Dos
parejas de novios abrazados en el camión están sentadas en asientos
subsecuentes. Los hombres hacen esquina con la barbilla y el cuello para que
las mujeres puedan recargarse mejor. Ellas parecen dormitar; ellos se esfuerzan
para que el sueño no los venza. El camión desaparece en la bruma de una vereda
que promete llegar hasta un cerro donde vive un judío.
En
el puesto de pozole hay gente cuando son las nueve de la noche. Rábanos,
lechuga y orégano para acompañar el plato. El caldo es espectacular. Lo primero
que se acaba cuando se tiene mucha hambre. La sed siempre será nuestro talón de
Aquiles. Afuera del mercado un señor vende gelatinas de rompope con rompope. Si
no estuvieran buenas no las vendiera, presume con humildad. Por los parques
circula la gente caminando, conversando, riendo, mientras niños corren y se
detienen intempestivamente, como un juguete descompuesto. La cuerda siempre
vuelve a girar, la pila nunca se acaba.
El
sol atraviesa el cielo raso, azul de punta a punta. Pocas veces se mira tan
decidido a mostrar su verdadero color. Las nubes son compañeras de viaje, nada
más. El campus parece un parque de atracciones finas, sin juegos mecánicos que
inviten al vértigo. Hay mesas de ping pong dispuestas alrededor de la torre de
rectoría. Los pedazos de pasto, ese archipiélago del ocio, invitan a sentarse y
no moverse en lo que quede de tarde. Afuera de la biblioteca veo un rostro
conocido. Ella jugaba basquetbol en la preparatoria. Su nombre recuerda a la
madre divina del pulque. La familiaridad de su sonrisa sigue siendo la misma.
En vez de hablarle, huyo con los libros.
Polanco
no dejará de ser el quinto infierno del tráfico, lo cual no sería un problema
si no lloviera, pero cuando llueve, inevitablemente, es peor. Sus calles
tristes, de agotado materialismo cursi, no perdonan al transeúnte que por
obligación tiene que entrar al gran aparador. Más cerca de Chapultepec hay
cafés para todas las clases sociales, uno puede sentarse a escuchar jazz en un
Starbucks con todo lo que cuesta o tomar un moka en una tiendita de la esquina
mientras deja de llover. Sería mejor si efectivamente fuera la tiendita de la
esquina, pero en estos tiempos ese lugar de la infancia perdida ya no existe.
Hay que optar por una cadena de pocas letras, clásicamente frívola, donde un
dependiente hará todo lo posible por no hacerte la plática.
Afuera
de Metro Tacubaya hay tres puestos de libros. Nunca he dejado de creer en la
conveniencia de hurgar en la basura para encontrar joyas. Ahí está, como nuevo,
Los partidos políticos de Maurice
Duverger, edición de los setenta, 40 pesos. El clásico en la bolsa reconforta,
ni siquiera ha sido subrayado y huele a viejo. A veces que algo huela a viejo
es mejor que ese olor plastificado que desvirtúa toda consciencia histórica,
por algo Donceles siempre será el paraíso de un escritor en potencia.
Recorrer
avenida Insurgentes desde la Unam hasta la glorieta de Insurgentes cuando hace
un día tan bonito es casi un crimen. Dentro del chorizo con ruedas la gente
dormita o alarga la cara intencionalmente, como para hacer notar su desprecio
por ese momento de la vida. Los pocos que hablan no dicen nada interesante; una
televisión repite tediosamente los mismos anuncios. En mi mente sueño que voy
en bicicleta. El viento refresca mi cuerpo y la intensa luz del día broncea mi
frente hasta desvanecerse en mis ojos de ocelote. Como una flecha avanzo
decididamente entre la agonía de cada esquina que va quedando atrás, pero no sé
hacia dónde me dirijo.
Solo sé que la avenida nunca termina.
Solo sé que la avenida nunca termina.
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