jueves, 2 de octubre de 2014

Destinos cruzados


Pienso que el futuro depende más del día de hoy que de cualquier idea del futuro que se me ocurra mañana. El tiempo nunca me ha preocupado mucho, siempre he sido alguien que vive conforme se presentan las circunstancias. Un día, por azar, me eligieron alcalde de mi ciudad sin que eso me preocupara desde antes. Luego vino la elección estatal, gané casi por nada. Pero en los dos casos no me nubló la vista ninguna angustia por mi destino.

El destino hace tiempo dejó de ser lo que era. Tan vituperado por quienes por siglos se aprovecharon de su nobleza impredecible, ahora vaga por ahí buscando con quién platicar; demanda un poco de atención. Fue entonces cuando me le acerqué. Le conté sobre la falta de cariño que padecí en mis primeros años, sobre cómo mis papás no me hacían caso y atendían con vehemencia sus asuntos particulares —qué raro suena esto— que no incluían los asuntos de su propio hijo. 

No les guardo ningún rencor. A decir verdad me hicieron un bien, el de buscar reconocimiento público. Lo supe y sentí el día que me presenté como candidato a la nominación presidencial de mi partido.

Hernán Maximino Robles, así me llamo. El nombre no me ayudó en ninguna campaña electoral. Siempre usé el apodo de Max, apócope, además, de mi primer apellido que todos creen que es mi segundo nombre. Mis padres decidieron que me llamara como el conquistador de la Nueva España, un hombre tan denigrado en los libros de historia que muy pocos se acuerdan de que algo, así sea ínfimo, tuvo de héroe. Cualquier conquistador de tierras nuevas lo es, pero aun si su calidad de villano lo volviese impresentable es lo que menos importa. Desde hace 52 años escribo mi propia historia.

Los alcaldes, gobernadores y presidentes muy poco tienen de honorables. Siempre lo he pensado. Por eso quise ser maestro de primaria en esta comunidad "el Trapiche", en algún lugar de las montañas del sureste de México. Mónico Sánchez, para servir a usted. Nací en la frontera norte hace 50 años. Por aquel entonces el norte no era muy diferente a lo que hoy es.

La misma violencia nos asolaba pero sin la tecnología que facilita la muerte. Morir en esa época tenía su mérito por difícil. Hoy se ha convertido en mero trámite. Con rapidez y sin miramientos te balacean, te entierran y nadie vuelve a saber de ti jamás.

En mi niñez conocí a un niño triste y solitario que se llamaba Hernán. Podría decir que fuimos amigos. Inventábamos nuestros propios juegos bajo la sombra de los pocos árboles que había en la plaza municipal. Hernán parecía un adulto atrapado en el cuerpo de un niño, pero no cualquier adulto, sino uno que se deja afectar mucho por la pesadez del mundo, por la aprehensión del tiempo y la responsabilidad de saber que mañana es un día más, no un día menos; que la reunión de días tarde o temprano va a significar la muerte, y que de esa nadie vuelve, o al menos no se sabe que lo haga. Hernán era un niño raro.

Harto de soportar su estado de ánimo melancólico causado por la falta de atención que recibía en su casa como hijo único de un matrimonio bipolar, un día le dije que si no sonreía por mí o cuando estaba conmigo, lo mataría. No era un juego inocente. Lo había pensado con cálculo. No soportaba su semblante opaco cada que intentaba fingir que disfrutaba pasar tiempo conmigo. Nunca me ponía atención cuando le hablaba de mis proyectos a futuro. Quería, en el fondo, que Hernán viera más allá de ese pueblo del que nada bueno había salido.

No sintió miedo con mi declaración. No sabía que era capaz de hacerlo y sin embargo restó importancia a mis palabras. Por su cuenta, el último día que jugamos me confesó que esa apariencia apagada por abstraída y triste por apartada, no era voluntaria sino resultado del pacto que había establecido con el destino. 

Me dijo que, a cambio de su alma, lo que sea que eso significara entonces y signifique ahora, ese sujeto le había ofrecido ser alguien muy importante para los demás. El alma, le grité a Hernán, eso no existe, eres demasiado pendejo diciendo esas cosas. Tú naciste así y ninguna fantasía lo va a cambiar.

Mucho tiempo después entendí, cuando lo vi por televisión con la misma mirada oscura y perdida, envuelta en un mar de cámaras y micrófonos, que después de todo uno no nace ni crece, ni siquiera muere, libre, sino condenado al tiempo que administra el destino. El destino sin crueldad y sin alivio solo cumple el trato que alguna vez ofreció a cambio de todo lo que pudiste ser auténticamente. 

Sonrío por vivir preocupado por amanecer al futuro. Mañana daré mi clase de ética a un grupo de niños de primaria. A lo mejor les cuente la historia de Hernán, el niño, el que no era conquistador ni villano. Añadiré que gustoso habría dado mi inexistente alma por ser alguien importante. 

Me habría vuelto el niño más triste del mundo. Hubiera matado a Mónico por ser Hernán. Le pediría al destino que me hiciese presidente del país.

No hay comentarios: