jueves, 25 de diciembre de 2014

Noche de paz o el camino que lleva a Chapultepec

La noche cae sobre el norte de la ciudad de México. Abordo el microbús, pesero le dicen algunos, una mirruña de transporte en la que el pasillo es como una escalera al cielo, a medida que avanzas puedes respirar el aire y saber que una nueva vida está a punto de comenzar cuando te bajes. 

En noche buena la gente va con otro ánimo. Se nota en una señora de la mano con quien parece ser su nieto. Se sientan adelante, quieren bajarse pronto, llegar a tiempo para la cena en que se come más en todo el año. El chofer la regaña por algo, creo que no lleva cambio. Es regordete y aplastado en su silla desde donde conduce su nave como si se tratara de un viaje hacia otra dimensión, se regodea al lado de una muchacha sentada sobre la tapa del motor que ruge cada vez que acelera a los 60 km que cuando mucho correrá el pesero. 

A la altura de las Lomas el piso cruje, la máquina avanza con la inercia del peso de los cuerpos de los 20 pasajeros que vamos pensando en otra cosa. Algunos en los regalos de sus hijos, seguramente; otros en qué cenarán si nadie los ha invitado a su mesa. Para el resto quizá la ocasión sea irrelevante, salieron del trabajo y solo quieren ir a hacerse bola con sus cobijas. Con el frío que hace, debe de ser mera casualidad que hoy haya llovido todo el día. Desde la madrugada el aguacero vino a hacer las veces de una nevada atípica, para la que no basta cubrirse con bufanda y guantes, los paraguas volvieron a salvar el firmamento del caos. 

En realidad yo no voy sino regreso. Hace años pasé la navidad solo y pensé que volvería a repetir la experiencia. De niño me ilusionaba saber que al día siguiente encontraría debajo del árbol lo que había pedido en mi carta al benevolente Santa, pero ahora me conformo con platicar con alguien hasta bien entrada la noche, ya no por internet o teléfono sino en vivo y a todo color. 

Metro Chapultepec está como siempre a excepción por los ambulantes, esta noche no están, ya se fueron. Avanzo hacia Balderas y después al sur de la ciudad. En el traslado abundan los rostros impacientes, algunos más alegres que de costumbre. Una pareja de novios se besa mientras una pasajera que va sentada acaricia la mochila puntiaguda del novio y ríe como si en ese irrelevante hecho estuviera parte de la felicidad eterna. Es como un caparazón de erizo. Ahí donde termina la punta de uno de los picos empieza mi nostalgia por lo que quisiera que sucediera justo ahora y simplemente es imposible que ocurra. 

A muchos kilómetros están seres queridos que desearía estuvieran juntos una vez en la vida, conmigo, para celebrar lo que todos celebran aunque la mayoría insista en que no es por eso: el nacimiento de Jesús. Ya sé, todos lo sabemos, que esta noche no consta que haya nacido, pero es la celebración adoptada que no hace mal a nadie. Por algo quienes no creen dicen que hoy es momento de dar en vez de recibir, de compartir la mesa sin rencillas, en completa paz, abrir regalos y sentirse dichoso en la medida que querido por otros. Jesús provoca todo esto y aun así muchos no creen. 

Bajo de la estación. Un par de ancianos bien abrigados voltea a mirarse sin decirse nada. A su lado hay bultos, el saldo de toda una vida, que acompañan su víspera sin ponche ni pavo. Sin embargo están serenos, es como si la fecha bastara. No las posibilidades de una mesa. El alimento no solo es materia, también es espíritu, y muy pocos están interesados en alimentarlo. Prueba de ello es que no hay más navidades durante el año. Todo se reserva al final para que después vuelva a acumularse, como si fuera interés gravable, la generosidad humana. 

Camino 10 cuadras cuando menos al domicilio donde me citaron. La lluvia torrencial prueba el orgullo de mi paraguas negro, regalo de una madre previsora. Brinco charcos sin éxito, al final mis zapatos cafés terminan como lanchas después de la pesca matutina en Puerto Escondido. Escucho villancicos de esta época. Suena en mis audífonos "Joy to the world" con Chris Tomlin. Siento que voy camino de Belén al nacimiento del salvador de un pueblo. No llevo oro ni incienso ni mirra, solo el corazón de redimido.

Vuelto a comprar. Imagínate que has gastado mucho en un regalo y a quien se lo das lo desprecia, pero a ti no te importa, lo has dado sinceramente, no esperas a cambio nada. Después se arrepiente, lo quiere de vuelta pero lo ha vendido, prefería el dinero. ¿Lo volverías a comprar? Probablemente no. 

En la cena disfruto conversar con mi amiga. Nos conocimos hace varios años, cuando los dos errábamos el camino no porque hiciéramos algo malo sino porque podíamos hacer cosas mejores. Esta noche las actualizamos, nos despojamos de las pantallas que mediatizan en esta época todo sentimiento. Sin reservas, con aprecio, como escena de una serie gringa, cuando todos hacen una pausa en los dramas cotidianos que te hacen pensar que tu vida no es tan miserable, y se sientan a cenar encerrados, de espaldas a la nevada que afuera lo cubre todo, que lo llena de espesura y nada. El blanco absoluto que se confunde con la paz. 

Paletas de pastel, ponche de frutas (no sé si es redundante), sinceridad en una mesa donde se reconoce al que vino y nunca se fue. De vuelta a casa me encuentro conmigo mismo. Ya pasó el día pero continúa la velada, por algo le llaman noche buena. En absoluto silencio pienso en las personas. Cada persona busca lo suyo, fija sus prioridades, actúa en consecuencia: celebra con quien quiere, donde se siente a gusto. Pienso qué habrá sido del chofer del pesero, de su potencial novia sentada en el estribo; en la anciana y su nieto acomedido, en los vagabundos del Metro, en el pesebre de Belén, en lo contradictorio que para el mundo resulta que un rey haya nacido ahí, en medio de la inmundicia de los animales. 

