domingo, 26 de abril de 2015

La demagogia vuelta partido

{Dosis de litio}
Bruno Torres Carbajal 

Hace no mucho la actriz Anahí envuelta en su personaje de la exitosa telenovela “Rebelde” producida por Televisa señalaba: “Yo puedo fallar en las ecuaciones pero nunca en el maquillaje”. La frase es ilustrativa de lo insulso de la trama: un colegio de adolescentes adinerados en el que se polarizan las diferencias sociales y se suscita el amor entre personalidades dispares. Anahí es la virtual primera dama del estado de Chiapas, desde hace varios años es novia de Manuel Velasco, quien antes de llegar a la gubernatura de ese estado marcado por la injusta pobreza de sus pueblos originarios y el mayor movimiento insurgente reciente, fue senador de la república por el Partido Verde. En alianza con el PRI, este partido obtuvo por primera vez el poder político de un estado del país.

El Partido Verde es síntoma grave de la crisis de representación que vivimos los mexicanos. Hay toda una ola de opiniones al respecto y varios analistas coinciden en lo mismo: actúa como agencia de publicidad y viola sistemáticamente la ley. Por un lado, los criterios bajo los que elabora sus campañas responden a la opinión de grupos de enfoque; son organizadas mercadotécnicamente y multiplicadas en medios masivos. Como asiduo al cine, fue insoportable aguantar el año pasado los mismos comerciales solventados por la autoridad moral de Raúl Araiza y Galilea Montijo, quienes una y otra vez repetían que “el Verde sí cumple”. Por otro, disfrazando una campaña anticipada de promoción de informes legislativos ha violado la ley y asumido las multas en varias ocasiones. No importa actuar ilegalmente, lo importante es vender efectividad.

En la campaña actual promueve dos proyectos principales. Uno propone dar incentivos a empleadores para contratar a jóvenes recién egresados a cambio de un vale deducible de impuestos, además de garantizar clases de inglés y computación en todos los niveles escolares al igual que becas. El otro propone que los derechohabientes que no sean atendidos por los sistemas de seguridad social reciban atención en una clínica privada con otro vale. El Verde se promueve como un partido que puede reformar el mercado de trabajo y el sistema de salud pública a cambio de votos en tiempo record: la próxima legislatura. No solo es irreal; hace de la demagogia su bandera. El senador Carlos Puente repite estas propuestas como si se tratara del sermón de un predicador carismático. La cosa es vender, y qué mejor que vender el cielo.

Leí la postura del dirigente del Verde en Oaxaca, Moisés Molina, respecto al debate de las últimas semanas sobre la posibilidad de quitarle el registro a su partido. Acusa que se trata de una guerra sucia promovida por los tres principales partidos políticos mexicanos ante la posibilidad de que el suyo se convierta en la tercera fuerza electoral, lo que no debería ser ningún motivo de orgullo dado que el abstencionismo en las elecciones muestra el desencanto de los ciudadanos por sus políticos. Al final de su artículo Moisés recuerda que lo del Verde es amor, justicia y libertad, con mayúsculas, principios que los impulsan a respetar la ley siempre. Nada nuevo en el discurso de la franquicia iniciada por Jorge González Torres, quien heredó el puesto a su hijo Jorge Emilio González Martínez, sus únicos dos presidentes hasta ahora.

El “Niño Verde” se ha visto involucrado en escándalos como el supuesto suicidio de la modelo búlgara Galina Chankova Chanev, quien se aventó del piso 19 de la Torre Emerald en Cancún durante una fiesta organizada por él el año pasado. Una década atrás fue exhibido en un vídeo donde empresarios le ofrecían dos millones de dólares a cambio de obtener permisos para construcción. Ante el escarnio público, se excusó en que conocía la intención de sus interlocutores de negociar actos de corrupción y al querer denunciarlos fue “chamaqueado”, lo que se convirtió en uno de los clásicos episodios de impunidad a la mexicana. No pasó de la nota vulgar e incluso pícara de nuestra clase política. En algún momento entre estos dos lamentables episodios el niño crecido declaró a la revista de sociales Quién que “es difícil saber cómo te va a juzgar la historia, porque la escriben los hombres, y mucho depende de cómo le caigas a los intelectuales, algo que no es mi fuerte”. La foto que acompañaba la viñeta era la del propio Jorge Emilio en bata, acostado en una elegante cama con la charola del desayuno al lado.

