Álvaro Enrigue
Introducción
El presente es un estudio sobre la literalidad en un cuento
de Álvaro Enrigue (Guadalajara, 1969). La hipótesis en cuestión es si es
posible que la literalidad de un relato pueda, bajo determinado estilo
narrativo, romper su propia
verosimilitud y parir la ficción narrativa. Para ello se usa como marco teórico
los aportes conceptuales de Terry Eagleton y Jonathan Culler sobre lo que es
literatura. Además, servirán para el análisis opiniones en torno a la obra de
Enrigue de él mismo y tres críticos literarios.
“La muerte del autor” es un cuento que forma parte de los
relatos inscritos en el libro Hipotermia.
Enrigue actualmente es profesor de la Universidad de Columbia y antes lo fue de
la Universidad de Princeton, cabe señalar que ha vivido en Estados Unidos la
última parte de su vida. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana
y un doctorado en Letras Latinoamericanas en la Universidad de Maryland. Entre
otras novelas ha publicado Muerte súbita
que obtuvo el Premio Herralde de Novela 2013, Decencia (Anagrama: 2011) y La
muerte de un instalador, Premio de Novela Joaquín Mortiz 1996.
Recientemente concedió una entrevista a la revista Gatopardo,
que permite un acercamiento íntimo a su carácter como escritor. Al referirse a Muerte súbita declaró una opinión que
ayuda a comprender el resto de su obra: “desde mi punto de vista (…) no indaga
en la historia; es un montaje de materiales antiguos que indaga en las
fronteras del género “novela” ¿Qué hay que hacer para que el lector no esté
seguro de si lo que está leyendo es un ensayo o un relato?, ¿qué puertas se
abren si la meditación directa sobre un asunto forma parte esencial de una trama?
¿Si el narrador no tiene ese aplomo idiota de los novelistas —siempre
esforzándonos por ser convincentes— sino las inseguridades propias de quien
está tratando de entender algo?”[1].
Desarrollo
“Sobre la muerte del autor” inicia con el comentario de
Enrigue que pone de manifiesto el conflicto en el relato: “Hay cuentos que, al
parecer, son imposibles de ser contados”[2].
Si lo son por qué adelantarlo, en primer lugar; sin embargo, no hay que perder
de vista que la historia que Enrigue se propone narrar es la de un gran final.
No que no importe la vida de su personaje principal: Ishi, el conjunto de acontecimientos
que casi lo hace desaparecer junto con su tribu; pero sí que quien fue al final
de sus días es absolutamente superior al resto de su vida porque la tragedia
que sufrió lo puso en el centro, más que de una historia real, de una mitología.
El relato comienza con la revelación de un viaje que, en
este punto, —ya no se sabe si Enrigue o el narrador en el libro de Enrigue—
realizó por California donde conoció la historia de Ishi en la Universidad de
Berkeley; el último indio en estado de naturaleza del oeste de los Estados
Unidos, perteneciente a una tribu que fue exterminada, la yahi, y que murió a
principios del siglo XX. Ishi en yahna, el idioma de la tribu, significa “hombre”. Es decir, nunca
les dijo su verdadero nombre sino el genérico. Bastaba ser el último de la
especie.
En la primera parte, Enrigue señala que “el problema con la
historia de Ishi, estoy cada vez más seguro, es de literalidad: quiere decir lo
que quiere decir y no lo que yo quiero que diga”[3].
Antes de continuar con los elementos con los que el narrador
muestra su interés por la literalidad del cuento que se cuenta por sí solo, una
breve síntesis. Ishi, el indio salvaje, fue el único sobreviviente de su tribu
después de que fuera identificada como el enemigo por los blancos de Oroville,
en California. Fue encontrado en estado de inanición y llevado con un alguacil
que por poco lo entrega al ejército federal, pero antes la noticia corrió como
pólvora por lo que un profesor de San Francisco lo rescató y llevó a vivir,
debido a la falta de otro lugar más adecuado, a un museo antropológico.
La confesión del narrador sobre su interés en Ishi y la
intención de elaborar un cuento a partir de su vida es la siguiente:
“Probablemente es tan poderosamente significativa tal como sucedió, que tratar de articularla
siempre acaba por hacer de ella una cursilería o un dechado de buenas
intenciones políticas, que es siempre la peor forma de la cursilería. Elaborar
metáforas de una historia que significa por sí misma es como amar el amor: por
intensillo que parezca al principio, siempre acaba mal”[4].
Lo interesante es cómo se rompe la verosimilitud en el relato si éste se cuenta por sí solo.