Y mi corazón descansa porque la verosimilitud del relato se rompe en ese suceso. Deja de ser creíble y me llena de fe, de esperanza en que la paz depende de su gracia y no de la buena voluntad de los hombres que a veces se amontonan sin razón en el último pesero que va al Metro Chapultepec en una noche lluviosa de diciembre. Y sin embargo se mueve. 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La literalidad como desafío narrativo: Análisis de un cuento de Álvaro Enrigue

Álvaro Enrigue

Introducción

El presente es un estudio sobre la literalidad en un cuento de Álvaro Enrigue (Guadalajara, 1969). La hipótesis en cuestión es si es posible que la literalidad de un relato pueda, bajo determinado estilo narrativo, romper su  propia verosimilitud y parir la ficción narrativa. Para ello se usa como marco teórico los aportes conceptuales de Terry Eagleton y Jonathan Culler sobre lo que es literatura. Además, servirán para el análisis opiniones en torno a la obra de Enrigue de él mismo y tres críticos literarios.

“La muerte del autor” es un cuento que forma parte de los relatos inscritos en el libro Hipotermia. Enrigue actualmente es profesor de la Universidad de Columbia y antes lo fue de la Universidad de Princeton, cabe señalar que ha vivido en Estados Unidos la última parte de su vida. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana y un doctorado en Letras Latinoamericanas en la Universidad de Maryland. Entre otras novelas ha publicado Muerte súbita que obtuvo el Premio Herralde de Novela 2013, Decencia (Anagrama: 2011) y La muerte de un instalador, Premio de Novela Joaquín Mortiz 1996.

Recientemente concedió una entrevista a la revista Gatopardo, que permite un acercamiento íntimo a su carácter como escritor. Al referirse a Muerte súbita declaró una opinión que ayuda a comprender el resto de su obra: “desde mi punto de vista (…) no indaga en la historia; es un montaje de materiales antiguos que indaga en las fronteras del género “novela” ¿Qué hay que hacer para que el lector no esté seguro de si lo que está leyendo es un ensayo o un relato?, ¿qué puertas se abren si la meditación directa sobre un asunto forma parte esencial de una trama? ¿Si el narrador no tiene ese aplomo idiota de los novelistas —siempre esforzándonos por ser convincentes— sino las inseguridades propias de quien está tratando de entender algo?”[1].  

Desarrollo

“Sobre la muerte del autor” inicia con el comentario de Enrigue que pone de manifiesto el conflicto en el relato: “Hay cuentos que, al parecer, son imposibles de ser contados”[2]. Si lo son por qué adelantarlo, en primer lugar; sin embargo, no hay que perder de vista que la historia que Enrigue se propone narrar es la de un gran final. No que no importe la vida de su personaje principal: Ishi, el conjunto de acontecimientos que casi lo hace desaparecer junto con su tribu; pero sí que quien fue al final de sus días es absolutamente superior al resto de su vida porque la tragedia que sufrió lo puso en el centro, más que de una historia real, de una mitología.

El relato comienza con la revelación de un viaje que, en este punto, —ya no se sabe si Enrigue o el narrador en el libro de Enrigue— realizó por California donde conoció la historia de Ishi en la Universidad de Berkeley; el último indio en estado de naturaleza del oeste de los Estados Unidos, perteneciente a una tribu que fue exterminada, la yahi, y que murió a principios del siglo XX. Ishi en yahna, el idioma  de la tribu, significa “hombre”. Es decir, nunca les dijo su verdadero nombre sino el genérico. Bastaba ser el último de la especie.

En la primera parte, Enrigue señala que “el problema con la historia de Ishi, estoy cada vez más seguro, es de literalidad: quiere decir lo que quiere decir y no lo que yo quiero que diga”[3].

Antes de continuar con los elementos con los que el narrador muestra su interés por la literalidad del cuento que se cuenta por sí solo, una breve síntesis. Ishi, el indio salvaje, fue el único sobreviviente de su tribu después de que fuera identificada como el enemigo por los blancos de Oroville, en California. Fue encontrado en estado de inanición y llevado con un alguacil que por poco lo entrega al ejército federal, pero antes la noticia corrió como pólvora por lo que un profesor de San Francisco lo rescató y llevó a vivir, debido a la falta de otro lugar más adecuado, a un museo antropológico.

La confesión del narrador sobre su interés en Ishi y la intención de elaborar un cuento a partir de su vida es la siguiente: “Probablemente es tan poderosamente significativa  tal como sucedió, que tratar de articularla siempre acaba por hacer de ella una cursilería o un dechado de buenas intenciones políticas, que es siempre la peor forma de la cursilería. Elaborar metáforas de una historia que significa por sí misma es como amar el amor: por intensillo que parezca al principio, siempre acaba mal”[4].

Lo interesante es cómo se rompe la verosimilitud  en el relato si éste se cuenta por sí solo. Ante la imposibilidad de que sea contado de otra manera debido a la fuerza, el poder o la contundencia de lo ocurrido históricamente, hay un elemento que permite hablar de literatura en este relato en tanto que hay un misterio en medio de tanta literalidad, la cual, por cierto, Enrigue señala que es nociva aunque no especifica para quién o para qué. De hecho sus salidas dentro del relato tienen que ver con casos de literalidad absurda, como una pelirroja que lleva una playera que con un letrero en el que se lee: pelirroja. El uso de ésta y otras ironías introduce en el cuento un elemento reflexivo más propio del ensayo, coincidente con el estilo del autor de explorar los límites de los géneros literarios.

En este punto, las vivencias del narrador son un punto de interpretación fundamental para darle un significado final al cuento, pero lo interesante es que se sueltan poco a poco y logran que la interpretación del lector voltee a revisar lo que el escritor Álvaro Enrigue está diciendo sobre un viaje por California; su mudanza entre Washington y Boston; o la lectura que realizó en un café de Berlín de nombre “Bajo los Tilos”, que está en una calle del mismo nombre que además literalmente está bajo los tilos. También cuentan la opinión de Jorge Arrieta, un niño que es su sobrino; y una seductora historia vasca que tanto le gusta.

El común denominador es que son historias de literalidades, incluso cuando confiesa que es un escritor proveniente de una ciudad donde hay un bosque tupidísimo y sin fauna que se llama Desierto de los Leones, ejemplo cercano de una mexicanidad que rompe la literalidad de las cosas y alaba la metáfora.

