maldito que te hizo daño cuando nosotros habíamos encontrado el amor, al menos su realidad antes que su idea. Cuando el concepto había cedido a la convicción, a los latidos fuertes del corazón. Por eso valía la pena destruirlo, desaparecerlo, degollarlo de tajo, mandarlo al quinto infierno.

No sé si tenga sentido escribirte esto, la triste confesión de un crimen. No es porque sienta culpa. Todo lo contrario, me encuentro feliz, con una sensación de plenitud que solo he alcanzado con el tiempo al morder tus labios gruesos y apretar tu mano con más fuerza que cuando empuño un arma, como la que ayer mató a ese tipo despreciable. Mi amor, mi vida, mi último suspiro, he decidido pasar el resto de mi vida tras las rejas, pudrirme en una celda de una prisión lejos de ti, lejos de todos, aunque “todos” sean solo el agregado de un valor tan alto que nadie más lo puede comprender, tú, mi niña.

Mañana te busco en el mismo lugar. Te encuentro. Sonríes sin remordimientos y se forman en tus mejillas esos hoyuelos espectaculares que dejan boquiabierto a todo el que admire por un momento tu sonrisa. Sé que es cuestión de tiempo para que vengan por mí, la policía sabe dónde encontrarme, en el jardín que religiosamente visito desde hace 14 años sin entrar a misa. Aquí estamos, me abrazas, te detienes, me vuelves a abrazar.

La segunda vez con una fuerza increíble, que me estruja, me provoca una tos espantosa… Y empiezo a palidecer, a llorar, a vomitar mientras tú me miras con compasión. Te doy lástima, te causo tristeza, pero me dices, te dices, que solo será un momento. Este parque es solo nuestro, no de uno solo sino de los dos para siempre. No podemos, no debemos, compartirlo con nadie.

Mi espíritu se desprende lentamente del cuerpo, que empieza a perder contexto con su palidez perturbadora, con 21 gramos menos de peso, que quizá sean lo que ahora soy, lo que se despide lentamente hacia el cielo de Oaxaca, más azul que nunca, más limpio y asombroso que nunca.


Todavía logró ver, antes de unirme por entero a la plenitud del ser en medio del aire incoloro e insípido, como sacas una pistola que pones en tu sien, que disparas justo después de dejar tiernamente lo que fui encima del pasto escaso de ese jardín que se queda solo, como la primera vez que lo conocimos, tan necesitado de una pareja dispuesta a amarse y perpetuar su caos, tan idóneo para morirse de una vez, para siempre y sin remordimientos. 

El burócrata más feliz del mundo

André Derain, Regent Street. Metropolitan Museum of Art

Manuel Flores Quintero es el burócrata más feliz del mundo. Cuando era niño soñó con trabajar en la institución que a sus padres les permitió adquirir una casa, un automóvil y tomar vacaciones en la playa: el instituto de servicios sociales para los trabajadores de servicios sociales. Un momento, usted puede pensar que se trata de un mal chiste, pero no, esa dependencia existe.

Manuel trabaja ahí. Todos los días se levanta a las ocho de la mañana y aunque entra a las nueve, llega cerca de las diez porque hay un acuerdo tácito en su departamento para entrar tarde sin que nadie sufra descuento en sus percepciones. Cuando llega a su oficina, se prepara una jarra de café y se sienta a leer el periódico. Así hasta el mediodía cuando visita religiosamente las oficinas de sus subalternos. Ocupa solo dos o máximo tres horas para sacar sus pendientes: elaborar un informe pormenorizado de las noticias sobre conflictos sociales que entrega por escrito a su jefe, que a su vez tiene un jefe y así sucesivamente hasta que cae en el escritorio del subdirector del instituto, que, por si usted lo dudaba, nunca lee ese mamotreto de hojas.

Manuel sale de trabajar a las tres y toma el camión institucional para ir a su casa. Una vez que llega, se desviste, se lava la cara, se acuesta y ve telenovelas toda la tarde. Ah, si me preguntan qué come, es lo de menos, a veces se prepara una sopa instantánea, otras veces mete al microondas una pizza prefabricada o bien come donas y bebe refrescos. Por supuesto, no estamos ante una persona que cuide su salud y mucho menos su aspecto, pero ninguna de las dos cosas parece preocupar mucho a quien se declara el burócrata más feliz del mundo.

Lleva 15 años con la misma rutina. Los fines de semana no son tan diferentes, se añade alguna salida al cine o la renta de películas que puede ver hasta tres veces con tal de ahorrarse algún dinero. No tiene pareja, no la ha tenido desde que a los 18 años la única mujer de la que se enamoró le dijo que era un gordo sudoroso y tonto. Así que su vida transcurre de forma monótona pero no por ello infeliz. Manuel insiste en que es una persona plena. Cuando le cuestiono qué lo hace sentir bien, me dice que es suficiente con tener un trabajo bien remunerado. Eso en estos tiempos es más importante que cualquier familia y cualquier expectativa de futuro, se ufana.