Ante la imposibilidad de que sea contado de otra manera debido a la fuerza, el
poder o la contundencia de lo ocurrido históricamente, hay un elemento que
permite hablar de literatura en este relato en tanto que hay un misterio en
medio de tanta literalidad, la cual, por cierto, Enrigue señala que es nociva
aunque no especifica para quién o para qué. De hecho sus salidas dentro del
relato tienen que ver con casos de literalidad absurda, como una pelirroja que
lleva una playera que con un letrero en el que se lee: pelirroja. El uso de
ésta y otras ironías introduce en el cuento un elemento reflexivo más propio
del ensayo, coincidente con el estilo del autor de explorar los límites de los
géneros literarios.
En este punto, las vivencias del narrador son un punto de
interpretación fundamental para darle un significado final al cuento, pero lo
interesante es que se sueltan poco a poco y logran que la interpretación del
lector voltee a revisar lo que el escritor Álvaro Enrigue está diciendo sobre
un viaje por California; su mudanza entre Washington y Boston; o la lectura que
realizó en un café de Berlín de nombre “Bajo los Tilos”, que está en una calle
del mismo nombre que además literalmente está bajo los tilos. También cuentan
la opinión de Jorge Arrieta, un niño que es su sobrino; y una seductora historia
vasca que tanto le gusta.
El común denominador es que son historias de literalidades,
incluso cuando confiesa que es un escritor proveniente de una ciudad donde hay
un bosque tupidísimo y sin fauna que se llama Desierto de los Leones, ejemplo
cercano de una mexicanidad que rompe la literalidad de las cosas y alaba la
metáfora.
Claro, el lector tiene una segunda opción: Creer que quien
está hablando es un narrador “X”. Alguien que ha encontrado interesante la
historia de Ishi y añade todo lo demás no como la suma de anécdotas personales
de un escritor, sino como la suma de elementos que permitan encontrarle sentido
literario a un suceso crudo, anillar la historia hasta redondearla en un final
que no deje salidas posibles. Decir cosas mientras se cuentan otras es parte
del estilo narrativo de este autor, de modo que las anécdotas, recuerdos o
preguntas sueltas enriquecen el texto literario o al menos rompen con un
esquema más conservador para exponer la ficción. Al respecto, Terry Eagleton
señala que “en el lenguaje rutinario de todos los días, nuestras percepciones
de la realidad y nuestras respuestas a ella se enrancian, se embotan o, como
dirían los formalistas, se ‘automatizan’”[5].
“El mundo contenido en el lenguaje de la literatura se
renueva vívidamente al tener que luchar contra ese lenguaje más arduamente”[6].
Es interesante porque es lo que logra Enrigue en este cuento. Su uso del
lenguaje literario presenta tensiones con el lenguaje rutinario, de todos los
días, resignificando el cuento. Por ejemplo, al referirse a los días de Ishi como
empleado de intendencia del museo, en los que se le recuerda por guardar las
monedas de su sueldo en empaques de jeringas, y sentarse largo tiempo a
observarlas sin ningún propósito, escribe: “Si uno es el último de algo, sus
guardaditos no son un ahorro, sino el saldo de todo un universo: es ahí cuando
en la historia incontable de Ishi el niño mordido se convierte en perro, el
bosque se llama <> y la pelirroja porta una camiseta que
no dice <>” [7].
Enrigue en la entrevista con Gatopardo opina que “es
curioso, y supongo que afortunado, que la mayoría de los críticos, cuando leen
las páginas en que el narrador confiesa que no sabe de qué se trata ese libro
que está escribiendo, piensen que soy yo el que lo está preguntando. No lo soy:
Yo siempre supe de qué se trataba. El narrador es otro, un hombre mayor que yo,
víctima de la violencia del narco y exiliado en Nueva York”[8].
Se trata de un juego literario, entonces, que atraviese el curso de la historia
de Ishi con las anécdotas que el lector primerizo tomará como propias de
Enrigue, pero que en realidad son de alguien más, del “yo ficcional”.
Siguiendo a Culler, “el narrador, el personaje que dice yo a
la par que cuenta la historia, puede tener experiencias y expresar opiniones
muy diferentes de las de sus actores. En la ficción, la relación entre lo que
dice el yo ficcional y lo que piensa el autor real es siempre materia de
debate”[9].
Por ello las vivencias presentadas en el cuento y los juicios de valor acerca
de la literalidad no deben atribuirse inmediatamente a Álvaro Enrigue, el
escritor, sino al narrador del cuento que dice esas cosas.
Las anécdotas responden a un principio que ya notaba
Eagleton: “El relato o argumento emplea recursos que entorpecen o retardan a
fin de retener nuestra atención”[10].