Por eso no entiendo qué le puede ofrecer el Verde ya no a los mexicanos sino en particular a los oaxaqueños, cuyo desencanto por lo que la política puede hacer por ellos debe ser tanto mayor cuanto su falta de oportunidades sigue atada a condiciones históricas de pobreza perpetuadas por una muy baja calidad educativa en el nivel básico que significa el desperdicio de su capital humano. El Verde es como la línea del principio: no importa que no sepa cómo resolver algo, lo maquilla bien. Como el guion de una telenovela insulsa. 

Terapia intensiva

Estás enfrente de la terapia intensiva. Ya recorriste más de lo que podías. Exhalas poco a poco todo el aire contenido en tus pulmones mientras una gota de sudor desciende lentamente por tu sien. A tu alrededor hay médicos que van y vienen cargando instrumentos que sabrá Dios para qué sirven. Tubos de plástico, máquinas con ruedas; cada uno porta como credencial un estetoscopio en el cuello. El doctor rubio se acerca a una señora en la sala de espera donde tú estás. Menciona algo de los signos vitales y la señora echa a llorar con profundo dolor. La sienta y corre a la sala de choque. ¡Uno, dos, tres, cuatro…! Cuenta otro médico adentro mientras se escucha la respiración artificial de un aparato. ¡Uno, dos, tres, cuatro…! Mientras afuera su familiar se deshace. Alcanzo escuchar que no pudo despedirse de ella. Enfrente de mí hay un guardia que toma nota de los ingresos y salidas del hospital. Le pregunto por el médico rubio que debe dar el alta a ‘mi’ paciente. Con un gesto entre burlón y desinteresado me informa que espere hasta que salgan de la sala donde están todos los doctores; susurra con complicidad: ya se murió.

Un gran hospital para una gran ciudad. Un pésimo servicio, se quejan quienes no son atendidos. Es que no están muriéndose, responde el hospital.

Tres de la mañana, avenida Tláhuac desierta. Ni por eso nos percatamos de dónde está el hospital donde canalizan a los que no están muriéndose. Cuando por fin llegamos, a la rapidez y angustia contenida con la que bajamos a ‘nuestro’ paciente, las recibe la parsimonia de las empleadas del turno nocturno. Quién es, qué tiene. Al escuchar los antecedentes, una a otra se miran aburridas y dicen: Pero esto no es nuevo. ¿Le podemos hacer ese tratamiento aquí?,  preguntamos ansiosos. Depende del médico de guardia pero aquí están —y señala una lista— todos los que faltan de recibir su diálisis. El médico de guardia adelanta que esto no es un hotel como para que ‘mi’ paciente descanse. Lo que él necesita es atención médica y en este hospital no se le puede brindar. Lo de menos es ingresarlo, pero no tenemos lo que necesita. Está mal referido. Sería mejor que lo llevaran al hospital general, ahí sí tienen traumatología y ortopedia. Si aquí le hacemos el tratamiento ponemos en riesgo su vida. ¡Cómo si no lo estuviera ya!, grito por dentro. El consultorio tiene casi nada. Una silla, un escritorio, una computadora y una camita de esas para recostarse mientras te miran la garganta con el abate lenguas.

Un modesto hospital para una modesta ciudad. Un pésimo servicio, se quejan quienes no son atendidos. Es que no están muriéndose, responde el hospital.

