miércoles, 8 de octubre de 2014

Al otro lado del mundo


Esta es la historia de dos amigos que no podían estar el uno sin el otro. Empezó cuando ambos rondaban los ocho años de una infancia marcada por los contrastes. Sus padres los inscribieron en el mismo colegio público que estaba apenas a dos cuadras de la vecindad donde vivían. Los niños, Ariel y Miguel, convivían por las mañanas en clase y por las tardes jugaban hasta que anochecía en el patio común de esa multitud de casas que no escondían ningún secreto detrás de sus puertas entreabiertas y sus ventanas enrejadas como si alguien se fuera escapar.

Con el tiempo, Ariel, que de los dos era el más dedicado al estudio y tenía un don natural para las matemáticas llegó a ser el ingeniero industrial más brillante de todo el continente. Tanto en las finanzas como en su concepción del amor era el hombre más dichoso de cuantos habían dirigido la prestigiosa empresa KASUB, siglas de una trasnacional especializada en la fabricación de armas de destrucción masiva, que ya para la década de 2050 era un mercado en crecimiento exponencial.

Saliendo de la escuela, Miguel nunca se iba a la vecindad sin Ariel. Alguna vez tuvo que esperarlo sentado en la acera de enfrente hasta las seis de la tarde. Cinco largas horas que su mamá despreocupada e indiferente nunca notó mientras él inventaba cualquier entretenimiento solitario o se quedaba medio dormido con la cabeza recargada en la pared esperando a su mejor amigo en el mundo. Ariel no salió, lejos de cualquier tragedia, porque aprovechó a hurtadillas la distracción del otro para irse a su casa y encerrarse en su cuarto. Ese día no tenía ganas de estar con Miguel. Más que eso, ese día había descubierto por primera vez en su vida que las personas llegan a ser, por nobles que sean o incluso en la misma proporción, fastidiosas.

Ariel solía sentarse a trabajar en su escritorio del piso 85 del rascacielos de su empresa en Dubai, desde donde controlaba el negocio mundial de hacerse rico a costa, más que del sufrimiento, de la desaparición forzada y eterna de otros. Encerrado con la bitácora de sus actividades diarias repleta de citas con altos mandos de varios ejércitos no recordaba que en algún lugar de los países que bombardeaba sistemáticamente con gases químicos potentes podía encontrarse quien alguna vez ocupó un sitio importante en su violenta existencia.

Miguel vivía entre la miseria, el abandono y el dolor que envolvían el ambiente nauseabundo de los callejones de Managua. Ya para entonces cualquier intento de liberación social era un autosuicidio colectivo tomando en cuenta que los últimos diez años en esa ciudad habían sido los de una intensa guerrilla de carácter étnico que terminó por llevarse a la etnia más numerosa de todas: la humanidad del lugar. Socorriendo a los pocos enfermos, porque la mayoría eran cadáveres dejados a su suerte en las calles derruidas de la infernal ciudad, se pasaba el día mientras recordaba los años eternos de su infancia por los que susurraba inconsciente en las noches o a veces lloraba sigilosamente durante el día.

Sentado en un yate blanco reluciente que bordeaba la península arábiga, disfrutando del alcohol exclusivo para los extranjeros del nuevo centro de poder mundial, Ariel se preguntaba por el futuro de la humanidad. Fumaba una pipa y comentaba con una de sus muchas mujeres cuáles habían sido los resultados de los partidos de fútbol de la jornada. Desde hace varios años poseía varios equipos europeos. Cuando escuchó el nombre del anotador principal de la temporada, un tal Miguel no sé qué, recordó por fin a su antiguo amigo fiel y torpe.

Se quedó pasmado pensando en los tiempos líquidos que habían transcurrido desde que lo dejó de ver cuatro décadas atrás. Este primer recuerdo en tantos años le planteó la posibilidad de que estuviera vivo y con ello la posibilidad de perdonarlo, aunque ya no se acordara bien de qué.

Fue en una tarde soleada de mayo cuando Ariel golpeó brutalmente al inocente Miguel. Le propinó la peor de las tundas que ni siquiera su padre alcohólico le había dado. El motivo, Miguel rompió las probetas de su juego de química, uno de esos modelos vendidos como la última novedad por la televisión que con unos pocos ahorros su mamá le había comprado esperando que algún día se convirtiera en el médico que curara su enfermedad terminal: cáncer de huesos. Lleno de odio por haber frustrado los sueños de su madre, que por ser de ella eran aún más suyos, le rompió la nariz y le cerró un ojo con verdadero odio. Después maldijo haberlo conocido y se encerró para siempre. Al poco tiempo, con el sonido de la ambulancia que recogió en un estado crítico a su mamá, Ariel se fue, según dijeron los vecinos, a vivir con una tía al otro lado del mundo.  

Miguel creció entre la frustración y el olvido.

Cubierto de periódicos sin nada que pudiera ofrecer a la vida ni la vida ofrecerle a él, junto a su pequeño hijo Ariel, que así lo había llamado en honor más que del amigo de la amistad toda, esa desierta noche de mayo Miguel no paró de llorar porque lamentaba con todo el dolor de su corazón haber roto los sueños más valiosos de un muerto. Muerto en vida, muerto de verdad, muerto muerto, qué más da. Se lamentaba sobre todo no saber desde hace mucho nada de él. 

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