“La muerte del autor” es un cuento que entorpece su propia línea narrativa. Y
sin embargo se mantiene presente una lógica de la narración en el sentido que
propone Culler: “La manera en que las narraciones muestran que algo ocurre, al
engranar la situación inicial, el desarrollo y el resultado de modo que
adquieren sentido”[11].
En “La muerte del autor” el sentido de la historia, como
hemos visto, se centra en el final de una vida más que en el curso que siguió; cobra
valor por lo que representa el personaje principal, y ya no la historia
personal que, cabe afirmar, alcanza dimensiones heroicas. Es decir, vale más
literariamente como testimonio de la persistencia de una civilización
aniquilada, para luego mostrarse como un hilo conductor, un engrane en el
sentido de Culler que articula una historia de despojo, de supervivencia, de
monotonía y finalmente de soledad que no es autoinfligida. El tema narrativo
termina por ser éste. Por eso el narrador convertido en personaje señala que la
más angulosa de las soledades, la de Ishi, “lo llena con la esperanza de que
algún día los futuros que se le escaparon entre los dedos como canicas parezcan
una mitología”[12].
Según Culler, “la relevancia de los textos expositivos
narrativos no depende de la información que aportan a su oyente o lector sino
de su ‘explicabilidad’”[13].
Esto tiene que ver con intentar crear una historia que valga la pena para el
oyente ya sea contando una anécdota a un amigo o escribiendo una novela para la
posteridad. El principio de cooperación está hiperprotegido, en opinión de
Culler, lo que significa que aun “si el lenguaje literario nos causa problemas
para entender, esto no carece de sentido, sino que estas dificultades tienen
una intención comunicativa. Lo oscuro por indescifrable no es irrelevante sino
un elemento de comunicación superior para la interpretación”[14].
Esto es precisamente lo que ocurre con el texto tratado
hasta ahora. Parece que Enrigue quiere contarnos una historia como la vivió el
yo ficcional, quien adereza la mesa de Ishi y la tribu yahi con sus reflexiones
sobre el caos que se genera a partir de que las cosas alcanzan lo absurdo
debido a su literalidad. El mérito es que hacia el final de la historia hay una
confesión que parte en dos el cuento: “Los cuentos que me gustan, los que me
vuelven loco de ganas y envidia de escribir así, tienen la lógica deslumbrante
del viejo vasco: les falta un pedazo y esa falta los transforma en una
mitología, apelan al mínimo común denominar que nos hace a todos más o menos
iguales”[15].
Antes había referido una historia de Bernardo Atxaga, en que
un día iba caminando por un pueblo del País Vasco, se encontró una puerta con
un agujero y un viejo que le preguntó si sabía por qué había un hoyo en la
puerta, será para el gato, respondió. El viejo lo negó y le contó que la
hicieron hace años para darle de comer a un niño que se convirtió en perro
porque lo mordió un perro.
Ya sabíamos de la calidad narrativa de Enrigue por José Luis
de la Fuente que calificó de la siguiente manera su trabajo: “Álvaro Enrigue
domina el lenguaje, los resortes narrativos, la hilazón oculta bajo el relato y
todo ello narrado con agilidad, con dinamismo y una construcción firme”[16].
Esa hilazón no es ningún secreto, todo el tiempo forma parte
de la narración, pero cada una de las pausas está pensada para generar un caos
posterior. Al cuestionar su propia capacidad para escribir una historia el
narrador peca de falsa modestia, porque todo el desorden que sobreviene al
planteamiento inicial de un indio sobreviviente al aniquilamiento de los
blancos, que termina sus días como limpia pisos es una estrategia narrativa que
sorprende porque parece espontanea, recién salida de los labios de un
conversador excepcional, que no estaba contando un cuento sino las condiciones
que le impidieron contarlo. Y sin embargo, es un cuento.
Conclusión
Explicar la literalidad dentro de un cuento puede romper la literalidad
de éste. Lo cual va de la mano con la idea que subyace al relato hacia el
final: que los cuentos sin un pedazo son seductores. El pedazo que les falta
los vuelve una mitología y entonces el mundo se vuelve incontrolable. En este
caso ese pedazo es el hecho de que Ishi, ya no es el último de los yahis sino
el empleado de limpieza de un museo. Usualmente se sienta a observar unos empaques
de jeringas donde guarda las monedas que recibe como remuneración. ¿Por qué lo
hace? ¿Qué representan esas monedas para él? Evidentemente no las contempla
como dinero, es decir, como un medio de intercambio. Nunca le importaron los
bienes o el intercambio siendo, como era, un nativo de las montañas; pero esos
guardaditos eran más que guardaditos, señala Enrigue, eran el saldo de todo un
universo.