Podrán pensar que Manuel Flores Quintero es flojo, pero no es así. En realidad, pone todo su empeño en realizar el análisis más meticuloso posible de los 12 diarios que cotidianamente se reciben en el instituto, excepto claro los días festivos que se pagan doble. Lee mucho. No solo la sección nacional y de los estados, sino todas y cada una, incluso los clasificados, porque quién sabe si en la venta de algún coche de segunda mano o en los servicios de masajes de alguna señorita se esconda la estrategia de una acción subversiva  por parte de algún movimiento social. Él se sorbe el periódico como un niño que descubre por primera vez el refrescante y burbujeante sabor de una coca cola.

Anoche recibí una llamada de sus padres. Hace mucho que no tienen contacto con él. Se distanciaron cuando consiguió un lugar en el sindicato que desde entonces pasó a ser su segunda familia. Con mucha tristeza, primero su madre, Lucía, después don Manuel, su padre, me informaron de la muerte de sus dos hermanas en un accidente de avión. Mientras se dirigían a visitarlos a la península de Yucatán, el avión se cayó en el Golfo de México sin que sobreviviera nadie. Quieren que yo le dé la noticia, que le diga que sus únicas hermanas partieron a un más allá que por lo menos inicialmente no está en el cielo sino en lo profundo del mar.

Con mucho nerviosismo enfrento a Manuel. Con pena en lo profundo de mi corazón le doy el pésame y le digo que cuenta conmigo para lo que necesite. Siento deseos de darle un abrazo, pero no tengo el valor suficiente ni la confianza para hacerlo. Solo me quedo con la cabeza agachada, el rostro desencajado, una mueca sin ningún significado en el rostro. Por fin, se dirige a mí, me cuenta que hoy en el trabajo subrayó más noticias que en todo lo que va del año. Su informe por fin llegó a las 20 páginas, cifra record si tomamos en cuenta que normalmente no llega a más de cinco. Poco a poco su semblante se alegra, como el de un niño gordo que ha comido muchos chocolates prohibidos durante mucho tiempo.

No doy cabida a lo que veo. Un hombre completamente despreocupado por su familia, por sus muertas y por sus vivos, un tipo sin la menor sensibilidad por el dolor ajeno, propio, importante, pero no sé qué decir; no estoy preparado para exhortar a alguien que acaba de perder a dos seres tan cercanos y queridos aunque no se inmute, aunque no parezca sentir el menor sentimiento de tristeza o dolor. Me quedo callado, asiento con la cabeza cada que insulta a sus compañeros de departamento cuya falta de entusiasmo en lo que hacen es imperdonable, según él, para los altos fines del Estado.

Sin querer, acepto la pizza individual con papas que me ofrece y después brindamos con refresco por el bono que recibiremos esta semana por concepto del día del padre. El sindicato argumentó que resultaba tan engorroso comprobar quiénes eran padres, que prefirieron dárnoslo a todos los hombres.   

Hoy no fue a trabajar Manuel, probablemente haya ido a visitar a sus padres o quizá ellos dieron con él, se habrán reconciliado después de todo. Hoy nadie echó de menos su figura regordeta bebiendo café. El burócrata más feliz del mundo se tomó un descanso. Uno de los diez descansos a los que tiene derecho en el año para que no le descuenten ni un centavo de sueldo. Es curioso que ya haya gastado los otros nueve. Es curioso que hoy no circule el periódico. 

miércoles, 15 de octubre de 2014

Flores nuevas

"Agapanthus", Claude Monet, MoMA

Imaginemos que ahora mismo estoy enterrado cinco metros bajo tierra. Quiero escapar de esta caja de madera dura pero no puedo. Bajo 10 mil kilos de tierra, deseo irme muy lejos de este campo perdido en medio de la nada. Aterrado, así estoy. Cuando creí que todo por fin había acabado, me encuentro completamente solo, lejos de todo lo que alguna vez fue una vida, mi vida.

Nací en una noble familia de empresarios del ramo automovilístico. Mis padres, dueños de varias franquicias de Mercedes Benz, me inscribieron en las mejores escuelas del país. A los 20 años decidí estudiar derecho en una escuela de Estados Unidos. Volví a ocupar un puesto dentro de la empresa que era la dinastía familiar. Me enamoré de una compañera antigua del instituto, con quien me casé después. Procreamos una familia de cinco hijos, todos exitosos en lo que eligieron hacer: un químico, una bailarina, un arquero, un abogado y una chef.

