viernes, 28 de agosto de 2015

Houstonians

Uno de ellos sostenía la máxima mundana: ojos que no ven corazón que no siente. La repetía al conversar sobre la única relación que para él significaba algo más cercano al afecto que al trabajo. No la veo desde hace meses, su mamá me busca cuando necesita algo, pero no me deja ver a la niña.


Alguna vez cuando era niño quise viajar a los Estados Unidos. Supongo que no pensaba que fuera mejor que otros lugares para conocer, pero sabía que mi familia vivía en Houston. Cuando digo “mi familia” me refiero más bien a la familia de mi mamá, con quien crecí y a quien veía triste de no tener cerca a los suyos. Hasta que fui adolescente conocí un poco más ese lado de mi árbol genealógico. Frecuenté a un tío abogado hermano de mi madre, aficionado al rock y que me invitó algunas veces a comer menudo a una típica fonda mexicana del norte de la ciudad. Mi abuela, que también fue un padre para ellos y un hijo más de profesión contador público, se fue a vivir a Houston cuando no le quedaba otra cosa qué hacer en la ciudad de México. Con mi mamá casada, el hijo mayor que ya había arribado a esa ciudad texana y el abogado en sus asuntos, podía ir a buscar mejores motivos en otro país. Trabajó muchos años cuidando a la hija de un matrimonio de empleados de la NASA. Siempre me fascinó esa historia acerca de que vivía con astronautas como si todos los empleados de la NASA lo fueran. También llegué a ver sus fotos tomadas en la parte trasera de un cohete espacial, las dimensiones del vehículo eran fabulosas. Para mí, un niño crecido en una provincia pobre del sur de México, todo aquello era la comprobación de por qué los mexicanos querían con tanto denuedo una visa para viajar hacia el norte.  

Cuando a mi abuela, por segunda vez en la vida, volvió a quedarle nada en un lugar —sus patrones la corrieron de un día para otro por el hecho natural de que su hija había crecido lo suficiente para cuidarse sola— mi mamá viajó a Houston para devolverla a México. No imagino el sentimiento de una mujer que había pasado más de una década fuera de su tierra, trabajando como lo hacía, encerrada en la casa de unos gringos extraños durante una semana, saliendo a pasear con su hermana los fines de semana como única distracción y extrañando a su hija frente al mar sucio del Golfo de México. Tampoco imagino lo que significó convertir sus ahorros en pesos, el saldo de toda una vida, y administrar el último trecho de su futuro con un fondo para el retiro comprometido e insuficiente de antemano. Cuando volvieron juntas, madre e hija cansadas de un vuelo que en realidad era corto, ahí estaba yo en la terminal internacional de la ciudad de México. No sabía que en el fondo el cansancio no era producto del vuelo sino de una enfermedad acabada de llegar. Durante casi una década viví de cerca el peor lado de esa enfermedad, pero también conocí a una persona cargada de sabiduría popular, que nos sorprendía con sus dichos siempre, como si los pronunciara por primera vez cuando de hecho los repetía a menudo. Era porque sabía el momento preciso para decirlos pues contaba con la prudencia de la gente de antes, que callaba antes de no saber lo que decía. Murió en 2010 cuando para mí no había futuro ni en la escuela ni en ningún trabajo. Su deceso, como todo misterio trágico, fue un parteaguas para la vida de un desorientado. Dos meses después inicié una nueva vida, si puede considerarse así a encontrar un empleo que nadie más quería pero había que cubrir. Me permitiría la estabilidad relativa con la que vive un estudiante de universidad en un país tercermundista.

Cuando era niño también soñaba con hacer amigos. No me refiero a tenerlos sino a “hacerlos”. Crecí con poca familia, rodeado de primos lo suficientemente mayores como para considerarse tíos y sin hermanos durante los primeros años. Por eso pensar en ir a Estados Unidos era más que el trámite de subirse en un avión y trasladarse a otro lugar, significaba la oportunidad inmediata de querer a alguien. Así lo veía yo aunque, por otra parte, ahora suene demasiado melodramático. El plan era abordar con mi mamá ese vuelo que la llevó a Houston cuando yo tenía 11 años. No sucedió. Hasta 2015 conocí a la familia que no visité en la única oportunidad que hubo de hacerlo, antes que el 9/11 modificara la seguridad en la inmigración y la transportación hacia el imperio. Cuando hace unos días visité como turista el memorial ubicado donde antes estuvieron las Torres Gemelas, tomé una  foto a uno de los nombres inscritos en el borde de una de las dos enormes caídas de agua. En Internet conocí la biografía de la sobrecargo de origen asiático que alertó del secuestro de uno de los dos fatídicos aviones. Esto lo cuento al margen justo antes de subirme a otro avión para regresar a mi país. Quince años después del plan original, vine a conocer a mi familia de Houston. Probablemente esto compruebe que planear no cuesta nada y tampoco garantiza nada.

