domingo, 19 de abril de 2015

Utopías modernas


“Entonces el mundo, el mundo que Quiroga había inventado,
era un mundo alucinante y sin dirección, creciendo en la mano de un Dios reconocido
y otros clandestinos, todos pujando por el significado de las cosas”.
Muerte súbita, Álvaro Enrigue 2013, 246.

Con Utopía de Tomás Moro se inaugura la época de las utopías modernas. Es un parteaguas entre la Antigüedad y ese período nebuloso conocido como Edad Media y el Renacimiento con todo lo que trajo consigo: La definición de un nuevo hombre a partir de las raíces grecolatinas, el humanismo y la consiguiente Ilustración que replanteó el sentido de nuestros pasos sobre la tierra. Moro vivió una época en donde ir hacia adelante no necesariamente era el paso subsecuente a dejar el atrás. Las instituciones no cambian intempestivamente y cuando lo hacen así tienen consecuencias fatídicas. Moro lo sabía bien porque fue consejero de Enrique VIII. Lejos de las imágenes de esposas decapitadas asociadas al autor de la frase “El Estado soy yo”, el prominente Tudor cambió el sentido de la historia cuando se convirtió en el jefe de la iglesia que dejó de ser católica para ser anglicana. Ese es un ejemplo del tiempo de Moro en el que no debió resultar nada fácil compartirle su parecer al monarca sobre cualquier cantidad de temas. La muerte instantánea era lo menos, el martirio que la precedía lo más. En ambos casos, hacer enojar al príncipe significaba comprobar la máxima de Maquiavelo acerca de que le valía más ser temido que amado.  

Utopía es una isla. Se entiende que sea un trozo de tierra en medio del mar, convenientemente no podía existir en medio de la tierra puesto que una utopía justamente describe un lugar que no es porque no existe realmente, está en las letras, en la mente. Aunque también se relaciona con un lugar bueno que sí puede ser real, o que al menos los utópicos quisiéramos que existiera. Utopía fue al mismo tiempo que ficción una crítica de la sociedad y las relaciones de poder de su tiempo. La distancia entre pobres y ricos guiada por la perversión de estos no es tema olvidado en el siglo XXI cuando en cualquier foro económico doméstico e internacional tiene sentido hablar de desigualdad en la distribución de la riqueza. Moro soñó con una utopía donde hubiera libertades que no corrieran el riesgo de desaparecer ante el advenimiento de un tirano, asimismo tendría que haber tiempo de ocio derivado de una jornada laboral mucho más corta que la real. En este punto, Hannah Arendt escribió una vez que un déspota ilustrado en la polis griega no necesariamente acababa con el ocio sino que lo alentaba. Es un aspecto que escapa a una utopía porque difícilmente podríamos aceptar que un tirano gobierne con bondad en la realidad; cuanto menos entonces en el ideal de una sociedad. 

En el siglo XIX Federico Engels, el gran amigo de Marx, acuñó el término “socialismo utópico” para referirse a los promotores de un socialismo no científico cuyas propuestas a su parecer eran irrealizables. Robert Owen, inglés; Henri, conde de Saint-Simon, francés, y Bakunin, ruso, fueron algunos de los pensadores catalogados como utópicos. Owen creía en la posibilidad de organizar la economía con base en la cooperativa. Poseedor de algunas fábricas, hizo de su creencia una política para mejorar las condiciones de vida de sus trabajadores. Saint-Simon apostaba a la capacidad de la industria para concluir el proceso iniciado con la Revolución francesa, en esto importaba la capacidad técnica que debía sacar de su letargo a quienes no aportaban nada a la producción como el clero y la nobleza. Bakunin fue el más radical de los tres puesto que su visión de la libertad del hombre debía romper varias cadenas. Los poderes político, económico y religioso debían dejar de oprimir al hombre. Para el ruso, la revolución no es un proceso exógeno a él sino que empieza por él, no conlleva violencia sino liberación. La anarquía es una ausencia natural y necesaria de cualquier gobierno.