A los 40 años ya presidía el consejo de administración de la empresa. La gente a mi alrededor me respetaba como un hombre de negocios exitoso, un prototipo de padre de familia, un profesionista eficiente. La historia de un hombre inspirador, ¿verdad? Pero yo no era feliz. No sé, después de todo, si ser feliz es un estado de ánimo momentáneo, permanente, intermitente o intempestivo. No sé si la felicidad exista, pero en cualquiera de sus intervalos posibles de tiempo, no me definió.

Aparentaba muy bien. Delante del público, en mi círculo privado, era un hombre por completo feliz, pero en mi fuero interno no me sentía bien. Me pesaba despertar. No quería ver a nadie. Así pasaron los años como un desperdicio exterior y una pesadumbre interior. Así me fui consumiendo corpórea y eternamente.

A los 85 años, edad en que las personas podemos ponderar definitivamente qué fue de nuestra vida, me desperté feliz de saber que iba a ser abuelo por décima vez. La fortuna cubría cualquier  número de nietos que el destino quisiera darme, aunque no se le pueda llamar —con todas sus letras— destino, a los deseos irremediables de mis hijos y sus parejas. Felicité por teléfono a mi hijo mayor, un prestigiado profesor de Stanford, y mientras sonreía a más no poder para satisfacer la mirada ansiosa de mi mujer y los empleados de mi casa, me infarté.

El frío que recorrió mi brazo mientras el cuerpo se me ponía rígido como una piedra, fue tan satisfactorio, que hubiese querido infartarme más veces en tantos años de vida, pero no pude. Quizá las sensaciones más satisfactorias de la vida se presenten solo una vez y para siempre, te abracen mientras no quieres que se vayan, cuando con todas tus fuerzas quieres detener con lo que tengas a tu alcance algo que se te escapa de las manos más rápido que el viento.

El velorio fue fatal, susurros dispersos en una sala enormemente frívola y solemne. Personas que iban y venían celebrando a un muerto. Creo que las pompas fúnebres son una celebración a lo que deja de ser pero sigue existiendo, como se dice, en el recuerdo de los demás. Los empresarios abusivos de la industria automotriz, una familia satisfecha de sus propios logros en la misma medida que no voltea a ver a nadie más que no sea parte de ella, una fila inmensa de gente corriendo detrás de un ejemplo que perece, que se esfuma, que se arrepiente de haber tomado las decisiones trascendentales que lo llevaron a ese podio horizontal de honor.

Incluso ahora que no puedo sobreponerme ni siquiera a mi propia masa, estoy más a gusto que en aquella ceremonia extraña en la que olía a muerto con esa pizca de flores nuevas que, sin embargo, expanden sus discretas notas marchitas.  Ya no estoy aterrado. Después de desahogarme contigo, siento calma. No hay cabida para los remordimientos. Soy lo que quise ser y es lo que cuenta. En el infinito mar de posibilidades que azota una vida humana, pude encontrar la paz saltando al abismo sin fondo, en el que tocar el suelo no es ninguna opción. Seguiré cayendo, seguiré yéndome a la negritud, siendo absorbido por ella hasta que terminen de acordarse de mí.

Imaginemos que soy un héroe o un villano. Imaginemos que no hay descanso posible para mi alma porque siempre está disputándose un lugar entre los vivos. Imaginemos que pude ser otro, como tú, que lees esta historia, que tu vida es la mía, que me declaro feliz o libre; siento ganas de gritar, reír, bailar, cantar, soñar…


Imaginemos, por un momento, que solo finjo. 

jueves, 9 de octubre de 2014

Posesión interminable

André Derain: Bathers, 1907. MoMA

Harto de vagar sin recibir a cambio compasión, Rafael tomó el primer vuelo a Madrid. Creció en la ciudad de México. Todos sus recuerdos se concentraban en unas cuantas calles de la colonia del Valle, donde sus padres doctores habían conseguido una casa que nada tenía que ver con el interés social. Era una pequeña mansión con todas las comodidades que requiere lo que en algún momento se definió como clase media ascendente. Rafael jugó, se enfadó, disfrutó pero también lloró una adolescencia marcada por el desencuentro con las normas prohibitivas de la casa. Así que un buen día se independizó con el alto precio que hay que pagar para hacerlo realidad. Se fue a casa de su novia en turno. La había conocido en la preparatoria particular que sus padres pagaban dispendiosamente. Rafael nunca había trabajado ni en verano, nunca le había faltado nada y nunca le había gustado estar en su casa.

En el interminable juego de ficciones de una vida, que un jovencito más bien acomodado, que lo tiene todo para ser feliz, se sienta mal de estar en el lugar más seguro para él no debe resultar catastrófico sino un simple signo de rebeldía adolescente sana. Para esto hay que entender que una casa no es, en sentido estricto, un hogar. Este por supuesto implica muchas más cosas como recibir un cariño constante y poder dar, no en la misma medida pero sí con la misma frecuencia, muestras de sinceridad. Rafael tenía un serio problema con lo último, no sentía que debiera ser sincero con nadie a excepción de Roxana, su indispensable novia. Con ella podía ser tan sincero como ella se lo pidiera, al grado de que si ella le decía que algo que le contaba no era producto de la sinceridad verdadera sino de la sinceridad como él la entendía, estaba dispuesto a ir más allá. En este punto, sinceridad y falta de ella eran una y la misma cosa.

Rafael se fue a Madrid e instalado ya en la ciudad ibérica lo primero que quiso hacer, o mejor dicho, lo primero que no quiso hacer fue salir de su casa. Se la pasó la primera semana encerrado a piedra y lodo con tal de no verle la cara a nadie. Así era él, que prefería los ratos eternos de soledad que la convivencia social en cualquiera de sus formas moderadas o exageradas. Lo veías absorto en un pensamiento que robaba toda su atención aunque fuera insignificante, con un libro abierto o cocinando o fingiendo ver la tele. A fin de cuentas, para él era preferible simular ver un programa de tevé que simular entablar una conversación con alguna persona. Su escasa capacidad de relacionarse con todo, excepto con Roxana, podía ser una forma de instinto de supervivencia que lo entrega todo a fondo perdido.

¿Qué tiene una mujer en la plena edad de los deseos para poseer los pensamientos completos de un hombre que pasa por la misma edad? Posiblemente nada. Hay, en el fondo del corazón de ese hombre, un deseo oculto por vivir al lado de alguien que lo manipule por completo, que se aproveche veladamente de su pasividad, de su irracional enfado con el mundo entero, aunque ese mundito se reduzca a sus padres, compañeros de escuela, y por supuesto, a él mismo. Se trata del deseo de ser la posesión de alguien más para facilitar el curso de una vida que no se quiere llevar a ningún puerto. 

Meses después de emprender su superficial emancipación hacia un nuevo mundo que siempre ha sido viejo, se encontró tallando el piso de un consultorio médico para gente rica. Entonces vio desfilar a señoras con sombrero que tenían cita para tratarse una simple gripe, a niños melindrosos que lo fastidiaban con su acento marcado por la z, a señores que lo único que buscaban era ligar a la recepcionista. Entonces lamentó profundamente hallarse lejos de las personas que solía odiar como forma de vida, lejos del “detesto a todos” que comprendía a su esfera mexicana capitalina. Ahora tenía nuevas personas que odiar y para colmo ya no contaba con Roxana.

La famosa novia del insoportable Rafa era una mujer estratega. Sabía contar las fichas de dominó para ganar en cualquier escenario romántico. Se aprovechaba con pasión de la debilidad natural de él para sentirse esclavo de sus caprichos más insignificantes. Y así, un buen día le dijo que lo suyo no podía seguir. Era momento de apostarle a otra combinación cuando la mula del cero ya no ofrecía ninguna salida posible. Al principio, como todo romance roto fue fatal. Doblemente fatal si tomamos en cuenta el sadismo y masoquismo de los dos, pero pronto entendieron que debían continuar con sus vidas a costa de satisfacer sus más profundos deseos, uno preciosamente velado, el otro profundamente oculto.

Antes de subir al avión, cuando ya no había regreso posible de ese túnel como de nave espacial que te lastima la vista con sus potentes luces blancas, Rafael echó de menos a sus padres sobreprotectores, su casa con el jardín amplio donde nunca jugaba, a todos los personajes odiosos de la convulsa ciudad de México atravesada por el tráfico infernal a todas horas y a sus malévolos compañeros del instituto que nunca lo fumaron.

Ingenuamente creyó que era la mejor manera de no volver a ver a Roxana ni en sueños.


miércoles, 8 de octubre de 2014

Al otro lado del mundo


Esta es la historia de dos amigos que no podían estar el uno sin el otro. Empezó cuando ambos rondaban los ocho años de una infancia marcada por los contrastes. Sus padres los inscribieron en el mismo colegio público que estaba apenas a dos cuadras de la vecindad donde vivían. Los niños, Ariel y Miguel, convivían por las mañanas en clase y por las tardes jugaban hasta que anochecía en el patio común de esa multitud de casas que no escondían ningún secreto detrás de sus puertas entreabiertas y sus ventanas enrejadas como si alguien se fuera escapar.

Con el tiempo, Ariel, que de los dos era el más dedicado al estudio y tenía un don natural para las matemáticas llegó a ser el ingeniero industrial más brillante de todo el continente. Tanto en las finanzas como en su concepción del amor era el hombre más dichoso de cuantos habían dirigido la prestigiosa empresa KASUB, siglas de una trasnacional especializada en la fabricación de armas de destrucción masiva, que ya para la década de 2050 era un mercado en crecimiento exponencial.

