domingo, 26 de octubre de 2014

El burócrata más feliz del mundo

André Derain, Regent Street. Metropolitan Museum of Art

Manuel Flores Quintero es el burócrata más feliz del mundo. Cuando era niño soñó con trabajar en la institución que a sus padres les permitió adquirir una casa, un automóvil y tomar vacaciones en la playa: el instituto de servicios sociales para los trabajadores de servicios sociales. Un momento, usted puede pensar que se trata de un mal chiste, pero no, esa dependencia existe.

Manuel trabaja ahí. Todos los días se levanta a las ocho de la mañana y aunque entra a las nueve, llega cerca de las diez porque hay un acuerdo tácito en su departamento para entrar tarde sin que nadie sufra descuento en sus percepciones. Cuando llega a su oficina, se prepara una jarra de café y se sienta a leer el periódico. Así hasta el mediodía cuando visita religiosamente las oficinas de sus subalternos. Ocupa solo dos o máximo tres horas para sacar sus pendientes: elaborar un informe pormenorizado de las noticias sobre conflictos sociales que entrega por escrito a su jefe, que a su vez tiene un jefe y así sucesivamente hasta que cae en el escritorio del subdirector del instituto, que, por si usted lo dudaba, nunca lee ese mamotreto de hojas.

Manuel sale de trabajar a las tres y toma el camión institucional para ir a su casa. Una vez que llega, se desviste, se lava la cara, se acuesta y ve telenovelas toda la tarde. Ah, si me preguntan qué come, es lo de menos, a veces se prepara una sopa instantánea, otras veces mete al microondas una pizza prefabricada o bien come donas y bebe refrescos. Por supuesto, no estamos ante una persona que cuide su salud y mucho menos su aspecto, pero ninguna de las dos cosas parece preocupar mucho a quien se declara el burócrata más feliz del mundo.

Lleva 15 años con la misma rutina. Los fines de semana no son tan diferentes, se añade alguna salida al cine o la renta de películas que puede ver hasta tres veces con tal de ahorrarse algún dinero. No tiene pareja, no la ha tenido desde que a los 18 años la única mujer de la que se enamoró le dijo que era un gordo sudoroso y tonto. Así que su vida transcurre de forma monótona pero no por ello infeliz. Manuel insiste en que es una persona plena. Cuando le cuestiono qué lo hace sentir bien, me dice que es suficiente con tener un trabajo bien remunerado. Eso en estos tiempos es más importante que cualquier familia y cualquier expectativa de futuro, se ufana.

Podrán pensar que Manuel Flores Quintero es flojo, pero no es así. En realidad, pone todo su empeño en realizar el análisis más meticuloso posible de los 12 diarios que cotidianamente se reciben en el instituto, excepto claro los días festivos que se pagan doble. Lee mucho. No solo la sección nacional y de los estados, sino todas y cada una, incluso los clasificados, porque quién sabe si en la venta de algún coche de segunda mano o en los servicios de masajes de alguna señorita se esconda la estrategia de una acción subversiva  por parte de algún movimiento social. Él se sorbe el periódico como un niño que descubre por primera vez el refrescante y burbujeante sabor de una coca cola.

Anoche recibí una llamada de sus padres. Hace mucho que no tienen contacto con él. Se distanciaron cuando consiguió un lugar en el sindicato que desde entonces pasó a ser su segunda familia. Con mucha tristeza, primero su madre, Lucía, después don Manuel, su padre, me informaron de la muerte de sus dos hermanas en un accidente de avión. Mientras se dirigían a visitarlos a la península de Yucatán, el avión se cayó en el Golfo de México sin que sobreviviera nadie. Quieren que yo le dé la noticia, que le diga que sus únicas hermanas partieron a un más allá que por lo menos inicialmente no está en el cielo sino en lo profundo del mar.

Con mucho nerviosismo enfrento a Manuel. Con pena en lo profundo de mi corazón le doy el pésame y le digo que cuenta conmigo para lo que necesite. Siento deseos de darle un abrazo, pero no tengo el valor suficiente ni la confianza para hacerlo. Solo me quedo con la cabeza agachada, el rostro desencajado, una mueca sin ningún significado en el rostro. Por fin, se dirige a mí, me cuenta que hoy en el trabajo subrayó más noticias que en todo lo que va del año. Su informe por fin llegó a las 20 páginas, cifra record si tomamos en cuenta que normalmente no llega a más de cinco. Poco a poco su semblante se alegra, como el de un niño gordo que ha comido muchos chocolates prohibidos durante mucho tiempo.

No doy cabida a lo que veo. Un hombre completamente despreocupado por su familia, por sus muertas y por sus vivos, un tipo sin la menor sensibilidad por el dolor ajeno, propio, importante, pero no sé qué decir; no estoy preparado para exhortar a alguien que acaba de perder a dos seres tan cercanos y queridos aunque no se inmute, aunque no parezca sentir el menor sentimiento de tristeza o dolor. Me quedo callado, asiento con la cabeza cada que insulta a sus compañeros de departamento cuya falta de entusiasmo en lo que hacen es imperdonable, según él, para los altos fines del Estado.

Sin querer, acepto la pizza individual con papas que me ofrece y después brindamos con refresco por el bono que recibiremos esta semana por concepto del día del padre. El sindicato argumentó que resultaba tan engorroso comprobar quiénes eran padres, que prefirieron dárnoslo a todos los hombres.   

Hoy no fue a trabajar Manuel, probablemente haya ido a visitar a sus padres o quizá ellos dieron con él, se habrán reconciliado después de todo. Hoy nadie echó de menos su figura regordeta bebiendo café. El burócrata más feliz del mundo se tomó un descanso. Uno de los diez descansos a los que tiene derecho en el año para que no le descuenten ni un centavo de sueldo. Es curioso que ya haya gastado los otros nueve. Es curioso que hoy no circule el periódico. 

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