Las ideas de los socialistas utópicos pueden verse en nuestra sociedad contemporánea por encima de la clásica dicotomía entre burguesía y proletariado. El énfasis en la producción y detonarla mediante el cooperativismo y la productividad son parte del discurso de prácticamente todos los jefes de Estado. Nadie pone en duda hoy en día que el ser humano es el centro de las políticas gubernamentales. En esto hay una clara diferencia con nuestros antepasados. Para ellos pensar en utopías, aunque no las denominaran así, implicaba pensar en el sujeto beneficiado y como es notorio en la última alusión, la sociedad era ese sujeto. Lo difícil era concretar cómo beneficiarla en conjunto aun cuando el pensamiento utópico relacionado con el socialismo planteaba que fuera mediante la propiedad de los medios de producción básicamente al igual que el marxismo. Nadie advertía que el nivel de vida de un país depende de su capacidad para producir bienes y servicios ni que las fuerzas de la oferta y la demanda determinan la producción de equilibrio. ¿No será esta una utopía también? Sea como fuere, el asunto era hacer partícipes de las bondades de producir e intercambiar a quienes no lo eran.

Hasta ahora lo utópico está íntimamente relacionado con lo marginal. Las voces que disienten del status quo, las vidas que peligran por la fuerza del Estado, las posibilidades que no permite el poder instituido. En este punto, conviene hacer notar que lo utópico ya no se trata tanto de una conceptualización de lo ideal como estadio superior del ser humano como de la reivindicación de una condición distinta a partir de la modificación de estructuras impuestas verticalmente. La isla ya no está aislada sino que se propone ser todo un continente. En la práctica, las ideas propuestas por las corrientes socialistas fracasaron. La URSS y más recientemente Cuba son casos emblemáticos de lo difícil que es batallar contra el egoísmo humano. Tarde que temprano todos quieren maximizar su función de utilidad. Los modelos cooperativistas funcionan y permiten mejorar el bienestar de quienes están dispuestos a compartir medios de producción y repartir utilidades, pero no son la regla sino la excepción. Como sea, la contribución de los pensadores utópicos es valiosa en tanto que siempre debe haber propuestas que remen a contracorriente de la hegemonía. Algunas de ellas podrán servir para ciertas cosas, otras no, pero nadie debe dudar del valor del disenso para mejorar el desarrollo de cualquier sociedad. Tal vez sea otra función de la utopía ya no solo como género literario sino como postulado social.

Theodor Herzl fue el gran teórico del sionismo. Adivinó, Herzl escribió una utopía. Judío, uno de por lo menos dos millones en terrenos del Imperio Austrohúngaro, trabajó en el “Neue Freie Presse”, el principal periódico liberal de Viena. Como observador de la realidad de fines del siglo XIX en Europa notó que los nacionalismos iban en ascenso y que el sistema político del imperio donde vivía permitía que se asentaran en la formalidad burocrática con las consecuencias que en Alemania, décadas después, serían funestas. En medio de la efervescencia del racismo los judíos eran presa fácil de despojos. El suceso que le preocupó más fue la elección de Karl Lüeger como primer alcalde de Viena votado por mayoría en 1895, quien desarrolló un programa en contra de los inmigrantes checos y los judíos. El odio hacia lo diferente fue convalidado por el emperador y la incipiente democracia austriaca. Las libertades basadas en el principio de tolerancia estaban en riesgo no solo en el país de Herzl sino también en Europa en general.

Herzl escribió su novela utópica Altneuland “Vieja nueva tierra” y la publicó en 1903. En el escrito, el autor imagina como sería en 1923 una comunidad judía autónoma establecida en Palestina. La utopía es liberal en lo político pero no en lo económico. Herzl consideraba que el proyecto nacional que dotara de un Estado a los judíos de Europa no encajaba con el capitalismo de libre empresa. Su visión descansó en el mutualismo como un modelo de economía mixta que retomara la iniciativa del capitalismo en combinación con la justicia social. El cooperativismo se desarrolla sobre todo en el sector primario, la  producción agrícola. Altneuland es una versión adelantada al Estado de bienestar porque asume el cuidado de las personas como responsabilidad de gobierno. En lo político es tan liberal como para considerar la igualdad de los árabes residentes en el territorio que además de sufragar pueden ser tomadores de decisiones.

Herzl coló en la opinión pública, apoyado en su papel de periodista, la posibilidad real de establecer un Estado judío en Palestina. Lo que escribió y hoy puede criticarse de absurdo después de una historia de guerras entre Israel y sus países vecinos no deja de ser el caso exitoso de una utopía llevada a cabo por una organización internacional que, la haya leído o no, siguió, con sus particularidades, una hoja de ruta en ella trazada. No todo fue la novela evidentemente; hubo una iniciativa conducida con efectividad por el propio Herzl para socializar la necesidad de un Estado judío con la esfera de alto nivel europea, incluido el emperador alemán, el rey de Italia y el papa. Las reuniones no dieron resultados, pero Herzl se encargó de difundir los intentos y eso bastó para señalar el camino a una multitud de simpatizantes de la idea en toda Europa. Es el caso de un conocedor del poder de las relaciones públicas preocupado por el futuro de su nacionalidad, previsor del caos que sobrevendría a su muerte.

