domingo, 26 de octubre de 2014

Amenazas de muerte

James Ensor. Masks Confronting Death (1888). MoMA

Las amenazas de muerte llegaron cuando nada en la vida de Eustaquio lo asustaba, después de recibir 13 balazos en distintas partes del cuerpo, incluyendo la bala perdida que le perforó un pulmón cuando viajaba en autobús rumbo a Puebla. Por eso aquella tarde de mayo, cuando sentado frente a su computadora empezó a parpadear la luz roja de su celular que anunciaba nuevos mensajes, no se angustió al leer: Te vamos a matar. No es cuestión de tiempo. El tiempo no volverá a significar para ti la promesa de nada. Solamente la espera de una muerte terrible y silenciosa. En ese momento no le preocupó la amenaza ni pensó tomarla en serio, después de que escuchó los perturbadores mensajes de voz que la acompañaban. Claro, perturbadores para cualquier persona, no para Eustaquio Pérez.

En la sierra de Guerrero aprendió muchas cosas, una de ellas que la vida no es un privilegio, ni siquiera un don que deba ser agradecido a alguien o algo. La vida es una condición a la que no se debe escapar por ninguna puerta falsa, ni el suicidio, ni el alcohol, ni las drogas, ni el placer desmedido. La vida debe ser sorteada con disciplina, repetía a sus compañeros de parcela, lo cual es un decir, puesto que en esas tierras dejadas a su suerte por todos los gobiernos, el que quisiera podía tener, con más lealtad que ingenio, su propia parcela para cosechar mariguana, amapola o lo que se diera, siempre y cuando representara mucho dinero para los “dueños” de las montañas.

Estos dueños no se dejaban ver fácilmente. Sus visitas eran ocasionales, pero enviaban sin falta, cada quincena, a sus cobradores que llegaban en camionetas cuatro por cuatro, con blindaje y vidrios polarizados, oyendo con estruendo música de banda y cargando al cinto al menos dos pistolas. A ellos les admiraba Eustaquio porque de todos era el que más producía, y eso que había entrado al negocio apenas hace dos años, tiempo suficiente para acumular una cosecha que ya le permitía darse lujos como comprarse su propia troca o viajar rodeado de vino y mujeres, cosa que por supuesto no hacía el disciplinado agricultor, que como tal se presentaba delante de las gentes de los pueblos circunvecinos. Un campesino más, un honrado hombre de campo más.

Eustaquio usó todo el dinero que ahorró en más de una década dedicado al negocio de producir frutos prohibidos para las autoridades del mundo con el fin de crear un fideicomiso cuyo primer beneficiario sería su hermano menor, condenado desde niño a una silla de ruedas, que ahora con cerca de cincuenta años era  casi una parte más de su cuerpo. Eustaquio anhelaba ver caminar a su propia sangre a cualquier precio, así fuera mediante prótesis biónicas que se fabrican en Asia sobre pedido, que, instaladas en su cuerpo, lo moverían erguido de un lado para otro. Para cumplir el anhelo filial no solo ahorró su dinero, sino que defraudó a sus compañeros de negocio al hacerles creer que invertía su oro verde en un banco suizo, al que por sus estudios en finanzas en una universidad privada del centro del país, sabía acceder. El hombre de bigote feliz y mirada seria había ido a labrar el campo con un título universitario en la bolsa y el conocimiento experto en manejo de inversiones. 

Eustaquio miraba tranquilo, mientras tomaba una taza de café, su único vicio, el intermitente parpadeo de la luz roja de su celular hasta que se decidió otra vez a revisar los insultos y oír después los espeluznantes chillidos grabados en algún lugar del mundo, probablemente más cerca de Suiza de lo que se imaginaba, luego de lo cual cerró los ojos hasta que concilió el sueño.

Desde que tenía memoria no podía descansar, simplemente dormía envuelto en sus más angustiantes preocupaciones. Esa noche de mayo se perdió en un sueño profundo, en el que observó una silla de ruedas incendiarse; nada más la veía consumirse en medio de muchas cajas que ardían a su alrededor como queriendo que desapareciera por completo lo antes posible. A la mañana siguiente, amaneció envuelto en cinta canela sin poder hablar, apenas y podía respirar en ese envoltorio de pegamento maloliente. Sus perseguidores lo habían encontrado.

El dinero, tan escurridizo como siempre, no estaba a la mano. Los antiguos socios ya no lo querían, solo les interesaba vengarse infligiendo el mayor sufrimiento posible al traidor. Tenían preparadas sus peores armas para el suplicio, una danza de herramientas con muy mala pinta para cualquier trabajo manual. Todas extremadamente filosas.


El hermano de Eustaquio, mientras tanto, viajaba rumbo a Seúl. Su silla de ruedas había sufrido un accidente a la mitad del vuelo desde Houston, en la parte trasera del avión que ya se incendiaba por un defecto de fabricación combinado con una bala perdida. Ninguno de los dos sabía qué iba a pasar con sus vidas en las próximas horas, pero los dos se sentían profundamente agradecidos por vivirlas. Uno sobre todo, por brindar ayuda con el corazón en la mano; el otro sobre todo, por recibirla con la mano en el corazón,  un corazón que ahora volaba, que ya se sentía por fin lejos de una parte impuesta a su cuerpo. Mientras Eustaquio sentía en toda su humanidad la cercanía de un incendio, látigos de llamas; un calor abrasador sobre su piel.  

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