domingo, 26 de abril de 2015

Terapia intensiva

Estás enfrente de la terapia intensiva. Ya recorriste más de lo que podías. Exhalas poco a poco todo el aire contenido en tus pulmones mientras una gota de sudor desciende lentamente por tu sien. A tu alrededor hay médicos que van y vienen cargando instrumentos que sabrá Dios para qué sirven. Tubos de plástico, máquinas con ruedas; cada uno porta como credencial un estetoscopio en el cuello. El doctor rubio se acerca a una señora en la sala de espera donde tú estás. Menciona algo de los signos vitales y la señora echa a llorar con profundo dolor. La sienta y corre a la sala de choque. ¡Uno, dos, tres, cuatro…! Cuenta otro médico adentro mientras se escucha la respiración artificial de un aparato. ¡Uno, dos, tres, cuatro…! Mientras afuera su familiar se deshace. Alcanzo escuchar que no pudo despedirse de ella. Enfrente de mí hay un guardia que toma nota de los ingresos y salidas del hospital. Le pregunto por el médico rubio que debe dar el alta a ‘mi’ paciente. Con un gesto entre burlón y desinteresado me informa que espere hasta que salgan de la sala donde están todos los doctores; susurra con complicidad: ya se murió.

Un gran hospital para una gran ciudad. Un pésimo servicio, se quejan quienes no son atendidos. Es que no están muriéndose, responde el hospital.

Tres de la mañana, avenida Tláhuac desierta. Ni por eso nos percatamos de dónde está el hospital donde canalizan a los que no están muriéndose. Cuando por fin llegamos, a la rapidez y angustia contenida con la que bajamos a ‘nuestro’ paciente, las recibe la parsimonia de las empleadas del turno nocturno. Quién es, qué tiene. Al escuchar los antecedentes, una a otra se miran aburridas y dicen: Pero esto no es nuevo. ¿Le podemos hacer ese tratamiento aquí?,  preguntamos ansiosos. Depende del médico de guardia pero aquí están —y señala una lista— todos los que faltan de recibir su diálisis. El médico de guardia adelanta que esto no es un hotel como para que ‘mi’ paciente descanse. Lo que él necesita es atención médica y en este hospital no se le puede brindar. Lo de menos es ingresarlo, pero no tenemos lo que necesita. Está mal referido. Sería mejor que lo llevaran al hospital general, ahí sí tienen traumatología y ortopedia. Si aquí le hacemos el tratamiento ponemos en riesgo su vida. ¡Cómo si no lo estuviera ya!, grito por dentro. El consultorio tiene casi nada. Una silla, un escritorio, una computadora y una camita de esas para recostarse mientras te miran la garganta con el abate lenguas.

Un modesto hospital para una modesta ciudad. Un pésimo servicio, se quejan quienes no son atendidos. Es que no están muriéndose, responde el hospital.

Cinco y media de la mañana, avenida Tláhuac con tráfico. Es lunes y la gente ya va a trabajar. Microbuses medio llenos, coches conducidos por desmañanados enojados, la línea del Metro cerrada por la corrupción. Una linda postal del México de hoy, el real. El conductor acelera y llegamos rápido al hospital general. Busco con relativa desesperación una silla de ruedas. No hay, responde motonamente el guardia de la entrada. Pedimos con ruego una camilla, el camillero ya se va pero hace el favor de echarse un último viaje del pequeño estacionamiento a la sala de espera. Ahí la camilla robará espacio unas horas hasta que se desocupe una cama de Urgencias. Se acerca una niña vestida de médico, seguramente una interna que práctica con los recién llegados. Exige unos estudios de sangre, radiografías, el expediente médico, todo como si quienes acompañamos ‘al’ paciente fuéramos los archivistas del sector salud. No tenemos nada, respondemos consternados. Hay que hacerlos, ordena con frialdad.

Un enfermizo hospital para una enfermiza ciudad. Un pésimo servicio, se quejan quienes no son atendidos. Es que no están muriéndose, responde el hospital.

Mientras camino de vuelta a mi casa con los ojos adoloridos por la desvelada, la espalda cortada y la boca seca, pienso qué pasaría si hubiera más pacientes como el ‘mío’, ¿adónde irán? Entiendo que la muerte sea un misterio pero no sé hasta qué punto la vida también lo sea cuando enfermamos gravemente. Creo que muchos médicos están tan acostumbrados a este misterio que no les importa atenderlo. Se cuelgan el estetoscopio, se sientan a jugar con sus teléfonos inteligentes y esperan a que el desfibrilador vuelva a estar listo. 


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