Vale retomar el planteamiento de que “en los libros de
Álvaro Enrigue, en cambio, es difícil dirimir que es pastiche y que es
apropiación desenfadada. Su literatura es rica por desconcertante. Mediante un
posmodernismo <, hace de la indefinición su piedra de
toque. Funciona, si se quiere, como el arte conceptual, creando violentas
yuxtaposiciones de objetos, en este caso objetos narrativos”[17].
En opinión de Sánchez Prado, “este tono incómodo e
inconforme con la experiencia norteamericana se refleja incluso en textos menos
autobiográficos, como "Sobre la muerte del autor", donde Enrigue
retoma sardónicamente un cliché de la teoría postestructuralista y lo
contrapone a un epígrafe de Garcilaso de la Vega ("Escrito está en mi alma
vuestro gesto. Y cuanto yo escribir de vos deseo") que lo desautoriza. En
esta contraposición, se ve claramente un intento de representar la fuerte tensión entre una voz autoral fuertemente
inscrita en un sistema esteticista de valores literarios, proveniente de cierta
configuración tradicional de la ciudad letrada mexicana, con una práctica de
los estudios literarios en Estados Unidos, fuertemente informada por los
estudios culturales”[18].
Álvaro Enrigue se revela como un gran artista literario. La
indefinición no es una falla, o sí si se le quiere ver así, pero una
indefinición calculada, cuidadosamente tejida para que el lector se esfuerce,
si quiere, por encontrar el hilo de la
narración e interpretar el significado de algo que es superior a la historia
contada, que es la soledad inaudita pero no por ello la desesperanza, en el
caso de Ishi; que es la desaparición de una lengua, el yahna, y con ello la de
un universo de gente libre que fue sometida porque a alguien se le ocurrió que
era enemiga. Es la historia de cómo la literalidad en exceso puede ser dañina
porque coarta las posibilidades de otro lenguaje, el literario; que incluso en
vidas que significan por lo que son y no por lo que se quiere que sean, puede
sobreponerse, recrearse y trascender.
Este trabajo considera valiosa la afirmación de que “la
literatura es una etiqueta institucionalizada que nos permite esperar
razonablemente que el resultado de nuestra esforzada lectura valdrá la pena; y
gran parte de las características de la literatura se deriva de la voluntad de
los lectores de prestar atención y explorar las ambigüedades, en lugar de
correr a preguntar, ¿qué quieres decir con eso?”[19].
Esta conclusión es congruente con el último párrafo del
cuento tratado: “A veces escribir es un trabajo: trazar oblicuamente el camino
de ciertas ideas que nos parece indispensable poner en la mesa. Pero otras es
conceder lo que queda, aceptar el museo y contemplar el saldo en espera de la
muerte, pedirle perdón al mar por lo que se jodió. Poner en la mesa nuestra
cajitas y saber que lo que se acabó era también todo el universo”[20].
[1] Gatopardo. “Un novelista sin etiquetas”.
Gatopardo oct. 2014.
[2] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas,
126.
[3] Ibid., 129.
[4] Ibid., 129.
[5] Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria. México: Fondo de Cultura
Económica, 1988. Impreso. Sección de Obras de Lengua y Estudios Literarios, 14.
[6] Ibid., 14.
[7] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas,
137.
[8] Gatopardo. “Un novelista sin
etiquetas”. Gatopardo oct. 2014.
[9] Culler, Jonathan. Breve introducción a
la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 200. Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 43.
[10] Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria. México: Fondo de Cultura
Económica, 1988. Impreso. Sección de Obras de Lengua y Estudios Literarios, 15.
[11] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 2000.
Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 30.
[12] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas,
135
[13] Culler, Jonathan. Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica, 200.
Impreso. Biblioteca de Bolsillo, 38.
[14] Ibid., 39
[15] Enrigue, Álvaro. Hipotermia. México: Anagrama, 2011. Impreso. Narrativas Hispánicas,
135.
[16] De la Fuente, José Luis. “Los viajes,
ética y estética de la aventura”. Renacimiento, 37 (2002): 100.
[17] Schifino, Martín. “Objetos literarios
yuxtapuestos”. Revista de Libros de la
Fundación Caja Madrid, 143 (2008): 52.
[18] Sánchez Prado, Ignacio. “Narrativa,
afectos y experiencia: las configuraciones ideológicas del neoliberalismo en
México”. Revista de Crítica Literaria
Latinoamericana, 69 (2009): 126.
[19] Culler, 39.
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