Cinco y media de la mañana, avenida Tláhuac con tráfico. Es lunes y la gente ya va a trabajar. Microbuses medio llenos, coches conducidos por desmañanados enojados, la línea del Metro cerrada por la corrupción. Una linda postal del México de hoy, el real. El conductor acelera y llegamos rápido al hospital general. Busco con relativa desesperación una silla de ruedas. No hay, responde motonamente el guardia de la entrada. Pedimos con ruego una camilla, el camillero ya se va pero hace el favor de echarse un último viaje del pequeño estacionamiento a la sala de espera. Ahí la camilla robará espacio unas horas hasta que se desocupe una cama de Urgencias. Se acerca una niña vestida de médico, seguramente una interna que práctica con los recién llegados. Exige unos estudios de sangre, radiografías, el expediente médico, todo como si quienes acompañamos ‘al’ paciente fuéramos los archivistas del sector salud. No tenemos nada, respondemos consternados. Hay que hacerlos, ordena con frialdad.

Un enfermizo hospital para una enfermiza ciudad. Un pésimo servicio, se quejan quienes no son atendidos. Es que no están muriéndose, responde el hospital.

Mientras camino de vuelta a mi casa con los ojos adoloridos por la desvelada, la espalda cortada y la boca seca, pienso qué pasaría si hubiera más pacientes como el ‘mío’, ¿adónde irán? Entiendo que la muerte sea un misterio pero no sé hasta qué punto la vida también lo sea cuando enfermamos gravemente. Creo que muchos médicos están tan acostumbrados a este misterio que no les importa atenderlo. Se cuelgan el estetoscopio, se sientan a jugar con sus teléfonos inteligentes y esperan a que el desfibrilador vuelva a estar listo. 


domingo, 19 de abril de 2015

Utopías modernas


“Entonces el mundo, el mundo que Quiroga había inventado,
era un mundo alucinante y sin dirección, creciendo en la mano de un Dios reconocido
y otros clandestinos, todos pujando por el significado de las cosas”.
Muerte súbita, Álvaro Enrigue 2013, 246.

Con Utopía de Tomás Moro se inaugura la época de las utopías modernas. Es un parteaguas entre la Antigüedad y ese período nebuloso conocido como Edad Media y el Renacimiento con todo lo que trajo consigo: La definición de un nuevo hombre a partir de las raíces grecolatinas, el humanismo y la consiguiente Ilustración que replanteó el sentido de nuestros pasos sobre la tierra. Moro vivió una época en donde ir hacia adelante no necesariamente era el paso subsecuente a dejar el atrás. Las instituciones no cambian intempestivamente y cuando lo hacen así tienen consecuencias fatídicas. Moro lo sabía bien porque fue consejero de Enrique VIII. Lejos de las imágenes de esposas decapitadas asociadas al autor de la frase “El Estado soy yo”, el prominente Tudor cambió el sentido de la historia cuando se convirtió en el jefe de la iglesia que dejó de ser católica para ser anglicana. Ese es un ejemplo del tiempo de Moro en el que no debió resultar nada fácil compartirle su parecer al monarca sobre cualquier cantidad de temas. La muerte instantánea era lo menos, el martirio que la precedía lo más. En ambos casos, hacer enojar al príncipe significaba comprobar la máxima de Maquiavelo acerca de que le valía más ser temido que amado.  

Utopía es una isla. Se entiende que sea un trozo de tierra en medio del mar, convenientemente no podía existir en medio de la tierra puesto que una utopía justamente describe un lugar que no es porque no existe realmente, está en las letras, en la mente. Aunque también se relaciona con un lugar bueno que sí puede ser real, o que al menos los utópicos quisiéramos que existiera. Utopía fue al mismo tiempo que ficción una crítica de la sociedad y las relaciones de poder de su tiempo. La distancia entre pobres y ricos guiada por la perversión de estos no es tema olvidado en el siglo XXI cuando en cualquier foro económico doméstico e internacional tiene sentido hablar de desigualdad en la distribución de la riqueza. Moro soñó con una utopía donde hubiera libertades que no corrieran el riesgo de desaparecer ante el advenimiento de un tirano, asimismo tendría que haber tiempo de ocio derivado de una jornada laboral mucho más corta que la real. En este punto, Hannah Arendt escribió una vez que un déspota ilustrado en la polis griega no necesariamente acababa con el ocio sino que lo alentaba. Es un aspecto que escapa a una utopía porque difícilmente podríamos aceptar que un tirano gobierne con bondad en la realidad; cuanto menos entonces en el ideal de una sociedad. 

