sábado, 4 de octubre de 2014

Misión de vida


Escondido en algún lugar del centro de la ciudad de México, José María Pérez evadía las circunstancias de una vida marcada por el fracaso profesional que en algunos casos es todo lo que resta decir de una vida personal llevada al límite de las posibilidades de convivencia familiares. Había tomado ya cuatro pulques curados en la calle de López y se disponía a irse al cuarto que recién había rentado en la colonia Espartaco, muy al sur de todo lo que era su mundo conocido, cuando se encontró en la calle a los tipos que lo perseguían.

José María era un asesino. No cualquier asesino sino uno especializado en matar perros. Desde niño, quién sabe por qué, les tenía un odio confesional. Tal era su rencor por los pobres animales de razas pequeñas, medianas o grandes, que había inventado métodos de lo más raros, como una trampa enorme de rata que los partía por la mitad o la solución acuosa que desintegraba a los cachorros mientras dormían. En fin, José María odiaba a los perros en la misma proporción que odiaba la idea de que pudieran ser el mejor amigo del hombre.

La amistad no existe, repetía como lema frecuente a las pocas personas que en algún momento le tocaban el tema.

Los muchachos que perseguían a José María eran Raúl Román y Jacinto Pereda. Ambos lo conocían de su antiguo domicilio, una casucha en la que apenas cabía una cama individual y un librero donde se desperdigaban la mayoría de ejemplares robados de Chema, como hasta entonces lo llamaban los vecinos que en el fondo sentían harto desprecio por su aspecto desaliñado y pendenciero. Román y Pereda criaban perros de pelea, esos animales que tienen unos ojos como rasgados y babean mucho, además de que cargan con el infortunio de que les corten las orejas, con lo duro que debe ser sufrirlo como parte de un secuestro permanente. Son feos en contra de su voluntad.

No solo era una afición, criar perros de pelea era un negocio, que en los tiempos que corren no solo es más rentable que una afición sino infinitamente más atractivo. Así que cuando Chema decidió poner fin a Bracho y Mengui, los perros de pelea favoritos de aquellos negociantes, la cosa se puso fea, tanto, que además de tener que huir solo con lo que llevaba puesto, dejó encendido un calentador de gas que terminó por asfixiar a tres familias vecinas de su antigua casucha. Era de madrugada y la muerte las encontró en un estado tierno y entregado.

Raúl y Jacinto lo estaban buscando desesperadamente para hacer justicia por su propia mano o más bien por sus propios perros. El plan era dejarlo indefenso en una fosa rodeado de los más bravos, aunque esa tarde primaveral se habían olvidado un poco del asunto que los llevó a perder a sus mejores ejemplares y enfrentar acusaciones injustas por el homicidio imprudencial de sus vecinos. Esa tarde, en realidad solo habían decidido ir adonde su tío preparaba unos sabrosos pulques, en esa calle atiborrada de pollerías y baños públicos, probablemente estos debidos a la demanda de la gente que tomaba demasiado pulque.

Ahí lo vieron, con la cabeza gacha sobre la barra. Se le fueron encima con los cuchillos que sacaron del cinto, mientras Chema escapaba de milagro por entre las piernas de las decenas de estudiantes que respiraban el olor a sudor de todos. En esa densidad de cueva pulquera, el mismo aire enrarecido y la música estruendosa de una banda de rock mexicana en declive, le permitieron escapar.

José María reflexionaba sobre su patética vida. Sus papás lo dejaron a cargo de sus abuelos cuando apenas tenía diez años. Hasta esa edad no recordaba que le entusiasmara nada más que ver la televisión. Su adolescencia la había pasado al cuidado de sus abuelos enfermos y en la escuela era el más gris de los alumnos. Lo único que recordaba con claridad era su obsesión por hacer sufrir a la raza canina, las ganas de destruir eficientemente a todos los perros, callejeros y domésticos. Eso marcaba la diferencia entre sobrevivir y vivir. Para él cada día tenía sentido en la medida que acrecentaba su odio contra los indefensos que le hacían hervir la sangre sobre todo cuando se orinaban delante de su presencia o le ladraban mirándolo directamente a los ojos.

Román y Pereda rastrearon cada calle del centro de la ciudad pero no dieron con él. Encerrado en un basurero industrial, al lado de mierda de perro y desechos orgánicos del mercado donde venden cocodrilo y león, pero curiosamente no carne de perro, esperó que cayera la noche para volver caminando a su nuevo depósito de humanidad, un cuartucho igual de estrecho y húmedo que el de su antiguo vecindario.

Entristecido por su condición absurda, condenado por la ley y las personas que no daban con él, aburrido por la monotonía de una vida que por entero era un despropósito, por primera vez en 21 años pensó en el suicidio. Fue solo cuando oyó los ladridos de los perros de la avenida que a las tres de la madrugada se llena de mujeres vestidas con poca ropa, cuando comprendió que su coraje contra los perros en realidad era una misión de vida. Cuando desintegró a Bracho y Mengui, apenas con pocos lugares en el cuerpo sin los rastros de los violentos encuentros de muerte con otros perros, ni siquiera imaginó que le hacía un favor a un macho y una hembra demasiado cansados de vivir, de probar con hasta la última gota de su sangre su eterna y fiel amistad por los hombres.

Era un favor recíproco para Chema, aunque sus perrunas mentes no alcanzaron a entenderlo. Era haber cumplido una misión auténtica: darle sentido a la vida de un desdichado ser humano.

Cuando llegó a su cuarto, Chema pensó en las víctimas del día siguiente. Román y Pereda pensaban en él. Bracho y Mengui no pensaban nada, y si lo pensaban seguro eran buenos deseos. 

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