André Derain: Bathers, 1907. MoMA
Harto de vagar sin recibir a cambio compasión, Rafael tomó el primer
vuelo a Madrid. Creció en la ciudad de México. Todos sus recuerdos se
concentraban en unas cuantas calles de la colonia del Valle, donde sus padres
doctores habían conseguido una casa que nada tenía que ver con el interés social.
Era una pequeña mansión con todas las comodidades que requiere lo que en algún
momento se definió como clase media ascendente. Rafael jugó, se enfadó,
disfrutó pero también lloró una adolescencia marcada por el desencuentro con
las normas prohibitivas de la casa. Así que un buen día se independizó con el
alto precio que hay que pagar para hacerlo realidad. Se fue a casa de su novia
en turno. La había conocido en la preparatoria particular que sus padres
pagaban dispendiosamente. Rafael nunca había trabajado ni en verano, nunca le
había faltado nada y nunca le había gustado estar en su casa.
En el interminable juego de ficciones de una vida, que un jovencito más
bien acomodado, que lo tiene todo para ser feliz, se sienta mal de estar en el
lugar más seguro para él no debe resultar catastrófico sino un simple signo de
rebeldía adolescente sana. Para esto hay que entender que una casa no es, en
sentido estricto, un hogar. Este por supuesto implica muchas más cosas como
recibir un cariño constante y poder dar, no en la misma medida pero sí con la
misma frecuencia, muestras de sinceridad. Rafael tenía un serio problema con lo
último, no sentía que debiera ser sincero con nadie a excepción de Roxana, su
indispensable novia. Con ella podía ser tan sincero como ella se lo pidiera, al
grado de que si ella le decía que algo que le contaba no era producto de la
sinceridad verdadera sino de la sinceridad como él la entendía, estaba
dispuesto a ir más allá. En este punto, sinceridad y falta de ella eran una y
la misma cosa.
Rafael se fue a Madrid e instalado ya en la ciudad ibérica lo primero
que quiso hacer, o mejor dicho, lo primero que no quiso hacer fue salir de su
casa. Se la pasó la primera semana encerrado a piedra y lodo con tal de no
verle la cara a nadie. Así era él, que prefería los ratos eternos de soledad
que la convivencia social en cualquiera de sus formas moderadas o exageradas.
Lo veías absorto en un pensamiento que robaba toda su atención aunque fuera
insignificante, con un libro abierto o cocinando o fingiendo ver la tele. A fin
de cuentas, para él era preferible simular ver un programa de tevé que simular
entablar una conversación con alguna persona. Su escasa capacidad de
relacionarse con todo, excepto con Roxana, podía ser una forma de instinto de
supervivencia que lo entrega todo a fondo perdido.
¿Qué tiene una mujer en la plena edad de los deseos para poseer los
pensamientos completos de un hombre que pasa por la misma edad? Posiblemente
nada. Hay, en el fondo del corazón de ese hombre, un deseo oculto por vivir al
lado de alguien que lo manipule por completo, que se aproveche veladamente de
su pasividad, de su irracional enfado con el mundo entero, aunque ese mundito
se reduzca a sus padres, compañeros de escuela, y por supuesto, a él mismo. Se
trata del deseo de ser la posesión de alguien más para facilitar el curso de
una vida que no se quiere llevar a ningún puerto.
Meses después de emprender su superficial emancipación hacia un nuevo
mundo que siempre ha sido viejo, se encontró tallando el piso de un consultorio
médico para gente rica. Entonces vio desfilar a señoras con sombrero que tenían
cita para tratarse una simple gripe, a niños melindrosos que lo fastidiaban con
su acento marcado por la z, a señores
que lo único que buscaban era ligar a la recepcionista. Entonces lamentó
profundamente hallarse lejos de las personas que solía odiar como forma de vida,
lejos del “detesto a todos” que comprendía a su esfera mexicana capitalina.
Ahora tenía nuevas personas que odiar y para colmo ya no contaba con Roxana.
La famosa novia del insoportable Rafa era una mujer estratega. Sabía
contar las fichas de dominó para ganar en cualquier escenario romántico. Se
aprovechaba con pasión de la debilidad natural de él para sentirse esclavo de
sus caprichos más insignificantes. Y así, un buen día le dijo que lo suyo no
podía seguir. Era momento de apostarle a otra combinación cuando la mula del
cero ya no ofrecía ninguna salida posible. Al principio, como todo romance roto
fue fatal. Doblemente fatal si tomamos en cuenta el sadismo y masoquismo de los
dos, pero pronto entendieron que debían continuar con sus vidas a costa de
satisfacer sus más profundos deseos, uno preciosamente velado, el otro
profundamente oculto.
Antes de subir al avión, cuando ya no había regreso posible de ese túnel
como de nave espacial que te lastima la vista con sus potentes luces blancas,
Rafael echó de menos a sus padres sobreprotectores, su casa con el jardín
amplio donde nunca jugaba, a todos los personajes odiosos de la convulsa ciudad
de México atravesada por el tráfico infernal a todas horas y a sus malévolos
compañeros del instituto que nunca lo fumaron.
Ingenuamente creyó que era la mejor manera de no volver a ver a Roxana ni en sueños.
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