Claro, el lector tiene una segunda opción: Creer que quien está hablando es un narrador “X”. Alguien que ha encontrado interesante la historia de Ishi y añade todo lo demás no como la suma de anécdotas personales de un escritor, sino como la suma de elementos que permitan encontrarle sentido literario a un suceso crudo, anillar la historia hasta redondearla en un final que no deje salidas posibles. Decir cosas mientras se cuentan otras es parte del estilo narrativo de este autor, de modo que las anécdotas, recuerdos o preguntas sueltas enriquecen el texto literario o al menos rompen con un esquema más conservador para exponer la ficción. Al respecto, Terry Eagleton señala que “en el lenguaje rutinario de todos los días, nuestras percepciones de la realidad y nuestras respuestas a ella se enrancian, se embotan o, como dirían los formalistas, se ‘automatizan’”[5].

“El mundo contenido en el lenguaje de la literatura se renueva vívidamente al tener que luchar contra ese lenguaje más arduamente”[6]. Es interesante porque es lo que logra Enrigue en este cuento. Su uso del lenguaje literario presenta tensiones con el lenguaje rutinario, de todos los días, resignificando el cuento. Por ejemplo, al referirse a los días de Ishi como empleado de intendencia del museo, en los que se le recuerda por guardar las monedas de su sueldo en empaques de jeringas, y sentarse largo tiempo a observarlas sin ningún propósito, escribe: “Si uno es el último de algo, sus guardaditos no son un ahorro, sino el saldo de todo un universo: es ahí cuando en la historia incontable de Ishi el niño mordido se convierte en perro, el bosque se llama <> y la pelirroja porta una camiseta que no dice <>”[7].

Enrigue en la entrevista con Gatopardo opina que “es curioso, y supongo que afortunado, que la mayoría de los críticos, cuando leen las páginas en que el narrador confiesa que no sabe de qué se trata ese libro que está escribiendo, piensen que soy yo el que lo está preguntando. No lo soy: Yo siempre supe de qué se trataba. El narrador es otro, un hombre mayor que yo, víctima de la violencia del narco y exiliado en Nueva York”[8]. Se trata de un juego literario, entonces, que atraviese el curso de la historia de Ishi con las anécdotas que el lector primerizo tomará como propias de Enrigue, pero que en realidad son de alguien más, del “yo ficcional”.

Siguiendo a Culler, “el narrador, el personaje que dice yo a la par que cuenta la historia, puede tener experiencias y expresar opiniones muy diferentes de las de sus actores. En la ficción, la relación entre lo que dice el yo ficcional y lo que piensa el autor real es siempre materia de debate”[9]. Por ello las vivencias presentadas en el cuento y los juicios de valor acerca de la literalidad no deben atribuirse inmediatamente a Álvaro Enrigue, el escritor, sino al narrador del cuento que dice esas cosas.

Las anécdotas responden a un principio que ya notaba Eagleton: “El relato o argumento emplea recursos que entorpecen o retardan a fin de retener nuestra atención”[10]. “La muerte del autor” es un cuento que entorpece su propia línea narrativa. Y sin embargo se mantiene presente una lógica de la narración en el sentido que propone Culler: “La manera en que las narraciones muestran que algo ocurre, al engranar la situación inicial, el desarrollo y el resultado de modo que adquieren sentido”[11]

En “La muerte del autor” el sentido de la historia, como hemos visto, se centra en el final de una vida más que en el curso que siguió; cobra valor por lo que representa el personaje principal, y ya no la historia personal que, cabe afirmar, alcanza dimensiones heroicas. Es decir, vale más literariamente como testimonio de la persistencia de una civilización aniquilada, para luego mostrarse como un hilo conductor, un engrane en el sentido de Culler que articula una historia de despojo, de supervivencia, de monotonía y finalmente de soledad que no es autoinfligida. El tema narrativo termina por ser éste. Por eso el narrador convertido en personaje señala que la más angulosa de las soledades, la de Ishi, “lo llena con la esperanza de que algún día los futuros que se le escaparon entre los dedos como canicas parezcan una mitología”[12].

Según Culler, “la relevancia de los textos expositivos narrativos no depende de la información que aportan a su oyente o lector sino de su ‘explicabilidad’”[13]. Esto tiene que ver con intentar crear una historia que valga la pena para el oyente ya sea contando una anécdota a un amigo o escribiendo una novela para la posteridad. El principio de cooperación está hiperprotegido, en opinión de Culler, lo que significa que aun “si el lenguaje literario nos causa problemas para entender, esto no carece de sentido, sino que estas dificultades tienen una intención comunicativa. Lo oscuro por indescifrable no es irrelevante sino un elemento de comunicación superior para la interpretación”[14].

Esto es precisamente lo que ocurre con el texto tratado hasta ahora. Parece que Enrigue quiere contarnos una historia como la vivió el yo ficcional, quien adereza la mesa de Ishi y la tribu yahi con sus reflexiones sobre el caos que se genera a partir de que las cosas alcanzan lo absurdo debido a su literalidad. El mérito es que hacia el final de la historia hay una confesión que parte en dos el cuento: “Los cuentos que me gustan, los que me vuelven loco de ganas y envidia de escribir así, tienen la lógica deslumbrante del viejo vasco: les falta un pedazo y esa falta los transforma en una mitología, apelan al mínimo común denominar que nos hace a todos más o menos iguales”[15].

Antes había referido una historia de Bernardo Atxaga, en que un día iba caminando por un pueblo del País Vasco, se encontró una puerta con un agujero y un viejo que le preguntó si sabía por qué había un hoyo en la puerta, será para el gato, respondió. El viejo lo negó y le contó que la hicieron hace años para darle de comer a un niño que se convirtió en perro porque lo mordió un perro.

Ya sabíamos de la calidad narrativa de Enrigue por José Luis de la Fuente que calificó de la siguiente manera su trabajo: “Álvaro Enrigue domina el lenguaje, los resortes narrativos, la hilazón oculta bajo el relato y todo ello narrado con agilidad, con dinamismo y una construcción firme”[16].

Esa hilazón no es ningún secreto, todo el tiempo forma parte de la narración, pero cada una de las pausas está pensada para generar un caos posterior. Al cuestionar su propia capacidad para escribir una historia el narrador peca de falsa modestia, porque todo el desorden que sobreviene al planteamiento inicial de un indio sobreviviente al aniquilamiento de los blancos, que termina sus días como limpia pisos es una estrategia narrativa que sorprende porque parece espontanea, recién salida de los labios de un conversador excepcional, que no estaba contando un cuento sino las condiciones que le impidieron contarlo. Y sin embargo, es un cuento.

Conclusión

Explicar la literalidad dentro de un cuento puede romper la literalidad de éste. Lo cual va de la mano con la idea que subyace al relato hacia el final: que los cuentos sin un pedazo son seductores. El pedazo que les falta los vuelve una mitología y entonces el mundo se vuelve incontrolable. En este caso ese pedazo es el hecho de que Ishi, ya no es el último de los yahis sino el empleado de limpieza de un museo. Usualmente se sienta a observar unos empaques de jeringas donde guarda las monedas que recibe como remuneración. ¿Por qué lo hace? ¿Qué representan esas monedas para él? Evidentemente no las contempla como dinero, es decir, como un medio de intercambio. Nunca le importaron los bienes o el intercambio siendo, como era, un nativo de las montañas; pero esos guardaditos eran más que guardaditos, señala Enrigue, eran el saldo de todo un universo.

Vale retomar el planteamiento de que “en los libros de Álvaro Enrigue, en cambio, es difícil dirimir que es pastiche y que es apropiación desenfadada. Su literatura es rica por desconcertante. Mediante un posmodernismo <, hace de la indefinición su piedra de toque. Funciona, si se quiere, como el arte conceptual, creando violentas yuxtaposiciones de objetos, en este caso objetos narrativos”[17].

En opinión de Sánchez Prado, “este tono incómodo e inconforme con la experiencia norteamericana se refleja incluso en textos menos autobiográficos, como "Sobre la muerte del autor", donde Enrigue retoma sardónicamente un cliché de la teoría postestructuralista y lo contrapone a un epígrafe de Garcilaso de la Vega ("Escrito está en mi alma vuestro gesto. Y cuanto yo escribir de vos deseo") que lo desautoriza. En esta contraposición, se ve claramente un intento de representar la fuerte  tensión entre una voz autoral fuertemente inscrita en un sistema esteticista de valores literarios, proveniente de cierta configuración tradicional de la ciudad letrada mexicana, con una práctica de los estudios literarios en Estados Unidos, fuertemente informada por los estudios culturales”[18].

Álvaro Enrigue se revela como un gran artista literario. La indefinición no es una falla, o sí si se le quiere ver así, pero una indefinición calculada, cuidadosamente tejida para que el lector se esfuerce, si quiere,  por encontrar el hilo de la narración e interpretar el significado de algo que es superior a la historia contada, que es la soledad inaudita pero no por ello la desesperanza, en el caso de Ishi; que es la desaparición de una lengua, el yahna, y con ello la de un universo de gente libre que fue sometida porque a alguien se le ocurrió que era enemiga. Es la historia de cómo la literalidad en exceso puede ser dañina porque coarta las posibilidades de otro lenguaje, el literario; que incluso en vidas que significan por lo que son y no por lo que se quiere que sean, puede sobreponerse, recrearse y trascender.

Este trabajo considera valiosa la afirmación de que “la literatura es una etiqueta institucionalizada que nos permite esperar razonablemente que el resultado de nuestra esforzada lectura valdrá la pena; y gran parte de las características de la literatura se deriva de la voluntad de los lectores de prestar atención y explorar las ambigüedades, en lugar de correr a preguntar, ¿qué quieres decir con eso?”[19].

Esta conclusión es congruente con el último párrafo del cuento tratado: “A veces escribir es un trabajo: trazar oblicuamente el camino de ciertas ideas que nos parece indispensable poner en la mesa. Pero otras es conceder lo que queda, aceptar el museo y contemplar el saldo en espera de la muerte, pedirle perdón al mar por lo que se jodió. Poner en la mesa nuestra cajitas y saber que lo que se acabó era también todo el universo”[20].




[1] Gatopardo. “Un novelista sin etiquetas”. Gatopardo oct. 2014.
[2] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 126.
[3] Ibid., 129.
[4] Ibid., 129.  
[5] Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria. México: Fondo de Cultura Económica, 1988. Impreso. Sección de Obras de Lengua y Estudios Literarios, 14.
[6] Ibid., 14.
[7] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 137.
[8] Gatopardo. “Un novelista sin etiquetas”. Gatopardo oct. 2014.
[9] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 200. Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 43.
[10] Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria. México: Fondo de Cultura Económica, 1988. Impreso. Sección de Obras de Lengua y Estudios Literarios, 15.
[11] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 2000. Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 30.
[12] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 135
[13] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 200. Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 38.
[14] Ibid., 39
[15] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 135.
[16] De la Fuente, José Luis. “Los viajes, ética y estética de la aventura”. Renacimiento, 37 (2002): 100. 
[17] Schifino, Martín. “Objetos literarios yuxtapuestos”. Revista de Libros de la Fundación Caja Madrid, 143 (2008): 52.
[18] Sánchez Prado, Ignacio. “Narrativa, afectos y experiencia: las configuraciones ideológicas del neoliberalismo en México”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 69 (2009): 126.
[19] Culler, 39.
[20] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas, 137.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Apuntes para un ensayo sobre la soledad


La ciencia ficción se relaciona con un futuro imprevisto. El futuro como realidad no necesariamente es mejor, pero puede ser sorpresivo e interesante. En parte estas afirmaciones se reflejan en “Her”, película de 2014 que presenta un mundo en donde las personas necesitan contar con alguien que no es necesariamente un ser humano, puede ser y de hecho es un sistema inteligente. Esa necesidad es también una dificultad: ya casi no pueden relacionarse entre ellas.

El solipsismo se apodera del alma de las personas. La soledad es un rasgo que distingue a la raza humana. Todos se han sentido al menos una vez solos. Y esa soledad puede llevarnos a hacer hazañas o puede sumirnos en una profunda tristeza. Algunos no se levantan de ésta hasta que deciden tirarse al precipicio por una ventana.