En el siglo XIX Federico Engels, el gran amigo de Marx, acuñó el término “socialismo utópico” para referirse a los promotores de un socialismo no científico cuyas propuestas a su parecer eran irrealizables. Robert Owen, inglés; Henri, conde de Saint-Simon, francés, y Bakunin, ruso, fueron algunos de los pensadores catalogados como utópicos. Owen creía en la posibilidad de organizar la economía con base en la cooperativa. Poseedor de algunas fábricas, hizo de su creencia una política para mejorar las condiciones de vida de sus trabajadores. Saint-Simon apostaba a la capacidad de la industria para concluir el proceso iniciado con la Revolución francesa, en esto importaba la capacidad técnica que debía sacar de su letargo a quienes no aportaban nada a la producción como el clero y la nobleza. Bakunin fue el más radical de los tres puesto que su visión de la libertad del hombre debía romper varias cadenas. Los poderes político, económico y religioso debían dejar de oprimir al hombre. Para el ruso, la revolución no es un proceso exógeno a él sino que empieza por él, no conlleva violencia sino liberación. La anarquía es una ausencia natural y necesaria de cualquier gobierno.

Las ideas de los socialistas utópicos pueden verse en nuestra sociedad contemporánea por encima de la clásica dicotomía entre burguesía y proletariado. El énfasis en la producción y detonarla mediante el cooperativismo y la productividad son parte del discurso de prácticamente todos los jefes de Estado. Nadie pone en duda hoy en día que el ser humano es el centro de las políticas gubernamentales. En esto hay una clara diferencia con nuestros antepasados. Para ellos pensar en utopías, aunque no las denominaran así, implicaba pensar en el sujeto beneficiado y como es notorio en la última alusión, la sociedad era ese sujeto. Lo difícil era concretar cómo beneficiarla en conjunto aun cuando el pensamiento utópico relacionado con el socialismo planteaba que fuera mediante la propiedad de los medios de producción básicamente al igual que el marxismo. Nadie advertía que el nivel de vida de un país depende de su capacidad para producir bienes y servicios ni que las fuerzas de la oferta y la demanda determinan la producción de equilibrio. ¿No será esta una utopía también? Sea como fuere, el asunto era hacer partícipes de las bondades de producir e intercambiar a quienes no lo eran.

Hasta ahora lo utópico está íntimamente relacionado con lo marginal. Las voces que disienten del status quo, las vidas que peligran por la fuerza del Estado, las posibilidades que no permite el poder instituido. En este punto, conviene hacer notar que lo utópico ya no se trata tanto de una conceptualización de lo ideal como estadio superior del ser humano como de la reivindicación de una condición distinta a partir de la modificación de estructuras impuestas verticalmente. La isla ya no está aislada sino que se propone ser todo un continente. En la práctica, las ideas propuestas por las corrientes socialistas fracasaron. La URSS y más recientemente Cuba son casos emblemáticos de lo difícil que es batallar contra el egoísmo humano. Tarde que temprano todos quieren maximizar su función de utilidad. Los modelos cooperativistas funcionan y permiten mejorar el bienestar de quienes están dispuestos a compartir medios de producción y repartir utilidades, pero no son la regla sino la excepción. Como sea, la contribución de los pensadores utópicos es valiosa en tanto que siempre debe haber propuestas que remen a contracorriente de la hegemonía. Algunas de ellas podrán servir para ciertas cosas, otras no, pero nadie debe dudar del valor del disenso para mejorar el desarrollo de cualquier sociedad. Tal vez sea otra función de la utopía ya no solo como género literario sino como postulado social.