Saliendo de la escuela, Miguel nunca se iba a la vecindad sin Ariel. Alguna vez tuvo que esperarlo sentado en la acera de enfrente hasta las seis de la tarde. Cinco largas horas que su mamá despreocupada e indiferente nunca notó mientras él inventaba cualquier entretenimiento solitario o se quedaba medio dormido con la cabeza recargada en la pared esperando a su mejor amigo en el mundo. Ariel no salió, lejos de cualquier tragedia, porque aprovechó a hurtadillas la distracción del otro para irse a su casa y encerrarse en su cuarto. Ese día no tenía ganas de estar con Miguel. Más que eso, ese día había descubierto por primera vez en su vida que las personas llegan a ser, por nobles que sean o incluso en la misma proporción, fastidiosas.

Ariel solía sentarse a trabajar en su escritorio del piso 85 del rascacielos de su empresa en Dubai, desde donde controlaba el negocio mundial de hacerse rico a costa, más que del sufrimiento, de la desaparición forzada y eterna de otros. Encerrado con la bitácora de sus actividades diarias repleta de citas con altos mandos de varios ejércitos no recordaba que en algún lugar de los países que bombardeaba sistemáticamente con gases químicos potentes podía encontrarse quien alguna vez ocupó un sitio importante en su violenta existencia.

Miguel vivía entre la miseria, el abandono y el dolor que envolvían el ambiente nauseabundo de los callejones de Managua. Ya para entonces cualquier intento de liberación social era un autosuicidio colectivo tomando en cuenta que los últimos diez años en esa ciudad habían sido los de una intensa guerrilla de carácter étnico que terminó por llevarse a la etnia más numerosa de todas: la humanidad del lugar. Socorriendo a los pocos enfermos, porque la mayoría eran cadáveres dejados a su suerte en las calles derruidas de la infernal ciudad, se pasaba el día mientras recordaba los años eternos de su infancia por los que susurraba inconsciente en las noches o a veces lloraba sigilosamente durante el día.

Sentado en un yate blanco reluciente que bordeaba la península arábiga, disfrutando del alcohol exclusivo para los extranjeros del nuevo centro de poder mundial, Ariel se preguntaba por el futuro de la humanidad. Fumaba una pipa y comentaba con una de sus muchas mujeres cuáles habían sido los resultados de los partidos de fútbol de la jornada. Desde hace varios años poseía varios equipos europeos. Cuando escuchó el nombre del anotador principal de la temporada, un tal Miguel no sé qué, recordó por fin a su antiguo amigo fiel y torpe.

Se quedó pasmado pensando en los tiempos líquidos que habían transcurrido desde que lo dejó de ver cuatro décadas atrás. Este primer recuerdo en tantos años le planteó la posibilidad de que estuviera vivo y con ello la posibilidad de perdonarlo, aunque ya no se acordara bien de qué.

Fue en una tarde soleada de mayo cuando Ariel golpeó brutalmente al inocente Miguel. Le propinó la peor de las tundas que ni siquiera su padre alcohólico le había dado. El motivo, Miguel rompió las probetas de su juego de química, uno de esos modelos vendidos como la última novedad por la televisión que con unos pocos ahorros su mamá le había comprado esperando que algún día se convirtiera en el médico que curara su enfermedad terminal: cáncer de huesos. Lleno de odio por haber frustrado los sueños de su madre, que por ser de ella eran aún más suyos, le rompió la nariz y le cerró un ojo con verdadero odio. Después maldijo haberlo conocido y se encerró para siempre. Al poco tiempo, con el sonido de la ambulancia que recogió en un estado crítico a su mamá, Ariel se fue, según dijeron los vecinos, a vivir con una tía al otro lado del mundo.  

Miguel creció entre la frustración y el olvido.

Cubierto de periódicos sin nada que pudiera ofrecer a la vida ni la vida ofrecerle a él, junto a su pequeño hijo Ariel, que así lo había llamado en honor más que del amigo de la amistad toda, esa desierta noche de mayo Miguel no paró de llorar porque lamentaba con todo el dolor de su corazón haber roto los sueños más valiosos de un muerto. Muerto en vida, muerto de verdad, muerto muerto, qué más da. Se lamentaba sobre todo no saber desde hace mucho nada de él. 

sábado, 4 de octubre de 2014

Misión de vida


Escondido en algún lugar del centro de la ciudad de México, José María Pérez evadía las circunstancias de una vida marcada por el fracaso profesional que en algunos casos es todo lo que resta decir de una vida personal llevada al límite de las posibilidades de convivencia familiares. Había tomado ya cuatro pulques curados en la calle de López y se disponía a irse al cuarto que recién había rentado en la colonia Espartaco, muy al sur de todo lo que era su mundo conocido, cuando se encontró en la calle a los tipos que lo perseguían.