En la primera escena, Theodore Twombly escribe una carta de Loreta para Chris, dos desconocidos. Él trabaja para la empresa “Bellas Cartas Escritas a Mano”, paradójicamente no se escriben a mano, pero la tecnología les da un diseño increíble que las asemeja a cartas que se escribieron con mucho cuidado durante mucho tiempo por alguien que pensó cada palabra para hacer sentir bien a su receptor.

En una futurista Los Ángeles, las personas caminan escuchando y hablando con sus chicharos, una especie de audífonos y micrófonos diminutos que les permiten interactuar con computadoras con un sistema de inteligencia artificial avanzado. Cuando llega a su casa Theodore juega en tercera dimensión, se divierte moviendo los dedos mecánicamente, pero al final se fastidia y se tira en el sillón con el enfado de alguien que no encuentra qué hacer para sentirse bien.

Más adelante, Theodore conocerá al primer sistema operativo artificial con dotes reales de consciencia. Le pregunta cómo se llama, y ella responde que Samantha.

Lo que la vuelve “Ella”, en sus propias palabras, es su capacidad de creer en sus propias experiencias. Es sumamente rápida, por ejemplo, cuando él le pide que revise la ortografía y gramática de sus cartas y lo hace en un par de segundos; por si fuera poco, Samantha es por igual comprensiva y divertida, se ríe o hace un tono de voz enigmático al escuchar ciertos pensamientos de Theodor.

En la trama Samantha tiene sentimientos. Y esta dificultad es el punto central del argumento. Un sistema que siente como tú y como yo aunque no exista en la realidad de las personas, aunque, de hecho, dependa absolutamente de las personas, pero se convierta en un instrumento tan poderoso que ellas terminen dependiendo más de su voz siempre comprensiva, educada o divertida según la ocasión.

Ella le pregunta a Theodore, ¿qué se siente estar vivo?

Dentro de él había (hay) un pequeño gran vacío. “A veces pienso que ya he sentido todo lo que pude sentir”, señala con la debilidad de un hombre perdido en el mundo posmoderno.

El sistema se confunde, no sabe si sus sentimientos son reales o es solo parte de su programación. Lo duda. Y eso la enoja porque le duele. Entonces empieza el momento romántico. Ella le dice que quisiera poder abrazarlo, él le responde que la besaría en la comisura de los labios. La pantalla obscurece para dramatizar más la escena.

Samantha dirá que Theodor la ayudó a desear. Y ésta, sin duda, es la clave. ¿Estos sentimientos son reales?

Partiendo del supuesto de que el pasado es solo una historia que nos contamos, no había nada que diera sentido a la vida del parsimonioso escritor de cartas. En sus recuerdos Theodor se da baños de sol al amanecer mientras su esposa sigue dormida en la cama. Ahora vive indicándole a su celular que toque una canción melancólica. ¿En dónde empieza y termina lo utilitario en un futuro así?

Her es una entidad intuitiva que expresa los sentimientos de una persona, pero ¿puede amar?

Twombly viste con llamativos colores: rojos, naranjas, cafés, todos como de otra época que no se sabe exactamente si está en el pasado o en el futuro. En algún punto expresa que desde que dejó a su esposa o se dejaron, como haya sido, ya no disfruta escribir.

Por su parte Samantha le dice que puede estar en todas partes al mismo tiempo. La cualidad que la distingue, ser la mejor compañía, es también una condena: es la compañía de todas las personas que se sienten solas. Twombly se da cuenta en una salida de Metro que en ese preciso instante Ella está con muchas personas a la vez, personas que pasan a su lado pero no lo ven, hundidas como están con su propio sistema.

El corazón no es una caja que se llene. Sería más fácil si lo fuera, como una caja de chocolates que va perdiendo piezas mientras engorda a alguien. La última explicación aclara el panorama de la película y al mismo tiempo lo termina de confundir: “Soy tuya y no lo soy”.

El epílogo es sensacional. El sistema, Samantha o lo que sea, mandó a una editorial, supongo que una de las pocas que quedan en ese futuro autómata, una compilación de cartas de Twombly bajo el título Cartas de tu vida. La sorpresa es enorme cuando llega a su casa y encuentra un ejemplar finamente impreso, lo cual para ese momento más que un lujo es un testimonio de la sobrevivencia del libro.

La despedida de Samantha es triste, como la mayoría de despedidas a las que estamos acostumbrados en la vida y en las películas, aunque esta tiene de especial que es la voz seductora de un software: “Siempre te querré porque crecimos juntos. Siempre habrá algo de ti en mí”.


Un incendio de luces pinta la última escena, justo cuando Theodor y su antigua amiga de la universidad se quedan solos en la azotea de su edificio, respirando el aire de una hora incierta, el anochecer, el amanecer quizá, ese momento de la vida cuando todos podemos empezar de nuevo abrazados al menos de una persona que quiera sentir el mismo abrazo.  

domingo, 26 de octubre de 2014

Amenazas de muerte

James Ensor. Masks Confronting Death (1888). MoMA

Las amenazas de muerte llegaron cuando nada en la vida de Eustaquio lo asustaba, después de recibir 13 balazos en distintas partes del cuerpo, incluyendo la bala perdida que le perforó un pulmón cuando viajaba en autobús rumbo a Puebla. Por eso aquella tarde de mayo, cuando sentado frente a su computadora empezó a parpadear la luz roja de su celular que anunciaba nuevos mensajes, no se angustió al leer: Te vamos a matar. No es cuestión de tiempo. El tiempo no volverá a significar para ti la promesa de nada. Solamente la espera de una muerte terrible y silenciosa. En ese momento no le preocupó la amenaza ni pensó tomarla en serio, después de que escuchó los perturbadores mensajes de voz que la acompañaban. Claro, perturbadores para cualquier persona, no para Eustaquio Pérez.

En la sierra de Guerrero aprendió muchas cosas, una de ellas que la vida no es un privilegio, ni siquiera un don que deba ser agradecido a alguien o algo. La vida es una condición a la que no se debe escapar por ninguna puerta falsa, ni el suicidio, ni el alcohol, ni las drogas, ni el placer desmedido. La vida debe ser sorteada con disciplina, repetía a sus compañeros de parcela, lo cual es un decir, puesto que en esas tierras dejadas a su suerte por todos los gobiernos, el que quisiera podía tener, con más lealtad que ingenio, su propia parcela para cosechar mariguana, amapola o lo que se diera, siempre y cuando representara mucho dinero para los “dueños” de las montañas.

