domingo, 24 de marzo de 2013

Transiciones

El amigo se fue. Los amigos no se iban. Típico de un viernes por la madrugada cuando todo el mundo quiere desahogarse y se siente incomprendido porque todos quieren hacer lo mismo. Los caminos que tomaron los encontraron más de una vez en el ciclo de una sola vida. Pero las diferencias, marcadas en lo reciente, hicieron que Pepe, como lo llamaban sin razón aparente, se llamaba Alfredo, se parara de la mesa y aventara el vaso de refresco que Gustavo le había servido.

Alfredo no bebía. Nunca había tomado más de media cerveza obligatoria en ciertos eventos de carácter familiar. Y ahí lo tienen, no queriendo tomar refresco, porque por primera vez en su vida quería beber un whisky y ya no había. Claro, no por ello tenía que arrojarlo al piso, pero por alguna extraña razón lo hizo.

El enojo era algo que a Gustavo se le daba. Digamos que practicaba el enojarse. Tenía varios tipos de enojo, en algunos simplemente se hacía la víctima por detalles nimios; en otros, elaboraba una larga lista de pendientes ofensivos de mucha gente, dirigidos hacia un solo individuo, que por lo general era Pepe. Pocas veces había durado enojado más de un día. A menudo, al final terminaba llorando y pidiendo perdón por el chantaje emocional con el que forzaba las confundidas disculpas de su interlocutor.

Aquella madrugada simplemente no funcionó. Ni para uno ni para el otro. El conocido enojo elaborado de Gustavo topó con la pared de paciencia de Alfredo. Habían pasado cinco años desde que se conocieron, en una época en la que nadie creía seriamente en una amistad mutua. Y ahora, que se habían dicho de todo y sobrevivido al ejercicio de sinceridad, las cosas se tornaban álgidas. La prudencia no cupo en nadie. El uno arrojó el vaso, el otro no lloró, y siguió en su soliloquio de estúpidas razones para sentirse ofendido por no recibir su atención a la hora de leer un cuento del escritor afgano que tanto le gustaba.

Es cierto que mañana las cosas tomarán un rumbo diferente. Probablemente, el ofendido llorará en soledad por los agravios acumulados, y aprovechará para desahogar un poco la vergüenza de demostrar delante de los demás una maricona falta de autoestima. Quizá el paciente se irá para siempre de aquí, con la esperanza de volver a topar con alguien que le enseñe que amar no es difícil, sabiendo a quién amar, por supuesto. Porque la prueba de fuego es querer a quien no nos quiere. Y a veces enojarse todo el tiempo es demostrar una falta de cariño que de fondo existe. Es como poner en duda algo que está dado. No creer que se supone y no debe demostrarse. Es la amistad más grande del mundo, que continúa marcando el destino de la gente que se reconoce en los defectos ajenos y aprende de los errores propios.

El vaso se rompió, pero Pepe y Gustavo siguieron sobrellevando la ambigüedad de sus temperamentos.