jueves, 7 de enero de 2016

Otro sueño americano

En Houston, Texas, vive un paisano oaxaqueño llamado Fernando Aragón, no nació en Oaxaca pero su padre era de Río Grande en la Costa. En la década de los ochenta llegó a una ciudad en apogeo debido a la industria petrolera hoy en declive, pero que en el siglo XX fue parte de la transformación del sistema social a escala mundial. El tío Fernando llegó a Texas como tantos mexicanos que buscaron el sueño americano cuando su país tenía muy poco que ofrecerles. Junto a él fueron llegando sus hermanos e incluso su madre y la hermana de ésta. Durante años enfrentaron el exilio de la Ciudad de México, donde crecieron, para adaptarse a una nueva forma de vida basada en el trabajo duro. Con poco tiempo para las distracciones, su vida se enfocó en saldar sus cuentas con oportunidad y hacerse de un patrimonio decente.

Apenas a dos horas en avión desde la capital del país, Houston es la cuarta ciudad más grande de Estados Unidos. Al recorrer sus largos freeways se nota la practicidad del estilo de vida americano, el tráfico incesante va de un lado a otro mientras en las calles hay poca gente, la mayoría está en sus trabajos o en sus casas en una época del año donde el clima es una locura: un día llueve con helada y al siguiente el cielo despejado y un fuerte sol de mediodía alegran el downtown donde convergen la vida pública y las grandes corporaciones privadas. Justamente ahí, en el Minuti Coffee, un agradable refugio italiano que presume haber llegado desde Modena, me encuentro a Juan Villoro. Mientras afuera los vientos están desatados, en la mesa más cercana a la puerta está sentado con su característica tranquilidad; viste saco café a cuadros, pantalones de mezclilla, bufanda al cuello. En la plática se cruzan Oaxaca, lo que acerca de su visita a ella escribió un clásico, Italo Calvino, y sus proyectos con la editorial Almadía. —Soy de un lugar que a usted le gusta mucho, le solté. No tengo que describir la sonrisa cómplice que se dibujó en el autor de Los culpables.

Aunque nunca vivió en Río Grande, Fernando Aragón lo conoció cuando hace varios años emprendió junto a su familia un viaje desde Texas hasta Bahías de Huatulco. En el recorrido, por causalidad, encontró una desviación que señalaba el pueblo de su padre. Ahí conoció a su familia costeña que nunca se fue a buscar ningún sueño porque lo cumplía a diario con su modesto estilo de vida. Después de estrechar manos y contar historias, los Aragón pasaron por Zipolite, donde recuerdan haber visto un atardecer memorable mientras comían las bendiciones del mar oaxaqueño. Como él, otros riograndeses cargan con la nostalgia de haber dejado la tierra que les pertenece con tal de salir adelante. Es el caso de las cocineras de una fonda cercana a la Terminal de Autobuses del Sur en la Ciudad de México. Después de concurrirla por años, hace no mucho le pregunté a la dueña por su origen. Estuvo de más después de haber probado sus tortas de plátano macho en salsa de chile guajillo. Con el sobrado acento costeño me dijo orgullosa que eran de Río Grande, Oaxaca.

En el Blanton Museum of Art de la Universidad de Texas en Austin contemplo un hermoso souvenir, es una copia de “El astrónomo”, un cuadro que pintó Rufino Tamayo en 1957 y que hoy está en manos de la “Judy and Charles Tate Collection of Latin American Art”. Busco la pieza en las galerías del recinto pero al parecer fue parte de una exposición anterior a mi visita. Encontrar un cachito del legado de nuestro genio me recuerda lo pequeño que es el mundo y lo grande que ha sido el anhelo humano por conocer el universo. Precisamente de vuelta a casa, el avión pasa al lado de una tormenta eléctrica. Con un poco de turbulencia, se mira por la ventanilla la iluminación intermitente como si el cielo estuviera haciendo corto circuito. El astrónomo voltea a verlo con curiosidad y como en la pintura se lleva una mano a la barbilla; se detiene con la otra de una mesa mientras los cuerpos celestes lo orbitan.


Hasta que haya viajes interestelares que se compren por internet, tendremos a la mano la brújula que nos invita a darle la vuelta al mundo. A veces esa búsqueda no se disfruta en los márgenes del VTP que encierra las ansias de conocer en las cuatro paredes de un hotel, de un restaurante y de un autobús. Cuando se sigue la marcha de lo espontaneo basta abrir bien los ojos, cada escenario, cada persona, cada situación, son parte del viaje y lo vuelven, a pesar de la incertidumbre momentánea, más disfrutable. El aventurero se enfrenta a muchos imprevistos pero tiene esperanza; la encuentra a la vuelta de la esquina, como canta el poeta: “En el cielo raso o en el mar trotamundo…”. En otras palabras, la inspiración puede surgir de la confesión de los motivos de un oaxaqueño exiliado aquí o allá, o de la conversación con el escritor de culto que ama Oaxaca, o de la postal de Tamayo que nos recuerda la importancia de mirar más allá del firmamento… porque el cielo no es el límite. 

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