José María era un asesino. No cualquier asesino sino uno especializado en matar perros. Desde niño, quién sabe por qué, les tenía un odio confesional. Tal era su rencor por los pobres animales de razas pequeñas, medianas o grandes, que había inventado métodos de lo más raros, como una trampa enorme de rata que los partía por la mitad o la solución acuosa que desintegraba a los cachorros mientras dormían. En fin, José María odiaba a los perros en la misma proporción que odiaba la idea de que pudieran ser el mejor amigo del hombre.

La amistad no existe, repetía como lema frecuente a las pocas personas que en algún momento le tocaban el tema.

Los muchachos que perseguían a José María eran Raúl Román y Jacinto Pereda. Ambos lo conocían de su antiguo domicilio, una casucha en la que apenas cabía una cama individual y un librero donde se desperdigaban la mayoría de ejemplares robados de Chema, como hasta entonces lo llamaban los vecinos que en el fondo sentían harto desprecio por su aspecto desaliñado y pendenciero. Román y Pereda criaban perros de pelea, esos animales que tienen unos ojos como rasgados y babean mucho, además de que cargan con el infortunio de que les corten las orejas, con lo duro que debe ser sufrirlo como parte de un secuestro permanente. Son feos en contra de su voluntad.

No solo era una afición, criar perros de pelea era un negocio, que en los tiempos que corren no solo es más rentable que una afición sino infinitamente más atractivo. Así que cuando Chema decidió poner fin a Bracho y Mengui, los perros de pelea favoritos de aquellos negociantes, la cosa se puso fea, tanto, que además de tener que huir solo con lo que llevaba puesto, dejó encendido un calentador de gas que terminó por asfixiar a tres familias vecinas de su antigua casucha. Era de madrugada y la muerte las encontró en un estado tierno y entregado.

Raúl y Jacinto lo estaban buscando desesperadamente para hacer justicia por su propia mano o más bien por sus propios perros. El plan era dejarlo indefenso en una fosa rodeado de los más bravos, aunque esa tarde primaveral se habían olvidado un poco del asunto que los llevó a perder a sus mejores ejemplares y enfrentar acusaciones injustas por el homicidio imprudencial de sus vecinos. Esa tarde, en realidad solo habían decidido ir adonde su tío preparaba unos sabrosos pulques, en esa calle atiborrada de pollerías y baños públicos, probablemente estos debidos a la demanda de la gente que tomaba demasiado pulque.

Ahí lo vieron, con la cabeza gacha sobre la barra. Se le fueron encima con los cuchillos que sacaron del cinto, mientras Chema escapaba de milagro por entre las piernas de las decenas de estudiantes que respiraban el olor a sudor de todos. En esa densidad de cueva pulquera, el mismo aire enrarecido y la música estruendosa de una banda de rock mexicana en declive, le permitieron escapar.

José María reflexionaba sobre su patética vida. Sus papás lo dejaron a cargo de sus abuelos cuando apenas tenía diez años. Hasta esa edad no recordaba que le entusiasmara nada más que ver la televisión. Su adolescencia la había pasado al cuidado de sus abuelos enfermos y en la escuela era el más gris de los alumnos. Lo único que recordaba con claridad era su obsesión por hacer sufrir a la raza canina, las ganas de destruir eficientemente a todos los perros, callejeros y domésticos. Eso marcaba la diferencia entre sobrevivir y vivir. Para él cada día tenía sentido en la medida que acrecentaba su odio contra los indefensos que le hacían hervir la sangre sobre todo cuando se orinaban delante de su presencia o le ladraban mirándolo directamente a los ojos.

Román y Pereda rastrearon cada calle del centro de la ciudad pero no dieron con él. Encerrado en un basurero industrial, al lado de mierda de perro y desechos orgánicos del mercado donde venden cocodrilo y león, pero curiosamente no carne de perro, esperó que cayera la noche para volver caminando a su nuevo depósito de humanidad, un cuartucho igual de estrecho y húmedo que el de su antiguo vecindario.

Entristecido por su condición absurda, condenado por la ley y las personas que no daban con él, aburrido por la monotonía de una vida que por entero era un despropósito, por primera vez en 21 años pensó en el suicidio. Fue solo cuando oyó los ladridos de los perros de la avenida que a las tres de la madrugada se llena de mujeres vestidas con poca ropa, cuando comprendió que su coraje contra los perros en realidad era una misión de vida. Cuando desintegró a Bracho y Mengui, apenas con pocos lugares en el cuerpo sin los rastros de los violentos encuentros de muerte con otros perros, ni siquiera imaginó que le hacía un favor a un macho y una hembra demasiado cansados de vivir, de probar con hasta la última gota de su sangre su eterna y fiel amistad por los hombres.

Era un favor recíproco para Chema, aunque sus perrunas mentes no alcanzaron a entenderlo. Era haber cumplido una misión auténtica: darle sentido a la vida de un desdichado ser humano.

