Las calles de la ciudad de México
de noche son surrealistas, oigo decir a mi consciencia. Se coló en esos paseos
que suelo tomar en la tarde-noche, ese intervalo de tiempo que todos hacemos
nuestro cuando no tenemos otra cosa más importante que hacer y ya hicimos todo
lo que obligatoriamente nos tocaba hacer.
San Ángel, el barrio y el mito,
los empedrados como laberintos hasta llegar a una plaza que se llama San
Jacinto. Helados caros pero sabrosos. Una fuente donde un grupo de hombres se
sienta a jugar baraja sin apostarle nada a la vida. En las bancas los
enamorados hablan algo mientras besan y en la acción ni dicen nada. Susurros al
viento y risas siniestras en la oscuridad.
Más allá de la avenida Revolución
hay otros parques. Cerca de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, escondido entre
casas de escritores, está un pequeño parque con una iglesia de piedra de otra
época, una cruz enorme que recuerda las cruzadas hacia Jerusalén en la Edad
Media, el número 1-A donde investigan historia de México. La calle: Federico
Gamboa. Otra fuente sin agua como la de San Jacinto se presta como banca porque
las bancas ya se fueron a dormir. Continúa el paisaje de la noche surrealista.
Así es México. Pinos que huelen a pino en donde alguna vez hubo bosque. Una
pared de adobe que recuerda la casa de una anciana olvidada en la Mixteca de
Oaxaca. Un letrero conmemorativo por los primeros 100 años de Chimalistac hace
quién sabe cuánto.
Retorno. Tacos de suadero en el
paradero de “Las Palmas”, como si fuera reserva natural protegida. ¿Habrá algo
más mexicano para cenar en la ciudad de México? Contaminado esmog (no es
redundante), oasis para el hambre que muestra la intensidad de nuestra
alimentación. Salsas verde y roja, como para cruda, oigo decir con seguridad.
El taquero suda, ¿cuántos más?, grita serenamente. Otro de tripa, al fin, es
viernes y puedo sobrepasarme. Alrededor basura, el suelo negro y el acompasado
ruido de los camiones que llegan y se van. Gente murmurando en vecindad,
sonidos alternados por el caos.
En la esquina con Rey Cuauhtémoc
ya recoge su puesto la señora. ¿Mañana hay esquites? Como siempre, joven. Mis
favoritos se venden aquí con chile del que pica y del que no pica. Los brazos
trabajadores de la señora de cualquier edad, con más fuerza que juventud,
parecen aspas rompiendo el río de maíces. Ya vendré después.
Unas calles arriba, de vuelta en
Frontera, me sorprende el barullo de unos jóvenes dentro de una casa. Adentro
parece un circo: malabaristas, gimnastas, payasos. Volteo hacia el techo, no lo
hay, en su lugar una carpa. El México surrealista siempre tiene sorpresas, como
una compañía de circo clandestina que ofrece funciones los viernes en una casa
que ni sabía que existía. Enfrente del domicilio, una barda como museo, los cuadros
más preciados del impresionismo mundial. "La noche estrellada" de Van
Gogh en brocha gorda, del MoMA a la Tizapán. El constante run run de los
camiones aventando humo al arte.
¿Qué más se puede esperar? Caracoles en la
orilla del mundo, en el borde peligroso de una pared que desaparece en las
antenas del cuerpo minúsculo y blando que parece salido de otra dimensión.
Pompas fúnebres frente a un gimnasio de 24 horas. Una silla color naranja,
típica de secundaria pública, enfrente de... una secundaria pública en
penumbras, que alumbra afuera la silla, como si alguien invisible estuviera
sentado en ella tomando apuntes con vista al ajetreo incesante de la calle. Un
edificio de película de terror con ventanas pintadas de color negro. Toda la
ciudad hundida en un sueño profundo y demencial cuando apenas son las 11 de la
noche.
Por segunda vez en una semana el
paseo nocturno de viernes comprueba por qué Bretón definió a México como el
país surrealista por excelencia. En el sur del Distrito Federal, en el barrio
de San Ángel y sus alrededores, pueden desaparecer microbuses a la vuelta de la
esquina, aparecer hombres lobo salidos de una alcantarilla e incluso caerse los
letreros de las calles súbitamente, aunque todo esto aún no me toca verlo.
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