Esta es la historia
de dos amigos que no podían estar el uno sin el otro. Empezó cuando ambos
rondaban los ocho años de una infancia marcada por los contrastes. Sus padres
los inscribieron en el mismo colegio público que estaba apenas a dos cuadras de
la vecindad donde vivían. Los niños, Ariel y Miguel, convivían por las mañanas
en clase y por las tardes jugaban hasta que anochecía en el patio común de esa
multitud de casas que no escondían ningún secreto detrás de sus puertas
entreabiertas y sus ventanas enrejadas como si alguien se fuera escapar.
Con el tiempo,
Ariel, que de los dos era el más dedicado al estudio y tenía un don natural
para las matemáticas llegó a ser el ingeniero industrial más brillante de todo
el continente. Tanto en las finanzas como en su concepción del amor era el
hombre más dichoso de cuantos habían dirigido la prestigiosa empresa KASUB,
siglas de una trasnacional especializada en la fabricación de armas de
destrucción masiva, que ya para la década de 2050 era un mercado en crecimiento
exponencial.
Saliendo de la escuela,
Miguel nunca se iba a la vecindad sin Ariel. Alguna vez tuvo que esperarlo
sentado en la acera de enfrente hasta las seis de la tarde. Cinco largas horas
que su mamá despreocupada e indiferente nunca notó mientras él inventaba
cualquier entretenimiento solitario o se quedaba medio dormido con la cabeza
recargada en la pared esperando a su mejor amigo en el mundo. Ariel no salió,
lejos de cualquier tragedia, porque aprovechó a hurtadillas la distracción del
otro para irse a su casa y encerrarse en su cuarto. Ese día no tenía ganas de
estar con Miguel. Más que eso, ese día había descubierto por primera vez en su
vida que las personas llegan a ser, por nobles que sean o incluso en la misma
proporción, fastidiosas.
Ariel solía sentarse
a trabajar en su escritorio del piso 85 del rascacielos de su empresa en Dubai,
desde donde controlaba el negocio mundial de hacerse rico a costa, más que del
sufrimiento, de la desaparición forzada y eterna de otros. Encerrado con la
bitácora de sus actividades diarias repleta de citas con altos mandos de varios
ejércitos no recordaba que en algún lugar de los países que bombardeaba
sistemáticamente con gases químicos potentes podía encontrarse quien alguna vez
ocupó un sitio importante en su violenta existencia.
Miguel vivía entre
la miseria, el abandono y el dolor que envolvían el ambiente nauseabundo de los
callejones de Managua. Ya para entonces cualquier intento de liberación social era
un autosuicidio colectivo tomando en cuenta que los últimos diez años en esa
ciudad habían sido los de una intensa guerrilla de carácter étnico que terminó
por llevarse a la etnia más numerosa de todas: la humanidad del lugar.
Socorriendo a los pocos enfermos, porque la mayoría eran cadáveres dejados a su
suerte en las calles derruidas de la infernal ciudad, se pasaba el día mientras
recordaba los años eternos de su infancia por los que susurraba inconsciente en
las noches o a veces lloraba sigilosamente durante el día.
Sentado en un yate
blanco reluciente que bordeaba la península arábiga, disfrutando del alcohol exclusivo
para los extranjeros del nuevo centro de poder mundial, Ariel se preguntaba por
el futuro de la humanidad. Fumaba una pipa y comentaba con una de sus muchas
mujeres cuáles habían sido los resultados de los partidos de fútbol de la
jornada. Desde hace varios años poseía varios equipos europeos. Cuando escuchó
el nombre del anotador principal de la temporada, un tal Miguel no sé qué,
recordó por fin a su antiguo amigo fiel y torpe.
Se quedó pasmado
pensando en los tiempos líquidos que habían transcurrido desde que lo dejó de
ver cuatro décadas atrás. Este primer recuerdo en tantos años le planteó la
posibilidad de que estuviera vivo y con ello la posibilidad de perdonarlo,
aunque ya no se acordara bien de qué.
Fue en una tarde
soleada de mayo cuando Ariel golpeó brutalmente al inocente Miguel. Le propinó
la peor de las tundas que ni siquiera su padre alcohólico le había dado. El
motivo, Miguel rompió las probetas de su juego de química, uno de esos modelos
vendidos como la última novedad por la televisión que con unos pocos ahorros su
mamá le había comprado esperando que algún día se convirtiera en el médico que
curara su enfermedad terminal: cáncer de huesos. Lleno de odio por haber
frustrado los sueños de su madre, que por ser de ella eran aún más suyos, le
rompió la nariz y le cerró un ojo con verdadero odio. Después maldijo haberlo
conocido y se encerró para siempre. Al poco tiempo, con el sonido de la
ambulancia que recogió en un estado crítico a su mamá, Ariel se fue, según
dijeron los vecinos, a vivir con una tía al otro lado del mundo.
Miguel creció entre
la frustración y el olvido.
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