Theodor Herzl fue el gran teórico del sionismo. Adivinó, Herzl escribió una utopía. Judío, uno de por lo menos dos millones en terrenos del Imperio Austrohúngaro, trabajó en el “Neue Freie Presse”, el principal periódico liberal de Viena. Como observador de la realidad de fines del siglo XIX en Europa notó que los nacionalismos iban en ascenso y que el sistema político del imperio donde vivía permitía que se asentaran en la formalidad burocrática con las consecuencias que en Alemania, décadas después, serían funestas. En medio de la efervescencia del racismo los judíos eran presa fácil de despojos. El suceso que le preocupó más fue la elección de Karl Lüeger como primer alcalde de Viena votado por mayoría en 1895, quien desarrolló un programa en contra de los inmigrantes checos y los judíos. El odio hacia lo diferente fue convalidado por el emperador y la incipiente democracia austriaca. Las libertades basadas en el principio de tolerancia estaban en riesgo no solo en el país de Herzl sino también en Europa en general.

Herzl escribió su novela utópica Altneuland “Vieja nueva tierra” y la publicó en 1903. En el escrito, el autor imagina como sería en 1923 una comunidad judía autónoma establecida en Palestina. La utopía es liberal en lo político pero no en lo económico. Herzl consideraba que el proyecto nacional que dotara de un Estado a los judíos de Europa no encajaba con el capitalismo de libre empresa. Su visión descansó en el mutualismo como un modelo de economía mixta que retomara la iniciativa del capitalismo en combinación con la justicia social. El cooperativismo se desarrolla sobre todo en el sector primario, la  producción agrícola. Altneuland es una versión adelantada al Estado de bienestar porque asume el cuidado de las personas como responsabilidad de gobierno. En lo político es tan liberal como para considerar la igualdad de los árabes residentes en el territorio que además de sufragar pueden ser tomadores de decisiones.

Herzl coló en la opinión pública, apoyado en su papel de periodista, la posibilidad real de establecer un Estado judío en Palestina. Lo que escribió y hoy puede criticarse de absurdo después de una historia de guerras entre Israel y sus países vecinos no deja de ser el caso exitoso de una utopía llevada a cabo por una organización internacional que, la haya leído o no, siguió, con sus particularidades, una hoja de ruta en ella trazada. No todo fue la novela evidentemente; hubo una iniciativa conducida con efectividad por el propio Herzl para socializar la necesidad de un Estado judío con la esfera de alto nivel europea, incluido el emperador alemán, el rey de Italia y el papa. Las reuniones no dieron resultados, pero Herzl se encargó de difundir los intentos y eso bastó para señalar el camino a una multitud de simpatizantes de la idea en toda Europa. Es el caso de un conocedor del poder de las relaciones públicas preocupado por el futuro de su nacionalidad, previsor del caos que sobrevendría a su muerte.

La pregunta que conviene hacer es si Herzl hubiera tenido éxito en su empresa de obtener una solución a la situación de acoso que enfrentaban tantos judíos de no haber escritoAltneuland. Una pregunta que evidentemente no podemos responder pero que plantea una interrogante válida para quienes escribimos aún hoy utopías: ¿Puede una utopía cambiar el mundo? Moro no vivió para ver realizado su proyecto, pero en México, cuando no se llamaba así, quedó la huella de sus enseñanzas llevadas a la práctica por un peculiar devoto: Vasco de Quiroga. 

En una novela reciente, Muerte súbita, Álvaro Enrigue 2013, Tata Vasco aparece como un fervoroso lector de la Utopía de Moro. Lo que en realidad fue un ensayo político para ridiculizar la Inglaterra de Enrique VIII, según Enrigue, para Vasco fue la posibilidad de realizar el No-Hay-Tal-Lugar, traducción atribuida a Francisco de Quevedo, uno de los protagonistas de esta novela. Cito “El pueblo-hospital de Santa Fe era una villa constituida en torno a un asilo de viejos y enfermos donde la autoridad máxima, que era Vasco de Quiroga, dispuso que no circulara dinero. La villa seguía, tan al pie de la letra como lo permitía la realidad, las no instrucciones dictadas jocosamente por el humanista londinense para el funcionamiento de Utopía: estaba dividida por dos ejes que se cruzaban en el hospital y el templo y en cada cuadrángulo había casas multifamiliares pertenecientes a cuatro clanes distintos”. El pueblo estaba conformado por artesanos. Había sido fundado en 1535 por el emisario de la iglesia. El libro de Moro, según el relato, se lo regaló Fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, y según la verdad histórica también. El tomo puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Texas en Austin con anotaciones de los dos clérigos.

