jueves, 9 de octubre de 2014

Posesión interminable

André Derain: Bathers, 1907. MoMA

Harto de vagar sin recibir a cambio compasión, Rafael tomó el primer vuelo a Madrid. Creció en la ciudad de México. Todos sus recuerdos se concentraban en unas cuantas calles de la colonia del Valle, donde sus padres doctores habían conseguido una casa que nada tenía que ver con el interés social. Era una pequeña mansión con todas las comodidades que requiere lo que en algún momento se definió como clase media ascendente. Rafael jugó, se enfadó, disfrutó pero también lloró una adolescencia marcada por el desencuentro con las normas prohibitivas de la casa. Así que un buen día se independizó con el alto precio que hay que pagar para hacerlo realidad. Se fue a casa de su novia en turno. La había conocido en la preparatoria particular que sus padres pagaban dispendiosamente. Rafael nunca había trabajado ni en verano, nunca le había faltado nada y nunca le había gustado estar en su casa.

En el interminable juego de ficciones de una vida, que un jovencito más bien acomodado, que lo tiene todo para ser feliz, se sienta mal de estar en el lugar más seguro para él no debe resultar catastrófico sino un simple signo de rebeldía adolescente sana. Para esto hay que entender que una casa no es, en sentido estricto, un hogar. Este por supuesto implica muchas más cosas como recibir un cariño constante y poder dar, no en la misma medida pero sí con la misma frecuencia, muestras de sinceridad. Rafael tenía un serio problema con lo último, no sentía que debiera ser sincero con nadie a excepción de Roxana, su indispensable novia. Con ella podía ser tan sincero como ella se lo pidiera, al grado de que si ella le decía que algo que le contaba no era producto de la sinceridad verdadera sino de la sinceridad como él la entendía, estaba dispuesto a ir más allá. En este punto, sinceridad y falta de ella eran una y la misma cosa.

Rafael se fue a Madrid e instalado ya en la ciudad ibérica lo primero que quiso hacer, o mejor dicho, lo primero que no quiso hacer fue salir de su casa. Se la pasó la primera semana encerrado a piedra y lodo con tal de no verle la cara a nadie. Así era él, que prefería los ratos eternos de soledad que la convivencia social en cualquiera de sus formas moderadas o exageradas. Lo veías absorto en un pensamiento que robaba toda su atención aunque fuera insignificante, con un libro abierto o cocinando o fingiendo ver la tele. A fin de cuentas, para él era preferible simular ver un programa de tevé que simular entablar una conversación con alguna persona. Su escasa capacidad de relacionarse con todo, excepto con Roxana, podía ser una forma de instinto de supervivencia que lo entrega todo a fondo perdido.

¿Qué tiene una mujer en la plena edad de los deseos para poseer los pensamientos completos de un hombre que pasa por la misma edad? Posiblemente nada. Hay, en el fondo del corazón de ese hombre, un deseo oculto por vivir al lado de alguien que lo manipule por completo, que se aproveche veladamente de su pasividad, de su irracional enfado con el mundo entero, aunque ese mundito se reduzca a sus padres, compañeros de escuela, y por supuesto, a él mismo. Se trata del deseo de ser la posesión de alguien más para facilitar el curso de una vida que no se quiere llevar a ningún puerto. 

Meses después de emprender su superficial emancipación hacia un nuevo mundo que siempre ha sido viejo, se encontró tallando el piso de un consultorio médico para gente rica. Entonces vio desfilar a señoras con sombrero que tenían cita para tratarse una simple gripe, a niños melindrosos que lo fastidiaban con su acento marcado por la z, a señores que lo único que buscaban era ligar a la recepcionista. Entonces lamentó profundamente hallarse lejos de las personas que solía odiar como forma de vida, lejos del “detesto a todos” que comprendía a su esfera mexicana capitalina. Ahora tenía nuevas personas que odiar y para colmo ya no contaba con Roxana.

La famosa novia del insoportable Rafa era una mujer estratega. Sabía contar las fichas de dominó para ganar en cualquier escenario romántico. Se aprovechaba con pasión de la debilidad natural de él para sentirse esclavo de sus caprichos más insignificantes. Y así, un buen día le dijo que lo suyo no podía seguir. Era momento de apostarle a otra combinación cuando la mula del cero ya no ofrecía ninguna salida posible. Al principio, como todo romance roto fue fatal. Doblemente fatal si tomamos en cuenta el sadismo y masoquismo de los dos, pero pronto entendieron que debían continuar con sus vidas a costa de satisfacer sus más profundos deseos, uno preciosamente velado, el otro profundamente oculto.

Antes de subir al avión, cuando ya no había regreso posible de ese túnel como de nave espacial que te lastima la vista con sus potentes luces blancas, Rafael echó de menos a sus padres sobreprotectores, su casa con el jardín amplio donde nunca jugaba, a todos los personajes odiosos de la convulsa ciudad de México atravesada por el tráfico infernal a todas horas y a sus malévolos compañeros del instituto que nunca lo fumaron.

Ingenuamente creyó que era la mejor manera de no volver a ver a Roxana ni en sueños.


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