jueves, 11 de octubre de 2012

Fantástica somnolencia

Un ataque de somnolencia lo perseguía por los andrajosos caminos de a diario. No obstante que afirmaba tener mejor sueño que un chofer de tráiler, perdía el sentido de la realidad apenas se recargaba en la ventana de algún camión. Bueno, también de otros tipos de transporte, pero los camiones eran idóneos para dormir entre sede y sede de la rutina que con tesón se había esforzado en vencer, y ahora parecía que se lo había tragado.

Las manías por Elena cedieron al aburrimiento de encontrarse tomando todas las mañanas el mismo café insaboro. De pronto, la vida le parecía menos atractiva no porque hubiera dejado de basarse en ella, sino porque ella era el anterior aburrimiento. Aunado al sueño, hacía que tomara los periplos como algo normal. Y es que hacía tiempo que ya no se quejaba por el tiempo perdido trasladándose de un lugar a otro. Justamente hoy abordó un taxi para poder llegar "a tiempo" al trabajo. Y no es que le preocupara mucho la puntualidad, sino más bien, se apoderaba de él la extraña sensación a la que se había mal acostumbrado, de estar en un estado de tensión permanente, como si tuviera que bajarse en la próxima estación y el vagón estuviera lo demasiado lleno como para salir. Por eso optó, aunque con desconfianza, por el primer taxi que vio.

La conversación hacia la estación de metro más cercana se basó en las cosas de las que suele hablarse en un taxi manejado por un conductor que maneja como un maníaco: la falta de pericia de los otros conductores, la pérdida de tiempo por el mercado sobre ruedas, la ruta desconocida que todos los días recorre este chofer que no conoce la precaución... Entonces llegaron, pagó con 50 quintos y el taxista le quedó a deber un peso. Tal vez por eso el exceso de gracias. Finalmente, algo bueno debe dejar ser tan agradecido.

Durante la mañana se dedicó a la reflexión de varios problemas del mundo y de su vida. O por decirlo de otra manera, de su vida-mundo. Si algo tenía de bueno esa clase era que lo hacía ver muy ignorante, un completo iletrado, alguien que nunca entendió de geografía y confunde lo mismo Bruselas con la zona entre Alsacia y Lorena, que Los Alpes con Los Pirineos. Que le iba a ser, nunca entendió bien para qué el exceso de líneas en los mapamundis. El profesor chileno (sí, de uno de esos espacios rodeados de líneas) era extraordinariamente bueno. Su conocimiento de la historia de las ideas políticas y la vasta cultura general con que abordaba cualquier problema, le animaban a emularlo. Ya tan pronto, a punto de no rebasar la mitad del grado, ya soñaba con ser conocido como el profesor Arteaga. A fin de cuentas, era dueño de imaginarse cualquier futuro, que para eso no se estudia.

La segunda mañana, como le decía a la clase de estadística, sirvió para aprender cómo era la ciudad hace treinta años, cuando este profesor que le pone tanto empeño a que sus alumnos aprendan, trabajaba en los ministerios de Turismo, primero, y de Energía, después. Arteaga se llenó de coraje al enterarse que el diligente hombre, ¡hacía media hora de la universidad a la zona de Polanco! Eso, bromeaban sus compañeros, ya no se hace ni a la glorieta de Vaqueritos. Y  probablemente tenían razón. Esta urbe es un caos, pensaba Arteaga. No sólo era que estuviera algo harto del aburrimiento y cansancio que cargaba a cuestas, sino que con más frecuencia se fastidiaba de la mala educación de las personas. Una forma de comportarse caracterizada por el atropellamiento. Había analizado que al salir de su casa, todo el mundo caminaba sin fijarse quién caminaba enfrente. Así, sin ninguna coordinación, chocando, insultando e incluso golpeando, lo mismo niños que adultos. Y eso que se ponía de ejemplo el inicio del día. Imagínense el final.

Sostenía la idea de que siempre amanece de nuevo, pero últimamente decía que ya no quería ver los mismos amaneceres. No se fijaba tanto en los entornos climáticos como en los motivos para emprender la despiadada ruta de transporte público que ya le cobraba con un dolor de espalda permanente, el abusar de ella. Como sea, tenía por delante un deber qué cumplir. La suerte no estaba echada. No había rumbo fijo ni ahorro a largo plazo. Sólo ganas de proseguir, desafiar los impuestos que sujetan la libertad a un orden siempre cuestionable que sin embargo la gente estaba dejando de cuestionar. Ahí estaba él, a punto de cumplir 20 años, sumergido en las fantasías propias de una edad en ciernes. Había aprendido que las fantasías inevitablemente lo acobijaban. Sin importar que fueran irreales, le brindaban un reconfortante abrazo que nadie podía darle. Tal vez a eso Murakami se refería: "No se deje llevar por las apariencias; realidad no hay más que una". Y su realidad era una fantasía que le permitía levantarse sin mirar por la ventana.

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