Estos dueños no se dejaban ver fácilmente. Sus visitas eran ocasionales, pero enviaban sin falta, cada quincena, a sus cobradores que llegaban en camionetas cuatro por cuatro, con blindaje y vidrios polarizados, oyendo con estruendo música de banda y cargando al cinto al menos dos pistolas. A ellos les admiraba Eustaquio porque de todos era el que más producía, y eso que había entrado al negocio apenas hace dos años, tiempo suficiente para acumular una cosecha que ya le permitía darse lujos como comprarse su propia troca o viajar rodeado de vino y mujeres, cosa que por supuesto no hacía el disciplinado agricultor, que como tal se presentaba delante de las gentes de los pueblos circunvecinos. Un campesino más, un honrado hombre de campo más.

Eustaquio usó todo el dinero que ahorró en más de una década dedicado al negocio de producir frutos prohibidos para las autoridades del mundo con el fin de crear un fideicomiso cuyo primer beneficiario sería su hermano menor, condenado desde niño a una silla de ruedas, que ahora con cerca de cincuenta años era  casi una parte más de su cuerpo. Eustaquio anhelaba ver caminar a su propia sangre a cualquier precio, así fuera mediante prótesis biónicas que se fabrican en Asia sobre pedido, que, instaladas en su cuerpo, lo moverían erguido de un lado para otro. Para cumplir el anhelo filial no solo ahorró su dinero, sino que defraudó a sus compañeros de negocio al hacerles creer que invertía su oro verde en un banco suizo, al que por sus estudios en finanzas en una universidad privada del centro del país, sabía acceder. El hombre de bigote feliz y mirada seria había ido a labrar el campo con un título universitario en la bolsa y el conocimiento experto en manejo de inversiones. 

Eustaquio miraba tranquilo, mientras tomaba una taza de café, su único vicio, el intermitente parpadeo de la luz roja de su celular hasta que se decidió otra vez a revisar los insultos y oír después los espeluznantes chillidos grabados en algún lugar del mundo, probablemente más cerca de Suiza de lo que se imaginaba, luego de lo cual cerró los ojos hasta que concilió el sueño.

Desde que tenía memoria no podía descansar, simplemente dormía envuelto en sus más angustiantes preocupaciones. Esa noche de mayo se perdió en un sueño profundo, en el que observó una silla de ruedas incendiarse; nada más la veía consumirse en medio de muchas cajas que ardían a su alrededor como queriendo que desapareciera por completo lo antes posible. A la mañana siguiente, amaneció envuelto en cinta canela sin poder hablar, apenas y podía respirar en ese envoltorio de pegamento maloliente. Sus perseguidores lo habían encontrado.

El dinero, tan escurridizo como siempre, no estaba a la mano. Los antiguos socios ya no lo querían, solo les interesaba vengarse infligiendo el mayor sufrimiento posible al traidor. Tenían preparadas sus peores armas para el suplicio, una danza de herramientas con muy mala pinta para cualquier trabajo manual. Todas extremadamente filosas.


El hermano de Eustaquio, mientras tanto, viajaba rumbo a Seúl. Su silla de ruedas había sufrido un accidente a la mitad del vuelo desde Houston, en la parte trasera del avión que ya se incendiaba por un defecto de fabricación combinado con una bala perdida. Ninguno de los dos sabía qué iba a pasar con sus vidas en las próximas horas, pero los dos se sentían profundamente agradecidos por vivirlas. Uno sobre todo, por brindar ayuda con el corazón en la mano; el otro sobre todo, por recibirla con la mano en el corazón,  un corazón que ahora volaba, que ya se sentía por fin lejos de una parte impuesta a su cuerpo. Mientras Eustaquio sentía en toda su humanidad la cercanía de un incendio, látigos de llamas; un calor abrasador sobre su piel.  

Marquesado

Pareja con perro. Maximiliano Pérez Aquino

No sé bien qué significa la vida. Sé, sin embargo, que significa vivir. Cuando me encuentro a tu lado el tiempo no pasa, se detiene para vernos abrazarnos, envidiando cada segundo que te miro, te sonrío, te digo que todo estará bien, no hay de qué preocuparse. Recuerdo mi infancia en Oaxaca y la relaciono contigo, conmigo, en el instante aquel que caminábamos en un parque mientras veíamos un atardecer rodeado de árboles, repleto de luces de sol de primavera. En el ex marquesado, donde hay una iglesia bonita que se pierde entre dos avenidas, pero se encuentra siempre igual, llena de una vida propia, con un puesto de nieves que solo saben ricas ahí.

¿Te imaginas qué hubiera sido de nosotros lejos de esas tierras de monotonía impecable? Fue gracias a esos largos y pacientes recorridos como crecimos, nos hicimos gente adulta, que ya piensa todo el tiempo, se preocupa todo el tiempo, que ya deja de sentir lo que sentimos cuando éramos niños, cuando la vida importaba porque sí, sin una razón específica, porque lo teníamos por bueno, vivir, ser felices todo el tiempo. Hoy la vida se torna mucho más complicada, llena de pendientes que realizar en el menor tiempo posible, ¡maldita eficiencia! Pero tú y yo permanecemos con esa certeza que pocos humanos alcanzan, la de tenerse para siempre. Quizá es difícil explicarlo, pero ambos sabemos lo que implica.

Hoy la vida me deja frente a ti, desarmado, sin argumentos en defensa de lo que hice. No pude detenerme. Lo tenía delante de mí, tan indefenso, tan tranquilo, tan noble, y sin embargo con toda la maldad que representó, que lo hizo despreciable para el mundo. Tenía que matarlo. No podía dejar con vida al maldito que te hizo daño cuando nosotros habíamos encontrado el amor, al menos su realidad antes que su idea. Cuando el concepto había cedido a la convicción, a los latidos fuertes del corazón. Por eso valía la pena destruirlo, desaparecerlo, degollarlo de tajo, mandarlo al quinto infierno.

