Escondido en algún lugar del centro de la ciudad de
México, José María Pérez evadía las circunstancias de una vida marcada por el
fracaso profesional que en algunos casos es todo lo que resta decir de una vida
personal llevada al límite de las posibilidades de convivencia familiares.
Había tomado ya cuatro pulques curados en la calle de López y se disponía a
irse al cuarto que recién había rentado en la colonia Espartaco, muy al sur de
todo lo que era su mundo conocido, cuando se encontró en la calle a los tipos
que lo perseguían.
José María era un asesino. No cualquier asesino
sino uno especializado en matar perros. Desde niño, quién sabe por qué, les
tenía un odio confesional. Tal era su rencor por los pobres animales de razas
pequeñas, medianas o grandes, que había inventado métodos de lo más raros, como
una trampa enorme de rata que los partía por la mitad o la solución acuosa que
desintegraba a los cachorros mientras dormían. En fin, José María odiaba a los
perros en la misma proporción que odiaba la idea de que pudieran ser el mejor
amigo del hombre.
La amistad no existe, repetía como lema frecuente a
las pocas personas que en algún momento le tocaban el tema.
Los muchachos que perseguían a José María eran Raúl
Román y Jacinto Pereda. Ambos lo conocían de su antiguo domicilio, una casucha
en la que apenas cabía una cama individual y un librero donde se desperdigaban
la mayoría de ejemplares robados de Chema, como hasta entonces lo llamaban los
vecinos que en el fondo sentían harto desprecio por su aspecto desaliñado y
pendenciero. Román y Pereda criaban perros de pelea, esos animales que tienen
unos ojos como rasgados y babean mucho, además de que cargan con el infortunio
de que les corten las orejas, con lo duro que debe ser sufrirlo como parte de
un secuestro permanente. Son feos en contra de su voluntad.
No solo era una afición, criar perros de pelea era
un negocio, que en los tiempos que corren no solo es más rentable que una
afición sino infinitamente más atractivo. Así que cuando Chema decidió poner
fin a Bracho y Mengui, los perros de pelea favoritos de aquellos negociantes,
la cosa se puso fea, tanto, que además de tener que huir solo con lo que
llevaba puesto, dejó encendido un calentador de gas que terminó por asfixiar a
tres familias vecinas de su antigua casucha. Era de madrugada y la muerte las
encontró en un estado tierno y entregado.
Raúl y Jacinto lo estaban buscando desesperadamente
para hacer justicia por su propia mano o más bien por sus propios perros. El
plan era dejarlo indefenso en una fosa rodeado de los más bravos, aunque esa
tarde primaveral se habían olvidado un poco del asunto que los llevó a perder a
sus mejores ejemplares y enfrentar acusaciones injustas por el homicidio
imprudencial de sus vecinos. Esa tarde, en realidad solo habían decidido ir
adonde su tío preparaba unos sabrosos pulques, en esa calle atiborrada de
pollerías y baños públicos, probablemente estos debidos a la demanda de la
gente que tomaba demasiado pulque.
Ahí lo vieron, con la cabeza gacha sobre la barra.
Se le fueron encima con los cuchillos que sacaron del cinto, mientras Chema
escapaba de milagro por entre las piernas de las decenas de estudiantes que
respiraban el olor a sudor de todos. En esa densidad de cueva pulquera, el
mismo aire enrarecido y la música estruendosa de una banda de rock mexicana en
declive, le permitieron escapar.
José María reflexionaba sobre su patética vida. Sus
papás lo dejaron a cargo de sus abuelos cuando apenas tenía diez años. Hasta
esa edad no recordaba que le entusiasmara nada más que ver la televisión. Su
adolescencia la había pasado al cuidado de sus abuelos enfermos y en la escuela
era el más gris de los alumnos. Lo único que recordaba con claridad era su
obsesión por hacer sufrir a la raza canina, las ganas de destruir
eficientemente a todos los perros, callejeros y domésticos. Eso marcaba la
diferencia entre sobrevivir y vivir. Para él cada día tenía sentido en la
medida que acrecentaba su odio contra los indefensos que le hacían hervir la
sangre sobre todo cuando se orinaban delante de su presencia o le ladraban
mirándolo directamente a los ojos.
Román y Pereda rastrearon cada calle del centro de
la ciudad pero no dieron con él. Encerrado en un basurero industrial, al lado
de mierda de perro y desechos orgánicos del mercado donde venden cocodrilo y
león, pero curiosamente no carne de perro, esperó que cayera la noche para
volver caminando a su nuevo depósito de humanidad, un cuartucho igual de
estrecho y húmedo que el de su antiguo vecindario.
Entristecido por su condición absurda, condenado
por la ley y las personas que no daban con él, aburrido por la monotonía de una
vida que por entero era un despropósito, por primera vez en 21 años pensó en el
suicidio. Fue solo cuando oyó los ladridos de los perros de la avenida que a
las tres de la madrugada se llena de mujeres vestidas con poca ropa, cuando
comprendió que su coraje contra los perros en realidad era una misión de vida.
Cuando desintegró a Bracho y Mengui, apenas con pocos lugares en el cuerpo sin
los rastros de los violentos encuentros de muerte con otros perros, ni siquiera
imaginó que le hacía un favor a un macho y una hembra demasiado cansados de
vivir, de probar con hasta la última gota de su sangre su eterna y fiel amistad
por los hombres.
Era un favor recíproco para Chema, aunque sus
perrunas mentes no alcanzaron a entenderlo. Era haber cumplido una misión
auténtica: darle sentido a la vida de un desdichado ser humano.
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