Cuando llegó a su cuarto, Chema pensó en las víctimas del día siguiente. Román y Pereda pensaban en él. Bracho y Mengui no pensaban nada, y si lo pensaban seguro eran buenos deseos. 

jueves, 2 de octubre de 2014

Destinos cruzados


Pienso que el futuro depende más del día de hoy que de cualquier idea del futuro que se me ocurra mañana. El tiempo nunca me ha preocupado mucho, siempre he sido alguien que vive conforme se presentan las circunstancias. Un día, por azar, me eligieron alcalde de mi ciudad sin que eso me preocupara desde antes. Luego vino la elección estatal, gané casi por nada. Pero en los dos casos no me nubló la vista ninguna angustia por mi destino.

El destino hace tiempo dejó de ser lo que era. Tan vituperado por quienes por siglos se aprovecharon de su nobleza impredecible, ahora vaga por ahí buscando con quién platicar; demanda un poco de atención. Fue entonces cuando me le acerqué. Le conté sobre la falta de cariño que padecí en mis primeros años, sobre cómo mis papás no me hacían caso y atendían con vehemencia sus asuntos particulares —qué raro suena esto— que no incluían los asuntos de su propio hijo. 

No les guardo ningún rencor. A decir verdad me hicieron un bien, el de buscar reconocimiento público. Lo supe y sentí el día que me presenté como candidato a la nominación presidencial de mi partido.

Hernán Maximino Robles, así me llamo. El nombre no me ayudó en ninguna campaña electoral. Siempre usé el apodo de Max, apócope, además, de mi primer apellido que todos creen que es mi segundo nombre. Mis padres decidieron que me llamara como el conquistador de la Nueva España, un hombre tan denigrado en los libros de historia que muy pocos se acuerdan de que algo, así sea ínfimo, tuvo de héroe. Cualquier conquistador de tierras nuevas lo es, pero aun si su calidad de villano lo volviese impresentable es lo que menos importa. Desde hace 52 años escribo mi propia historia.

Los alcaldes, gobernadores y presidentes muy poco tienen de honorables. Siempre lo he pensado. Por eso quise ser maestro de primaria en esta comunidad "el Trapiche", en algún lugar de las montañas del sureste de México. Mónico Sánchez, para servir a usted. Nací en la frontera norte hace 50 años. Por aquel entonces el norte no era muy diferente a lo que hoy es.

La misma violencia nos asolaba pero sin la tecnología que facilita la muerte. Morir en esa época tenía su mérito por difícil. Hoy se ha convertido en mero trámite. Con rapidez y sin miramientos te balacean, te entierran y nadie vuelve a saber de ti jamás.

En mi niñez conocí a un niño triste y solitario que se llamaba Hernán. Podría decir que fuimos amigos. Inventábamos nuestros propios juegos bajo la sombra de los pocos árboles que había en la plaza municipal. Hernán parecía un adulto atrapado en el cuerpo de un niño, pero no cualquier adulto, sino uno que se deja afectar mucho por la pesadez del mundo, por la aprehensión del tiempo y la responsabilidad de saber que mañana es un día más, no un día menos; que la reunión de días tarde o temprano va a significar la muerte, y que de esa nadie vuelve, o al menos no se sabe que lo haga. Hernán era un niño raro.

Harto de soportar su estado de ánimo melancólico causado por la falta de atención que recibía en su casa como hijo único de un matrimonio bipolar, un día le dije que si no sonreía por mí o cuando estaba conmigo, lo mataría. No era un juego inocente. Lo había pensado con cálculo. No soportaba su semblante opaco cada que intentaba fingir que disfrutaba pasar tiempo conmigo. Nunca me ponía atención cuando le hablaba de mis proyectos a futuro. Quería, en el fondo, que Hernán viera más allá de ese pueblo del que nada bueno había salido.

No sintió miedo con mi declaración. No sabía que era capaz de hacerlo y sin embargo restó importancia a mis palabras. Por su cuenta, el último día que jugamos me confesó que esa apariencia apagada por abstraída y triste por apartada, no era voluntaria sino resultado del pacto que había establecido con el destino. 

Me dijo que, a cambio de su alma, lo que sea que eso significara entonces y signifique ahora, ese sujeto le había ofrecido ser alguien muy importante para los demás. El alma, le grité a Hernán, eso no existe, eres demasiado pendejo diciendo esas cosas. Tú naciste así y ninguna fantasía lo va a cambiar.

Mucho tiempo después entendí, cuando lo vi por televisión con la misma mirada oscura y perdida, envuelta en un mar de cámaras y micrófonos, que después de todo uno no nace ni crece, ni siquiera muere, libre, sino condenado al tiempo que administra el destino. El destino sin crueldad y sin alivio solo cumple el trato que alguna vez ofreció a cambio de todo lo que pudiste ser auténticamente. 