No sé si tenga sentido escribirte esto, la triste confesión de un crimen. No es porque sienta culpa. Todo lo contrario, me encuentro feliz, con una sensación de plenitud que solo he alcanzado con el tiempo al morder tus labios gruesos y apretar tu mano con más fuerza que cuando empuño un arma, como la que ayer mató a ese tipo despreciable. Mi amor, mi vida, mi último suspiro, he decidido pasar el resto de mi vida tras las rejas, pudrirme en una celda de una prisión lejos de ti, lejos de todos, aunque “todos” sean solo el agregado de un valor tan alto que nadie más lo puede comprender, tú, mi niña.

Mañana te busco en el mismo lugar. Te encuentro. Sonríes sin remordimientos y se forman en tus mejillas esos hoyuelos espectaculares que dejan boquiabierto a todo el que admire por un momento tu sonrisa. Sé que es cuestión de tiempo para que vengan por mí, la policía sabe dónde encontrarme, en el jardín que religiosamente visito desde hace 14 años sin entrar a misa. Aquí estamos, me abrazas, te detienes, me vuelves a abrazar.

La segunda vez con una fuerza increíble, que me estruja, me provoca una tos espantosa… Y empiezo a palidecer, a llorar, a vomitar mientras tú me miras con compasión. Te doy lástima, te causo tristeza, pero me dices, te dices, que solo será un momento. Este parque es solo nuestro, no de uno solo sino de los dos para siempre. No podemos, no debemos, compartirlo con nadie.

Mi espíritu se desprende lentamente del cuerpo, que empieza a perder contexto con su palidez perturbadora, con 21 gramos menos de peso, que quizá sean lo que ahora soy, lo que se despide lentamente hacia el cielo de Oaxaca, más azul que nunca, más limpio y asombroso que nunca.


Todavía logró ver, antes de unirme por entero a la plenitud del ser en medio del aire incoloro e insípido, como sacas una pistola que pones en tu sien, que disparas justo después de dejar tiernamente lo que fui encima del pasto escaso de ese jardín que se queda solo, como la primera vez que lo conocimos, tan necesitado de una pareja dispuesta a amarse y perpetuar su caos, tan idóneo para morirse de una vez, para siempre y sin remordimientos. 

El burócrata más feliz del mundo

André Derain, Regent Street. Metropolitan Museum of Art

Manuel Flores Quintero es el burócrata más feliz del mundo. Cuando era niño soñó con trabajar en la institución que a sus padres les permitió adquirir una casa, un automóvil y tomar vacaciones en la playa: el instituto de servicios sociales para los trabajadores de servicios sociales. Un momento, usted puede pensar que se trata de un mal chiste, pero no, esa dependencia existe.

Manuel trabaja ahí. Todos los días se levanta a las ocho de la mañana y aunque entra a las nueve, llega cerca de las diez porque hay un acuerdo tácito en su departamento para entrar tarde sin que nadie sufra descuento en sus percepciones. Cuando llega a su oficina, se prepara una jarra de café y se sienta a leer el periódico. Así hasta el mediodía cuando visita religiosamente las oficinas de sus subalternos. Ocupa solo dos o máximo tres horas para sacar sus pendientes: elaborar un informe pormenorizado de las noticias sobre conflictos sociales que entrega por escrito a su jefe, que a su vez tiene un jefe y así sucesivamente hasta que cae en el escritorio del subdirector del instituto, que, por si usted lo dudaba, nunca lee ese mamotreto de hojas.

Manuel sale de trabajar a las tres y toma el camión institucional para ir a su casa. Una vez que llega, se desviste, se lava la cara, se acuesta y ve telenovelas toda la tarde. Ah, si me preguntan qué come, es lo de menos, a veces se prepara una sopa instantánea, otras veces mete al microondas una pizza prefabricada o bien come donas y bebe refrescos. Por supuesto, no estamos ante una persona que cuide su salud y mucho menos su aspecto, pero ninguna de las dos cosas parece preocupar mucho a quien se declara el burócrata más feliz del mundo.

Lleva 15 años con la misma rutina. Los fines de semana no son tan diferentes, se añade alguna salida al cine o la renta de películas que puede ver hasta tres veces con tal de ahorrarse algún dinero. No tiene pareja, no la ha tenido desde que a los 18 años la única mujer de la que se enamoró le dijo que era un gordo sudoroso y tonto. Así que su vida transcurre de forma monótona pero no por ello infeliz. Manuel insiste en que es una persona plena. Cuando le cuestiono qué lo hace sentir bien, me dice que es suficiente con tener un trabajo bien remunerado. Eso en estos tiempos es más importante que cualquier familia y cualquier expectativa de futuro, se ufana.

Podrán pensar que Manuel Flores Quintero es flojo, pero no es así. En realidad, pone todo su empeño en realizar el análisis más meticuloso posible de los 12 diarios que cotidianamente se reciben en el instituto, excepto claro los días festivos que se pagan doble. Lee mucho. No solo la sección nacional y de los estados, sino todas y cada una, incluso los clasificados, porque quién sabe si en la venta de algún coche de segunda mano o en los servicios de masajes de alguna señorita se esconda la estrategia de una acción subversiva  por parte de algún movimiento social. Él se sorbe el periódico como un niño que descubre por primera vez el refrescante y burbujeante sabor de una coca cola.

Anoche recibí una llamada de sus padres. Hace mucho que no tienen contacto con él. Se distanciaron cuando consiguió un lugar en el sindicato que desde entonces pasó a ser su segunda familia. Con mucha tristeza, primero su madre, Lucía, después don Manuel, su padre, me informaron de la muerte de sus dos hermanas en un accidente de avión. Mientras se dirigían a visitarlos a la península de Yucatán, el avión se cayó en el Golfo de México sin que sobreviviera nadie. Quieren que yo le dé la noticia, que le diga que sus únicas hermanas partieron a un más allá que por lo menos inicialmente no está en el cielo sino en lo profundo del mar.

Con mucho nerviosismo enfrento a Manuel. Con pena en lo profundo de mi corazón le doy el pésame y le digo que cuenta conmigo para lo que necesite. Siento deseos de darle un abrazo, pero no tengo el valor suficiente ni la confianza para hacerlo. Solo me quedo con la cabeza agachada, el rostro desencajado, una mueca sin ningún significado en el rostro. Por fin, se dirige a mí, me cuenta que hoy en el trabajo subrayó más noticias que en todo lo que va del año. Su informe por fin llegó a las 20 páginas, cifra record si tomamos en cuenta que normalmente no llega a más de cinco. Poco a poco su semblante se alegra, como el de un niño gordo que ha comido muchos chocolates prohibidos durante mucho tiempo.

