domingo, 15 de abril de 2012

Recordar es revivir

Hubo una época cuando solía comer sopa instantánea aderezada con chile chipotle y un trozo de quesillo, acompañada de un refresco continuamente señalado como pésimo para la salud, empezando por su coloración negra. Esa época fue hace dos años. Recuerdo que por entonces obtuve mi primer trabajo en la institución que había sido mi escuela preparatoria. Se me encargó dar clases de oratoria, ese arte que devino demagogia con acento fastidioso. No obstante, a mí no sólo me gustaba, puedo decir que me apasionaba al grado de ir por las calles de Oaxaca hablando solo y ejercitando ademanes que los demás miraban con reserva; como si un loquito hubiese salido de paseo. Con todo, no me duró mucho el gusto de poder compartir con los muchachos de dos remotas (a mi casa) sedes, la utilidad de saberse expresar con propiedad o hablar con elocuencia para convencer, deleitar y conmover. 

Había fallecido mi abuela materna para el comienzo del mes de abril (ese que nadie me había robado nunca, pero que yo consideraba perdido de siempre). La situación en casa no era buena. Me refiero a que se respiraba desánimo, naturalmente luego de la pérdida de un ser querido. Con ganas de distraerme, fui a un congreso de jóvenes cristianos a Puerto Escondido. No precisamente porque en el mar la vida fuera más sabrosa, pero sí movido por el deseo de aprender nuevas cosas sobre Dios y su trato con nosotros los jóvenes. Ahí conocí a personas valiosísimas, venidas de varias partes de México. Me convencí de que es necesario que conozcamos más personas, porque ello nos permite entender mejor cómo es el mundo. Sobre todo, si conocemos gente que comparte nuestros principios y valores, podemos mejorar como personas y contagiar a las demás personas: a los otros, los necesitados.

Antes de volver de viaje, ya sabía que algo no iba bien con mi viejo abuelo Manuel. Con 101 años a cuestas su salud se encontraba deteriorada, pero se mantuvo firme hasta el final. Así que decidí ir a México a pasar los últimos (o primeros) días acompañándolo. Es feo, ya lo sabemos, ver a una persona morir, pero lo cierto es que la experiencia de permanecer hasta el final es aleccionadora y otorga una manera distinta de ver la vida. En efecto, sólo la empezamos a entender cuando cobramos conciencia de la muerte. Eran días fríos a pesar del sol de primavera que se colaba por las espesas nubes del norte de la ciudad de México; si es que Valle Dorado -ese paraje atormentado por inundaciones y delincuentes- sigue siendo parte de la ciudad más grande del mundo. Íbamos y veníamos esperando el fatal desenlace que ocurrió en la madrugada del quince. El mes se partió de tajo y desde una alta colina lo despedimos con tristeza. 

Nada volvería a ser igual. Después de los honores de la familia a su patriarca: el oaxaqueño mixteco, el músico violinista, el hombre de una sola pieza, yo asumiría un nuevo papel en la vida. Dicen que los acontecimientos fatales a veces son la única manera de tomar decisiones trascendentales que modifiquen el curso de nuestra vida. Pues, así, volví al Distrito Federal, ya no para experimentar, sino para quedarme. Al principio, pateando un bote por un puente peatonal, me había desilusionado de encontrar 'vacía' la "casa del  pueblo". Admito que fui a la Cámara de Diputados a buscar trabajo. Sin embargo, Dios ya me había reservado el lugar que quería, donde hasta el día de hoy he aprendido muchas cosas. Las felices coincidencias se darían de formas insospechadas, hasta que un buen día asumí mi nueva responsabilidad, que me permitiría sobrevivir a la selva de asfalto. Donde, luego de cuatro meses, entraba a clases en mi nueva universidad. Lugar de emociones irrepetibles, comunidad de ánimos juveniles con buenos deseos. 

Indiscutiblemente, el nuevo rumbo que comenzó con el revivir de la primavera -la que se llevó a dos de mis abuelos- no fue posible valiéndome solo de mis fuerzas o ganas. El anhelo de reivindicación que tanto había pregonado antes y no se había realizado pronto, tomaba forma, y con él la alegría de momentos por vivir en  compañía de mi familia, mis amigos de siempre y de los nuevos que ya estaban ahí; sólo esperando coincidir para soñar y esforzarnos por hacer realidad nuestros sueños. En el camino, ha habido errores, momentos de profunda soledad y decepción, tristeza y pérdida de sentido. Sin embargo, eso no mengua la dicha de estar aquí, ¡escribiendo sobre todo esto ahora mismo!. Pellizcándome la cara para saber que es real, que la realidad no es tan fatal como solemos decir. Que basta recordar un poco más, volver a los orígenes de quienes somos, para pensar con amplitud de prospectiva y mayor esperanza: a dónde queremos llegar y la pregunta que para mí tiene aun más valor: para qué. A dos años de distancia, mi respuesta no es secreta: para reflejar el amor incondicional de Dios a mis semejantes. 

2 comentarios:

Tere Ibarra dijo...

Bellisimo Bruno. Me encanta tu escritura. Continúa exitoso!

H. Sanders dijo...

Mi hermano valiente! Tienes muchos recuerdos que sin duda te han hecho fuerte, ambos experimentamos esas etapas tristes que a la vez vienen acompañadas con buenos momentos después de que pasan. :)