The Persistence of Memory, 1931, Salvador Dalí
Los
cambios son para bien, oigo decir a mi reloj despertador. El muy canalla se ha
convertido en una especie de confidente que siempre está para escuchar lo que
nadie más quiere oír. Cayó en depresión luego de que decidiera no usarlo y
despertarme con los primeros rayos del alba, pero hace poco comprendí que no
podía dejarlo arrumbado en el rincón polvoso de mi cuarto para siempre. Si
existe merece vivir. Así que lo relegué de su vieja función de hacer ruido muy
temprano para darle un trato entre iguales, ya puede decirme qué le parece y
qué no de mi forma de ser.
A
veces frunce el ceño como si de veras estuviera enojado conmigo. No hay manera
de contentarlo con ninguna de mis payasadas de soltero que visita a su mamá
cada semana. Otras veces no para de reír mientras me dice cualquier tontería y
entonces se me pasa el tiempo sin voltear a ver la hora. Compartimos la cena,
tomamos café y nos ponemos a cantar canciones en el karaoke hasta muy entrada
la madrugada.
En
cualquiera de los casos yo disfruto su compañía porque más allá de ser un
objeto ornamental y simplón, se ha convertido en un acompañante de mis estados
de ánimo. Cuando me pongo triste puede reaccionar de la mejor manera y
preguntarme qué me pasó, me abraza tímidamente como si fuera un niño
introvertido o puede ignorarme durante varios días con la altivez
característica del enojo doméstico, pero después cambia. Siempre termina por
cambiar. Y es como si nada de lo que hasta ese momento sucedió tuviera
importancia. Borrón y cuenta nueva.
Supuse
que terminar por la paz con mi esposa —ya no lo es pero ocupo el término porque
no quiero usar su nombre— era la mejor solución para mejorar mi vida solitaria,
aunque honestamente yo solo firmé el acuerdo de divorcio. No tuve que pagar un
abogado ni comparecer ante un juez. Simplemente firmé un papel que ella se
llevó corriendo. Entonces cerré la puerta y me puse a limpiar la cocina. Así se
me iban los días con tristeza parsimoniosa, como un viento que sacude
incesantemente el cuerpo hasta que, cansado, te das cuenta que estás en otra
época y no importa que haya pasado antes, solo miras hacia delante.
Mi
despertador tiene muchos sueños. Me dijo que le gustaría viajar por todo el
mundo; conocer, por ejemplo, las Cataratas del Niagara y los paisajes nórdicos
de Islandia. Es que disfruta mucho las bellezas naturales que contempla por la
computadora que antes era su amiga, pero ahora ha dejado de serlo porque
descubrió su funcionalidad, convirtiéndose en un objeto cualquiera para él.
Puede pasar horas frente a ella, observando detenidamente las imágenes que
pasan una y otra vez delante de sus manecillas, por debajo de las campanitas
que parecen un gorro muy chistoso que lleva puesto como si festejara la vida y
sus encantos. La computadora, aunque quiere llorar por tanta indiferencia,
guarda un silencio obligado.
El
viernes le conté sobre mis proyectos a futuro. Le dije que quiero vivir lo
suficiente para gobernar un país y escribir un libro. No importa cuál sea el
país ni de qué trate el libro, lo importante es conseguirlo, que al fin así se
proyectan las metas. También le confesé cuáles son mis preocupaciones actuales,
las que me demandan tiempo y por ende la necesidad de contar con su ayuda. Aunque
mi horario humano se había acostumbrado a despertar a las seis de la mañana,
últimamente me quedo dormido hasta después de las once. Necesito otra vez de la
funcionalidad de mi despertador.
Así
que no tuve más remedio que hacer ese gesto parecido a un puchero, doblando los
labios hacia la barbilla, con unos ojos tristes y las tres arrugas que se me
dibujan en la frente, para decirle que ya no podemos ser amigos. Pensé que
sobrevendría una escena con lluvia de reproches e insultos de su parte, en la
que me diría todas las cosas que detesta de mí, como que me desvele con la luz
encendida escribiendo mis cartas de amor frustrado, pero simplemente escuchó,
se quedó callado y me dijo que ya esperaba mi anuncio, de antemano sabía que
las cosas no iban bien.
Hoy
me sobresaltó el asqueroso ruido de este maldito aparato. No sé en qué estaba
pensando cuando lo compré. Solo vi su forma redonda, el brillo metálico, los
números gigantes, las campanitas ociosas que me recordaron una película
antigua, en fin, su desgraciada fachada de artículo de lujo. Debería conseguir
un amigo.
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