La lluvia en la ciudad de México
saca lo peor de nosotros. El tráfico en una esquina del Periférico con
cualquier avenida es una muestra de las mejores maniobras para sobrevivir al
caos. Por aquí, por allá, por todos lados se venera al desorden. Y en medio de
ese capricho de todos por querer llegar a donde se supone que viven, estoy
contemplando las gotas caer con estrépito en el suelo.
El camino al trabajo ha sido muy
largo durante varios años. Empecé cubriendo una ruta que rodeaba la ciudad
desde Televisa San Ángel hasta Canal de Chalco, de regreso con escalas en Pino
Suárez y Chapultepec, y de vuelta al Sur. Ahora no me pesa hacer hora y media
consciente de que no rodearé nada aunque volveré envuelto por el mismo caos.
Ayer empecé clases en la Facultad
de Filosofía y Letras de la UNAM. El primer día fue fascinante. Alcancé solo
dos clases de cuatro porque, sí, adivinaste, tuve que trabajar. Pero con esas
me bastó. Literatura española del siglo XX y Lingüística. Amabilidad profesional
de las maestras, entusiasmo notorio por parte de mis compañeros, las aulas
clásicas de esa facultad donde siempre hace falta lugares me encantaron y por
supuesto, me obligaron a tomar apuntes desde el piso.
De regreso a casa tomé un taxi.
El del volante me hizo la plática. Ya saliendo de clases, mi joven. Sí,
respondí, ya era hora (las nueve de la noche apenas). Ah, y usted qué
estudia. Lengua y literaturas
hispánicas, exclamé con orgullo. ¿Apoco sí? Yo también escribo, pero soy
ignorante eh, escribo solo mis sentimientos. Muy bien, pues deberías tomar un
curso para mejorar. No, yo hace más de 25 años que no estudio nada. Yo soy
solo, pero he tenido un chingo de viejas. A ellas les escribo. ¿Algo así como
poemas? Ándale, ¿quieres escuchar uno? Antes de que respondiera que sí, ya se
había arrancado.
El poema tenía algunas metáforas
interesantes aunque repetía palabras y por momentos no tenía musicalidad, pero
estos detalles ni yo mismo los entiendo todavía, lo que sí capté fue su pasión
por transmitirme algo. Después de la última línea, me dijo: Tengo otro, uno más
erótico, ese se lo escribí a la vieja con la que ahora ando, una tapicera. Y es
que si la viera, joven, a ella sí que le gusta el membrillo, lo hace como de
película (mientras, por el retrovisor, gesticulaba acercándose repetidamente
una mano a la boca).
El segundo poema hablaba de unas
bolas de fuego, del origen de la vida en unos labios que le gustaba morder, de
un volcán haciendo erupción e iluminando de rojo el porvenir. En fin. Cuando
llegamos a mi domicilio le pedí que fuera la próxima semana a la Facultad, así
tal vez le mostraría los salones y podría tomar unas clases. Me dijo que por
quién preguntaba, le respondí que por Bruno Torres aunque dudo que alguien me
conozca ahí. Con una sonrisa debilitada por el cansancio del volante, supongo,
me prometió pasar la próxima semana. No se me va a olvidar tu apellido,
aseguró, así se apellida la pinche tapicera.
Entro al Metro, compro un bísquet
integral del lugar que perfuma la estación “Barranca del Muerto”, como le digo
a la que atiende. Me lo confirma con sonrisa en el rostro. Después abro un
libro, es de José Emilio Pacheco, lo saqué ayer, en mi primer día de clases, de
la Biblioteca Central. El primer texto es un elogio del jabón. Mi regreso a México
se dilucida en sus líneas:
“Del mismo modo, no importan las
esencias vegetales, las sustancias químicas ni los perfumes añadidos: la
materia prima del jabón impoluto es la grasa de los mataderos. Lo más bello y
lo más pulcro no existirían si no estuvieran basados en lo más sucio y en lo
más horrible. Así es y será siempre por desgracia”. La edad de las tinieblas, p. 8.
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