Hace muchos años un primo hermano de mi mamá, cuyo padre nació en la Costa de Oaxaca, probó suerte en estos rumbos, ahí está el origen de la historia. Su tía le ofreció en una corta frase probar el sueño americano: ¿Te quieres ir para Houston? Le dijo en el funeral de su padre, quien más que la figura de autoridad familiar fue un ejemplo de lo que no debía hacerse cuando de por medio hay que sacar adelante a los niños. Hablé con él en esta visita. Al terminar cada intervención de la plática ligera añadió un “man” provisto de una amabilidad difícil de ser discutida. La simpleza también puede ser honesta y afectuosa. Fernando me mostró en un par de horas el espejo en el cual, a cierta edad, las personas se reflejan, creyendo ser ellas mismas aunque haya transcurrido ya tantos años que sea tan difícil y extraño reconocerse. Todo el tiempo afable, me contó la historia de cuando una caravana de tíos y primos visitó Zipolite. Sobrevivieron a manejar desde Texas hasta Oaxaca, sobrellevando la frontera, el centro del país y la costa de Guerrero. Ahí, en una de las pocas playas oficialmente nudistas, encontraron el atardecer más hermoso que hayan visto. La familia había avanzado bajo la lógica de lo espontaneo, que permite toda clase de eventos inesperados y arriesga sin saber que va a ganar. Sillas plegables, hieleras, comida recién hecha con las cocineras de la playa, aquello era el fin de semana soñado por todos. Los hijos adolescentes, las figuras de autoridad maduras, todos habían logrado un objetivo que nadie se fijó: Unidad.

Toda familia tiene sus propios problemas, a veces insolubles. Solventarlos significa sobrellevar lo desagradable y admitir que siempre puede haber momentos que, a fuerza de gastar tiempo en otras cosas, se convierten en extraordinarios. Veamos, el fin de semana viví dos partidos de los juegos más populares en los Estados Unidos, el americano y el béisbol. En cada uno disfruté cada momento porque cada momento, valga la redundancia, era completamente nuevo. Nunca antes en mi vida había estado en un estadio con ese propósito y no deseé estarlo en esta ocasión. Dos de mis tíos decidieron que era buen momento para llevarme a conocer la pasión de las multitudes gringas. De cada juego no conocía muchas reglas que me explicaron mientras miraba en las pantallas gigantes del estadio sonreír a tantos niños y adultos. Familias que se juntan con el mismo propósito, conviven estando en el estadio, pero también afuera de él, antes del juego y después de él. Algo que me sorprendió fue ver a varias familias asando carne en el estacionamiento del estadio con un calor asfixiante y un viento que al soplar parecía el motor de un sauna. Sufrir a veces es disfrutar, disfrutar a veces es vivir, vivir a veces es soñar, soñar a veces es jugar.

Había escuchado ya los pormenores de algunos desencuentros familiares, cosa que por otra parte no fui a buscar, cuando llegó el último día de mi visita. Quienes estuvimos compartiendo el grill la pasamos bien, incluso, contra las expectativas de mi condición física me arriesgué a jugar basquetbol con Pablo y Junior, tío y primo, el primero casi de mi edad, el segundo adolescente. A medida que pasan los años ofrecemos menos de lo que tenemos, así pasa también en el deporte. Ante mi sorpresa de ver cómo aguantaban el insoportable calor de la tarde riéndose de mí nadando en mi ropa, fue ilustrativo que mi tío afirmara que eso había sido su infancia y juventud: estar en el parque jugando con los amigos… la otra familia. Las familias, en mi opinión, no son solo las relaciones de sangre entre diferentes personas, son mucho más que eso. Pienso que familia es sinónimo de unidad. Y de este modo, toda unión entre dos o más personas puede ser una familia. Quizá mi familia de Estados Unidos no sea la más unida, pero es, en definitiva, lo que ahora tengo.

Jugar a veces es vivir, y yo viví mucho estos días en Houston. 

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