Hace unos meses recorría el Estado de México con un amigo y dos desconocidos. Había terminado la celebración del cumpleaños de un amigo en común, artista plástico, en Chalma, donde la gente va a bailar cuando otros se enojan. En un escarabajo potente nos llevaron a tomar el camión que va al DF desde Toluca pero en el trayecto a la parada tardamos mucho más de lo que pensé, cerca de tres horas. Había un motivo oculto. El conductor, profesor de educación preescolar de esos a los que les encanta hablar siempre como quien adiestra a un chamaco que nunca presta atención, quería mostrarme su pueblo aunque no se viera nada, oscuro como estaba a las nueve de la noche. Supongo que no calculó el tiempo. Era San Pedro Tultepec donde todo tiene nombre de Vasco de Quiroga así como en mi natal Oaxaca todo lleva nombre de Benito Juárez. Han pasado casi cinco siglos y la gente ahí sigue dedicándose a lo mismo: Son artesanos. Siguen honrando al viejo Vasco con las creaciones de sus manos. Con la diferencia de que ahora hay dinero en vez de un amable intercambio de bienes. Muchas familias siguen hablando el náhuatl con lo difícil que debe ser hacerse oír en la lengua materna cuando uno viaja al anti-utópico DF, como nosotros esa noche perdida.

Tal vez las utopías no tengan nada de original, como la de Moro que fue producto de la crítica siempre necesaria pero disimulada del tiempo que le tocó vivir. Sin embargo, a veces se tornan en realidades que van más allá de la literatura y los sueños acerca de lo que no pudo ser o de lo que difícilmente será. En todo caso nos queda la esperanza del fracaso, como le sucedió a Herzl. Apostar todo en dar a conocer lo utópico con el desdén de sus contemporáneos y esperar, felizmente muertos, a que la lectura de millones y en raros casos de solo uno, como Tata Vasco, eche a andar la máquina que transforma pocas veces, pero lo hace, el mundo tal y como lo conocemos. Entonces, la utopía habrá triunfado y dejará de ser. Como la vida humana su misión se limita a trascender, y creo que esta contradicción es tan valiosa como los libros de utopías. 

Lo siniestro de nuestra violencia

El pasado sábado 11 de abril el cadáver de una mujer de aproximadamente 30 años fue encontrado flotando en una laguna cerca de la Carretera Federal 200 en Salina Cruz. Un día antes el cuerpo desnudo de Flor Bautista Hernández de 24 años fue encontrado en un paraje desierto de la colonia “El Paraíso” —terrible ironía— de la Villa de Zaachila. De acuerdo con las indagatorias, la joven fue vista con varios hombres ingiriendo bebidas alcohólicas, después fue violada y asesinada a golpes. Un día antes, un sujeto llamado Virgilio Martínez casi mata a su hija de siete meses de edad; sí, leyó bien. La ahorcó y golpeó hasta fracturarle las costillas, la menor está delicada en el Hospital Civil. Un día antes, Rocío Gracida Flores de 49 años fue asesinada a balazos en calles de San Sebastián Tecomaxtlahuaca. Era militante del Partido Unidad Popular y participó en una planilla para elegir presidente municipal en la elección extraordinaria del pasado primero de marzo.

¿Una película de terror? La maldad no es un síntoma de los tiempos que vivimos, ha existido siempre. Sin embargo, desde hace varios siglos existe una tendencia hacia la pacificación que ya observaba Norbert Elias. En su célebre estudio sobre El proceso de la civilización, se refería a los mecanismos de control de la violencia que permiten que hoy, como nunca antes en la historia de la humanidad, convivamos pacíficamente. Por un lado está el monopolio de la violencia como invención técnica de los seres humanos y que constituye la razón de ser del Estado; por otro, existe una pacificación interna de los individuos, que hace que experimentemos cierto reparo, repugnancia o al menos aversión ante el uso de la violencia. Los feminicidios y el intento de homicidio de la semana anterior cuestionan seriamente lo segundo.  

