"Agapanthus", Claude Monet, MoMA
Imaginemos
que ahora mismo estoy enterrado cinco metros bajo tierra. Quiero escapar de
esta caja de madera dura pero no puedo. Bajo 10 mil kilos de tierra, deseo irme
muy lejos de este campo perdido en medio de la nada. Aterrado, así estoy.
Cuando creí que todo por fin había acabado, me encuentro completamente solo,
lejos de todo lo que alguna vez fue una vida, mi vida.
Nací
en una noble familia de empresarios del ramo automovilístico. Mis padres,
dueños de varias franquicias de Mercedes Benz, me inscribieron en las mejores
escuelas del país. A los 20 años decidí estudiar derecho en una escuela de
Estados Unidos. Volví a ocupar un puesto dentro de la empresa que era la
dinastía familiar. Me enamoré de una compañera antigua del instituto, con quien
me casé después. Procreamos una familia de cinco hijos, todos exitosos en lo
que eligieron hacer: un químico, una bailarina, un arquero, un abogado y una
chef.
A
los 40 años ya presidía el consejo de administración de la empresa. La gente a
mi alrededor me respetaba como un hombre de negocios exitoso, un prototipo de
padre de familia, un profesionista eficiente. La historia de un hombre
inspirador, ¿verdad? Pero yo no era feliz. No sé, después de todo, si ser feliz
es un estado de ánimo momentáneo, permanente, intermitente o intempestivo. No
sé si la felicidad exista, pero en cualquiera de sus intervalos posibles de
tiempo, no me definió.
Aparentaba
muy bien. Delante del público, en mi círculo privado, era un hombre por
completo feliz, pero en mi fuero interno no me sentía bien. Me pesaba
despertar. No quería ver a nadie. Así pasaron los años como un desperdicio
exterior y una pesadumbre interior. Así me fui consumiendo corpórea y
eternamente.
A
los 85 años, edad en que las personas podemos ponderar definitivamente qué fue
de nuestra vida, me desperté feliz de saber que iba a ser abuelo por décima
vez. La fortuna cubría cualquier número
de nietos que el destino quisiera darme, aunque no se le pueda llamar —con
todas sus letras— destino, a los deseos irremediables de mis hijos y sus
parejas. Felicité por teléfono a mi hijo mayor, un prestigiado profesor de
Stanford, y mientras sonreía a más no poder para satisfacer la mirada ansiosa
de mi mujer y los empleados de mi casa, me infarté.
El
frío que recorrió mi brazo mientras el cuerpo se me ponía rígido como una
piedra, fue tan satisfactorio, que hubiese querido infartarme más veces en
tantos años de vida, pero no pude. Quizá las sensaciones más satisfactorias de
la vida se presenten solo una vez y para siempre, te abracen mientras no
quieres que se vayan, cuando con todas tus fuerzas quieres detener con lo que
tengas a tu alcance algo que se te escapa de las manos más rápido que el
viento.
El
velorio fue fatal, susurros dispersos en una sala enormemente frívola y
solemne. Personas que iban y venían celebrando a un muerto. Creo que las pompas
fúnebres son una celebración a lo que deja de ser pero sigue existiendo, como
se dice, en el recuerdo de los demás. Los empresarios abusivos de la industria
automotriz, una familia satisfecha de sus propios logros en la misma medida que
no voltea a ver a nadie más que no sea parte de ella, una fila inmensa de gente
corriendo detrás de un ejemplo que perece, que se esfuma, que se arrepiente de
haber tomado las decisiones trascendentales que lo llevaron a ese podio
horizontal de honor.
Incluso
ahora que no puedo sobreponerme ni siquiera a mi propia masa, estoy más a gusto
que en aquella ceremonia extraña en la que olía a muerto con esa pizca de
flores nuevas que, sin embargo, expanden sus discretas notas marchitas. Ya no estoy aterrado. Después de desahogarme
contigo, siento calma. No hay cabida para los remordimientos. Soy lo que quise
ser y es lo que cuenta. En el infinito mar de posibilidades que azota una vida
humana, pude encontrar la paz saltando al abismo sin fondo, en el que tocar el
suelo no es ninguna opción. Seguiré cayendo, seguiré yéndome a la negritud, siendo
absorbido por ella hasta que terminen de acordarse de mí.
Imaginemos
que soy un héroe o un villano. Imaginemos que no hay descanso posible para mi
alma porque siempre está disputándose un lugar entre los vivos. Imaginemos que
pude ser otro, como tú, que lees esta historia, que tu vida es la mía, que me
declaro feliz o libre; siento ganas de gritar, reír, bailar, cantar, soñar…
Imaginemos,
por un momento, que solo finjo.
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