miércoles, 24 de septiembre de 2014

Riña de confianzas


Confianza es lo que aparece entre tú y yo cuando dejamos el centro del ocio y nos dirigimos a la parada de autobús. El autobús recorre media ciudad, la circula por la periferia. Muy de mañana, cuando la luz del sol ilumina el horizonte y se aprecian los volcanes de Puebla, y muy noche, cuando el día deja de ser día. La gente corre a refugiarse a sus casas, se sienta a mirar la tevé y cena pan con café. Las pilas se recargan con cafeína. El sueño resulta accesorio.

En los recónditos confines de tu sonrisa sospecho que la vida nunca pierde esa chispa que te permite gritar de felicidad. A veces el grito se torna desesperado, ya no como una risa transparente y fina, sino como una mueca que expresa tanto y nada a la vez.

El ruido de la lluvia alarga el verano cuando ya hizo el daño que debía. Ahora, las hojas al suelo en medio de los parques verdes dicen otra cosa. Al pisarlas subrayo la lejanía de tus emociones, pensando que murieron al intentar renovarse con el cambio de estación. Los andadores de la ciudad me conducen de avenida en avenida, creyendo en mi interior que en alguna esquina encontraré eso que te hizo especial cuando mis pestañas eran ciegas y los ojos se creían el cuento de la belleza interior.

Recuerdo aún cuando salía a correr hasta llegar a un mirador muy bonito en el cerro de San Agustín. Me sentaba en una banca de piedra a mirar el horizonte de una tarde decaída. Las casas desperdigadas, un campo en el que nadie iba a jugar, árboles en multitud de consejo, todos estaban enfrente de mí. Y nada era más importante que estar ahí. Los problemas de ahora no existían, ni siquiera tenía claro qué era un problema ni quiénes sus protagonistas. El tiempo avanzaba y la cicatriz a la orilla del labio se empequeñecía sin resabios.

En la orilla del camino había espigas queriendo ser doradas. Su voluntad las enorgullecía a las seis de la tarde cuando la puesta de sol ahogaba sus tallos. Entonces creía verte en donde empezaba la curva, en la panorámica de ese campo de golf que parece un valle encantado. Me acercaba poco a poco a una imagen difusa que, sin embargo, proyecté durante muchos meses pensando que el futuro encima de mis ojeras de búho sería el cuento de hadas que nos venden como vocación infinita.

La tormenta pone de manifiesto que hay, por un lado, un esquema de valores que define la personalidad y, por otro, una serie de objetivos que nos encanta creer que alcanzamos con esfuerzo consagrado. Me asomo afuera y la vida corre en fuga. Apartados del camino, nos permitimos tomar veredas que, nos dijeron, convenían para no hacernos daño. A paso veloz comprobamos que el mal mayor no es uno solo, que siempre hay alternativas para reñir con lo que amamos. Que la riña interminable nos llena de melancolía a veces, pero otras más nos acerca al arte de vivir quitado de la pena.

Confianza se evapora entre tú y yo. El autobús se detiene y debo volver a pensar con cordura, cuando paso demasiado tiempo entre los abusos del espacio y la ruina del tiempo tiendo a enloquecer y recuerdo tu nombre.

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