Quienes hayan cometido los asesinatos referidos saben que sus actos conllevan una pena. Y si no lo supieran, conviene recordar que: La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento. En 2012, con 35 votos a favor, el Congreso del Estado de Oaxaca aprobó las reformas que tipifican el delito de feminicidio y lo sancionan con una pena de 40 a 60 años de prisión. Con esa decisión, Oaxaca se convirtió en la entidad número 15 en aprobar este tipo penal, y la tercera con la penalidad mínima más alta junto al Estado de México y Veracruz. En su artículo 411, el Código Penal para Oaxaca señala que: “comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género”. Entre otras razones de género, el delito se considera así cuando la víctima presente signos de violencia sexual de cualquier tipo; a la víctima se le haya infligido heridas o mutilaciones con implicaciones sexuales. Por desprecio u odio a la víctima motivado por discriminación o misoginia. Se entiende por misoginia las conductas contra la mujer que se manifiestan mediante actos violentos o crueles contra ella.

Se trata de un avance en materia de protección de los derechos de las mujeres, pero la realidad muestra que prevalece la violencia hacia ellas. Los mecanismos de control están fallando. Los asesinos desafían a la justicia porque no creen que sea efectiva. La norma no los disuade; pero en principio, lo más preocupante es que no contienen su brutalidad. Aquí es donde el escenario se vuelve siniestro. El contexto no determina, necesariamente, la violencia de género. A veces se trata de condiciones individuales de gente enferma que maltrata y asesina mujeres. Sin embargo, la prevalencia de una cultura machista que discrimina cotidianamente a las mujeres y las denomina sexo débil o comentarios aparentemente irrelevantes que menosprecian sus capacidades sin justificación, son un indicio alarmante de nuestro comportamiento social. De fondo, no se puede hablar de avances significativos si se toleran actitudes sutiles de discriminación hacia las mujeres.

Sigmund Freud se interesó por lo siniestro, unheimlich en alemán. Dicho concepto es cercano a lo angustiante, espantable y espeluznante. Es lo opuesto a lo familiar. Lo siniestro, decía Freud, causa espanto porque no es conocido. Entre sus acepciones, un diccionario alemán consigna que unheimlich sería todo lo que debía haber quedado oculto pero se ha manifestado. Al analizar un cuento, “El arenero” de Hoffmann,  planteó la posibilidad de que lo siniestro no es más que una reprensión de lo familiar. El gran psicoanalista del siglo XX reflexionó que: “Nada tenemos que decir de la soledad, del silencio y de la oscuridad, salvo que éstos son realmente los factores con los cuales se vincula la angustia infantil, jamás extinguida totalmente en la mayoría de los seres humanos”.

La soledad de los cuerpos vejados en parajes desiertos, el silencio de una indefensa que sobrevive en terapia intensiva, la oscuridad de un crimen artero a plena luz del día, deberían  preocuparnos seriamente por lo que como sociedad hemos reprimido y deberíamos superar antes de que sigamos viviendo nuestras propias películas de terror. Nadie desea que se repita la fatídica semana pasada.

Lila, la guerrillera

Lila Downs presentó su nuevo disco titulado “Balas y chocolate”. La provocación implícita en el título no responde al marketing, es una línea más del discurso de una artista que trasciende la inmediatez de la nota de espectáculos. Se convierte en líder de opinión. Durante los meses que sucedieron a la tragedia de Ayotzinapa usó en el antebrazo un paliacate negro con el número 43, la imagen fue de las pocas de algún artista con cobertura masiva que recordara los lamentables hechos de Iguala.

La consciencia social de Lila, nacida en Tlaxiaco, se pone de manifiesto en sus canciones con alegorías que no por cómicas dejan de ser realistas: “La cucaracha que ya no puede caminar/porque no tiene, porque le falta/la mariguana que fumar”. Su canción más famosa probablemente sea “La cumbia del mole” en la que le canta al cielo de Monte Albán, pero a lo largo de su trayectoria artística ha estado presente la canción de denuncia, lo mismo en el Auditorio “Guelaguetza”, al que cada que vuelve hace vibrar, que en la ceremonia de entrega del Oscar cuando cantó al lado de Caetano Veloso, o en el festival latino que acompañó la toma de protesta de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos. Muchas de sus letras reivindican discursos tradicionalmente marginales. Es como si le prestara su garganta a los-sin-voz.