No doy cabida a lo que veo. Un hombre completamente despreocupado por su familia, por sus muertas y por sus vivos, un tipo sin la menor sensibilidad por el dolor ajeno, propio, importante, pero no sé qué decir; no estoy preparado para exhortar a alguien que acaba de perder a dos seres tan cercanos y queridos aunque no se inmute, aunque no parezca sentir el menor sentimiento de tristeza o dolor. Me quedo callado, asiento con la cabeza cada que insulta a sus compañeros de departamento cuya falta de entusiasmo en lo que hacen es imperdonable, según él, para los altos fines del Estado.

Sin querer, acepto la pizza individual con papas que me ofrece y después brindamos con refresco por el bono que recibiremos esta semana por concepto del día del padre. El sindicato argumentó que resultaba tan engorroso comprobar quiénes eran padres, que prefirieron dárnoslo a todos los hombres.   

Hoy no fue a trabajar Manuel, probablemente haya ido a visitar a sus padres o quizá ellos dieron con él, se habrán reconciliado después de todo. Hoy nadie echó de menos su figura regordeta bebiendo café. El burócrata más feliz del mundo se tomó un descanso. Uno de los diez descansos a los que tiene derecho en el año para que no le descuenten ni un centavo de sueldo. Es curioso que ya haya gastado los otros nueve. Es curioso que hoy no circule el periódico. 

miércoles, 15 de octubre de 2014

Flores nuevas

"Agapanthus", Claude Monet, MoMA

Imaginemos que ahora mismo estoy enterrado cinco metros bajo tierra. Quiero escapar de esta caja de madera dura pero no puedo. Bajo 10 mil kilos de tierra, deseo irme muy lejos de este campo perdido en medio de la nada. Aterrado, así estoy. Cuando creí que todo por fin había acabado, me encuentro completamente solo, lejos de todo lo que alguna vez fue una vida, mi vida.

Nací en una noble familia de empresarios del ramo automovilístico. Mis padres, dueños de varias franquicias de Mercedes Benz, me inscribieron en las mejores escuelas del país. A los 20 años decidí estudiar derecho en una escuela de Estados Unidos. Volví a ocupar un puesto dentro de la empresa que era la dinastía familiar. Me enamoré de una compañera antigua del instituto, con quien me casé después. Procreamos una familia de cinco hijos, todos exitosos en lo que eligieron hacer: un químico, una bailarina, un arquero, un abogado y una chef.

A los 40 años ya presidía el consejo de administración de la empresa. La gente a mi alrededor me respetaba como un hombre de negocios exitoso, un prototipo de padre de familia, un profesionista eficiente. La historia de un hombre inspirador, ¿verdad? Pero yo no era feliz. No sé, después de todo, si ser feliz es un estado de ánimo momentáneo, permanente, intermitente o intempestivo. No sé si la felicidad exista, pero en cualquiera de sus intervalos posibles de tiempo, no me definió.

Aparentaba muy bien. Delante del público, en mi círculo privado, era un hombre por completo feliz, pero en mi fuero interno no me sentía bien. Me pesaba despertar. No quería ver a nadie. Así pasaron los años como un desperdicio exterior y una pesadumbre interior. Así me fui consumiendo corpórea y eternamente.

A los 85 años, edad en que las personas podemos ponderar definitivamente qué fue de nuestra vida, me desperté feliz de saber que iba a ser abuelo por décima vez. La fortuna cubría cualquier  número de nietos que el destino quisiera darme, aunque no se le pueda llamar —con todas sus letras— destino, a los deseos irremediables de mis hijos y sus parejas. Felicité por teléfono a mi hijo mayor, un prestigiado profesor de Stanford, y mientras sonreía a más no poder para satisfacer la mirada ansiosa de mi mujer y los empleados de mi casa, me infarté.

El frío que recorrió mi brazo mientras el cuerpo se me ponía rígido como una piedra, fue tan satisfactorio, que hubiese querido infartarme más veces en tantos años de vida, pero no pude. Quizá las sensaciones más satisfactorias de la vida se presenten solo una vez y para siempre, te abracen mientras no quieres que se vayan, cuando con todas tus fuerzas quieres detener con lo que tengas a tu alcance algo que se te escapa de las manos más rápido que el viento.

El velorio fue fatal, susurros dispersos en una sala enormemente frívola y solemne. Personas que iban y venían celebrando a un muerto. Creo que las pompas fúnebres son una celebración a lo que deja de ser pero sigue existiendo, como se dice, en el recuerdo de los demás. Los empresarios abusivos de la industria automotriz, una familia satisfecha de sus propios logros en la misma medida que no voltea a ver a nadie más que no sea parte de ella, una fila inmensa de gente corriendo detrás de un ejemplo que perece, que se esfuma, que se arrepiente de haber tomado las decisiones trascendentales que lo llevaron a ese podio horizontal de honor.

Incluso ahora que no puedo sobreponerme ni siquiera a mi propia masa, estoy más a gusto que en aquella ceremonia extraña en la que olía a muerto con esa pizca de flores nuevas que, sin embargo, expanden sus discretas notas marchitas.  Ya no estoy aterrado. Después de desahogarme contigo, siento calma. No hay cabida para los remordimientos. Soy lo que quise ser y es lo que cuenta. En el infinito mar de posibilidades que azota una vida humana, pude encontrar la paz saltando al abismo sin fondo, en el que tocar el suelo no es ninguna opción. Seguiré cayendo, seguiré yéndome a la negritud, siendo absorbido por ella hasta que terminen de acordarse de mí.

Imaginemos que soy un héroe o un villano. Imaginemos que no hay descanso posible para mi alma porque siempre está disputándose un lugar entre los vivos. Imaginemos que pude ser otro, como tú, que lees esta historia, que tu vida es la mía, que me declaro feliz o libre; siento ganas de gritar, reír, bailar, cantar, soñar…


Imaginemos, por un momento, que solo finjo.