Sonrío por vivir preocupado por amanecer al futuro. Mañana daré mi clase de ética a un grupo de niños de primaria. A lo mejor les cuente la historia de Hernán, el niño, el que no era conquistador ni villano. Añadiré que gustoso habría dado mi inexistente alma por ser alguien importante. 

Me habría vuelto el niño más triste del mundo. Hubiera matado a Mónico por ser Hernán. Le pediría al destino que me hiciese presidente del país.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Funcionalidades

The Persistence of Memory, 1931, Salvador Dalí


Los cambios son para bien, oigo decir a mi reloj despertador. El muy canalla se ha convertido en una especie de confidente que siempre está para escuchar lo que nadie más quiere oír. Cayó en depresión luego de que decidiera no usarlo y despertarme con los primeros rayos del alba, pero hace poco comprendí que no podía dejarlo arrumbado en el rincón polvoso de mi cuarto para siempre. Si existe merece vivir. Así que lo relegué de su vieja función de hacer ruido muy temprano para darle un trato entre iguales, ya puede decirme qué le parece y qué no de mi forma de ser.

A veces frunce el ceño como si de veras estuviera enojado conmigo. No hay manera de contentarlo con ninguna de mis payasadas de soltero que visita a su mamá cada semana. Otras veces no para de reír mientras me dice cualquier tontería y entonces se me pasa el tiempo sin voltear a ver la hora. Compartimos la cena, tomamos café y nos ponemos a cantar canciones en el karaoke hasta muy entrada la madrugada.

En cualquiera de los casos yo disfruto su compañía porque más allá de ser un objeto ornamental y simplón, se ha convertido en un acompañante de mis estados de ánimo. Cuando me pongo triste puede reaccionar de la mejor manera y preguntarme qué me pasó, me abraza tímidamente como si fuera un niño introvertido o puede ignorarme durante varios días con la altivez característica del enojo doméstico, pero después cambia. Siempre termina por cambiar. Y es como si nada de lo que hasta ese momento sucedió tuviera importancia. Borrón y cuenta nueva.

Supuse que terminar por la paz con mi esposa —ya no lo es pero ocupo el término porque no quiero usar su nombre— era la mejor solución para mejorar mi vida solitaria, aunque honestamente yo solo firmé el acuerdo de divorcio. No tuve que pagar un abogado ni comparecer ante un juez. Simplemente firmé un papel que ella se llevó corriendo. Entonces cerré la puerta y me puse a limpiar la cocina. Así se me iban los días con tristeza parsimoniosa, como un viento que sacude incesantemente el cuerpo hasta que, cansado, te das cuenta que estás en otra época y no importa que haya pasado antes, solo miras hacia delante.

Mi despertador tiene muchos sueños. Me dijo que le gustaría viajar por todo el mundo; conocer, por ejemplo, las Cataratas del Niagara y los paisajes nórdicos de Islandia. Es que disfruta mucho las bellezas naturales que contempla por la computadora que antes era su amiga, pero ahora ha dejado de serlo porque descubrió su funcionalidad, convirtiéndose en un objeto cualquiera para él. Puede pasar horas frente a ella, observando detenidamente las imágenes que pasan una y otra vez delante de sus manecillas, por debajo de las campanitas que parecen un gorro muy chistoso que lleva puesto como si festejara la vida y sus encantos. La computadora, aunque quiere llorar por tanta indiferencia, guarda un silencio obligado.

El viernes le conté sobre mis proyectos a futuro. Le dije que quiero vivir lo suficiente para gobernar un país y escribir un libro. No importa cuál sea el país ni de qué trate el libro, lo importante es conseguirlo, que al fin así se proyectan las metas. También le confesé cuáles son mis preocupaciones actuales, las que me demandan tiempo y por ende la necesidad de contar con su ayuda. Aunque mi horario humano se había acostumbrado a despertar a las seis de la mañana, últimamente me quedo dormido hasta después de las once. Necesito otra vez de la funcionalidad de mi despertador.

Así que no tuve más remedio que hacer ese gesto parecido a un puchero, doblando los labios hacia la barbilla, con unos ojos tristes y las tres arrugas que se me dibujan en la frente, para decirle que ya no podemos ser amigos. Pensé que sobrevendría una escena con lluvia de reproches e insultos de su parte, en la que me diría todas las cosas que detesta de mí, como que me desvele con la luz encendida escribiendo mis cartas de amor frustrado, pero simplemente escuchó, se quedó callado y me dijo que ya esperaba mi anuncio, de antemano sabía que las cosas no iban bien.

Hoy me sobresaltó el asqueroso ruido de este maldito aparato. No sé en qué estaba pensando cuando lo compré. Solo vi su forma redonda, el brillo metálico, los números gigantes, las campanitas ociosas que me recordaron una película antigua, en fin, su desgraciada fachada de artículo de lujo. Debería conseguir un amigo.