Lila Downs nació en el convulso 1968, días antes de que el gobierno de Díaz Ordaz perpetrara el cobarde crimen masivo contra los estudiantes universitarios. Bajo ese signo nació y su trayectoria le ha sido fiel a la rebeldía, sin pretender con ello la fama. Esta ha sido una consecuencia natural de ser honesta. En 2006 no fue indiferente a la problemática que tuvo en vilo a la ciudad de Oaxaca y casi termina con la renuncia del gobernador Ulises Ruiz. Apoyó la causa de los grupos que la exigían y se manifestó contra la represión. Durante un tiempo estuvo fuera del estado, meses después reapareció en el Café Central, se echó un palomazo y declaró que nunca se fue, ella siempre, de alguna manera, está en Oaxaca.

El año pasado la escuché en el Zócalo de la ciudad de México cuando su concierto cerró el Festival Internacional del Centro Histórico. Su música, nuestra música, hizo que se me enchinara la piel de principio a fin. Lo mismo cuando cantaba versos al mezcal y dedicaba las canciones a Santiago Matatlán y a Sola de Vega ante decenas de miles de asistentes, que cuando entonaba “Palomo del comalito” precedida del canto Xochipitzahua  en lengua náhuatl, dedicados a las mujeres y hombres que viven del maíz, no solo porque elaboren tortillas, sino porque a veces no hay otra cosa que comer en sus casas. “Palomita vuela y dile que yo beso aquí sus manos”. Con la Catedral de fondo, en una noche fresca de primavera, los monos de calenda y las chinas oaxaqueñas de doña Casilda irradiaron el ánimo de las fiestas de Guelaguetza al exigente público capitalino conformado sobre todo por jóvenes.

El jueves pasado el Plaza Condesa, uno de los auditorios más exclusivos del DF, famoso por recibir a bandas extranjeras y complacer a la “gente bonita” que tiene mayor cercanía con sus artistas, estuvo a reventar. En la presentación de su nuevo disco, en el que canta a dueto con el colombiano Juanes “La patria madrina”, la gente no dejó de aplaudir a la guerrillera. “Hoy me levanté con el ojo pegado/Ya miré el infierno, ya miré las noticias/fosas, muertos, daño a madre naturaleza… Ambición, poder y a mí me agarró la depre”. La canción de denuncia que es más clara que muchas discusiones en los protocolarios salones del Senado de la República o la Cámara de Diputados.

En su nueva producción hay un mensaje más profundo que la simple crítica a la situación mexicana: El exhorto a repensar los ideales latinoamericanos que construyeron Bolívar y Martí, así como Vicente Guerrero. En el vídeo del nuevo sencillo aparecen personas vestidas de calaveras, pero también danzantes ataviados como guerreros prehispánicos. Jóvenes sosteniendo carteles con el #Yamecansé, que concatena más de cien motivos de indignación nacional. Otro cartel apunta: “Cuando la tiranía se hace ley, la rebelión es un derecho”. Al final de la canción, la oaxaqueña se da tiempo de cerrar con un: “Vivos se los llevaron y vivos los queremos”.

Lila Downs es un fenómeno, ya sea cuando en mayo próximo anticipe con su potente voz la Vela Sandunga en Tehuantepec, o cuando su voz atraviesa la fusión de jazz de sus excelentes músicos en el Lincoln Center de Nueva York. Las trompetas anuncian que la hija de Zapata, el que pena, está cantando; un vestido tapizado de mexicanidad desfila por el escenario, Lila domina al público nacional o extranjero. En 2013, cuando ganó el Grammy por su disco “Pecados y milagros”, casi al borde del llanto dijo que ella cree en el poder transformador de la música que mueve montañas. Yo creo que son las que ha visto moverse con el paso del tiempo en la Mixteca Alta. Yo votaría por Lila, la guerrillera.