La pregunta que conviene hacer es si Herzl hubiera tenido éxito en su empresa de obtener una solución a la situación de acoso que enfrentaban tantos judíos de no haber escritoAltneuland. Una pregunta que evidentemente no podemos responder pero que plantea una interrogante válida para quienes escribimos aún hoy utopías: ¿Puede una utopía cambiar el mundo? Moro no vivió para ver realizado su proyecto, pero en México, cuando no se llamaba así, quedó la huella de sus enseñanzas llevadas a la práctica por un peculiar devoto: Vasco de Quiroga. 

En una novela reciente, Muerte súbita, Álvaro Enrigue 2013, Tata Vasco aparece como un fervoroso lector de la Utopía de Moro. Lo que en realidad fue un ensayo político para ridiculizar la Inglaterra de Enrique VIII, según Enrigue, para Vasco fue la posibilidad de realizar el No-Hay-Tal-Lugar, traducción atribuida a Francisco de Quevedo, uno de los protagonistas de esta novela. Cito “El pueblo-hospital de Santa Fe era una villa constituida en torno a un asilo de viejos y enfermos donde la autoridad máxima, que era Vasco de Quiroga, dispuso que no circulara dinero. La villa seguía, tan al pie de la letra como lo permitía la realidad, las no instrucciones dictadas jocosamente por el humanista londinense para el funcionamiento de Utopía: estaba dividida por dos ejes que se cruzaban en el hospital y el templo y en cada cuadrángulo había casas multifamiliares pertenecientes a cuatro clanes distintos”. El pueblo estaba conformado por artesanos. Había sido fundado en 1535 por el emisario de la iglesia. El libro de Moro, según el relato, se lo regaló Fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, y según la verdad histórica también. El tomo puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Texas en Austin con anotaciones de los dos clérigos.

Hace unos meses recorría el Estado de México con un amigo y dos desconocidos. Había terminado la celebración del cumpleaños de un amigo en común, artista plástico, en Chalma, donde la gente va a bailar cuando otros se enojan. En un escarabajo potente nos llevaron a tomar el camión que va al DF desde Toluca pero en el trayecto a la parada tardamos mucho más de lo que pensé, cerca de tres horas. Había un motivo oculto. El conductor, profesor de educación preescolar de esos a los que les encanta hablar siempre como quien adiestra a un chamaco que nunca presta atención, quería mostrarme su pueblo aunque no se viera nada, oscuro como estaba a las nueve de la noche. Supongo que no calculó el tiempo. Era San Pedro Tultepec donde todo tiene nombre de Vasco de Quiroga así como en mi natal Oaxaca todo lleva nombre de Benito Juárez. Han pasado casi cinco siglos y la gente ahí sigue dedicándose a lo mismo: Son artesanos. Siguen honrando al viejo Vasco con las creaciones de sus manos. Con la diferencia de que ahora hay dinero en vez de un amable intercambio de bienes. Muchas familias siguen hablando el náhuatl con lo difícil que debe ser hacerse oír en la lengua materna cuando uno viaja al anti-utópico DF, como nosotros esa noche perdida.

Tal vez las utopías no tengan nada de original, como la de Moro que fue producto de la crítica siempre necesaria pero disimulada del tiempo que le tocó vivir. Sin embargo, a veces se tornan en realidades que van más allá de la literatura y los sueños acerca de lo que no pudo ser o de lo que difícilmente será. En todo caso nos queda la esperanza del fracaso, como le sucedió a Herzl. Apostar todo en dar a conocer lo utópico con el desdén de sus contemporáneos y esperar, felizmente muertos, a que la lectura de millones y en raros casos de solo uno, como Tata Vasco, eche a andar la máquina que transforma pocas veces, pero lo hace, el mundo tal y como lo conocemos. Entonces, la utopía habrá triunfado y dejará de ser. Como la vida humana su misión se limita a trascender, y creo que esta contradicción es tan valiosa como los libros de utopías. 

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