miércoles, 15 de octubre de 2014

Flores nuevas

"Agapanthus", Claude Monet, MoMA

Imaginemos que ahora mismo estoy enterrado cinco metros bajo tierra. Quiero escapar de esta caja de madera dura pero no puedo. Bajo 10 mil kilos de tierra, deseo irme muy lejos de este campo perdido en medio de la nada. Aterrado, así estoy. Cuando creí que todo por fin había acabado, me encuentro completamente solo, lejos de todo lo que alguna vez fue una vida, mi vida.

Nací en una noble familia de empresarios del ramo automovilístico. Mis padres, dueños de varias franquicias de Mercedes Benz, me inscribieron en las mejores escuelas del país. A los 20 años decidí estudiar derecho en una escuela de Estados Unidos. Volví a ocupar un puesto dentro de la empresa que era la dinastía familiar. Me enamoré de una compañera antigua del instituto, con quien me casé después. Procreamos una familia de cinco hijos, todos exitosos en lo que eligieron hacer: un químico, una bailarina, un arquero, un abogado y una chef.

A los 40 años ya presidía el consejo de administración de la empresa. La gente a mi alrededor me respetaba como un hombre de negocios exitoso, un prototipo de padre de familia, un profesionista eficiente. La historia de un hombre inspirador, ¿verdad? Pero yo no era feliz. No sé, después de todo, si ser feliz es un estado de ánimo momentáneo, permanente, intermitente o intempestivo. No sé si la felicidad exista, pero en cualquiera de sus intervalos posibles de tiempo, no me definió.

Aparentaba muy bien. Delante del público, en mi círculo privado, era un hombre por completo feliz, pero en mi fuero interno no me sentía bien. Me pesaba despertar. No quería ver a nadie. Así pasaron los años como un desperdicio exterior y una pesadumbre interior. Así me fui consumiendo corpórea y eternamente.

A los 85 años, edad en que las personas podemos ponderar definitivamente qué fue de nuestra vida, me desperté feliz de saber que iba a ser abuelo por décima vez. La fortuna cubría cualquier  número de nietos que el destino quisiera darme, aunque no se le pueda llamar —con todas sus letras— destino, a los deseos irremediables de mis hijos y sus parejas. Felicité por teléfono a mi hijo mayor, un prestigiado profesor de Stanford, y mientras sonreía a más no poder para satisfacer la mirada ansiosa de mi mujer y los empleados de mi casa, me infarté.

El frío que recorrió mi brazo mientras el cuerpo se me ponía rígido como una piedra, fue tan satisfactorio, que hubiese querido infartarme más veces en tantos años de vida, pero no pude. Quizá las sensaciones más satisfactorias de la vida se presenten solo una vez y para siempre, te abracen mientras no quieres que se vayan, cuando con todas tus fuerzas quieres detener con lo que tengas a tu alcance algo que se te escapa de las manos más rápido que el viento.

El velorio fue fatal, susurros dispersos en una sala enormemente frívola y solemne. Personas que iban y venían celebrando a un muerto. Creo que las pompas fúnebres son una celebración a lo que deja de ser pero sigue existiendo, como se dice, en el recuerdo de los demás. Los empresarios abusivos de la industria automotriz, una familia satisfecha de sus propios logros en la misma medida que no voltea a ver a nadie más que no sea parte de ella, una fila inmensa de gente corriendo detrás de un ejemplo que perece, que se esfuma, que se arrepiente de haber tomado las decisiones trascendentales que lo llevaron a ese podio horizontal de honor.

Incluso ahora que no puedo sobreponerme ni siquiera a mi propia masa, estoy más a gusto que en aquella ceremonia extraña en la que olía a muerto con esa pizca de flores nuevas que, sin embargo, expanden sus discretas notas marchitas.  Ya no estoy aterrado. Después de desahogarme contigo, siento calma. No hay cabida para los remordimientos. Soy lo que quise ser y es lo que cuenta. En el infinito mar de posibilidades que azota una vida humana, pude encontrar la paz saltando al abismo sin fondo, en el que tocar el suelo no es ninguna opción. Seguiré cayendo, seguiré yéndome a la negritud, siendo absorbido por ella hasta que terminen de acordarse de mí.

Imaginemos que soy un héroe o un villano. Imaginemos que no hay descanso posible para mi alma porque siempre está disputándose un lugar entre los vivos. Imaginemos que pude ser otro, como tú, que lees esta historia, que tu vida es la mía, que me declaro feliz o libre; siento ganas de gritar, reír, bailar, cantar, soñar…


Imaginemos, por un momento, que solo finjo. 

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