Se cumplió un
siglo del deceso de Porfirio Díaz Mori, el personaje más discutido de nuestra
historia nacional. Don Porfirio representa la ambivalencia de un hombre de su
tiempo que no va con la historia de bronce en la que los héroes aparecen casi
perfectos, con un halo de bondad que los sacraliza e impide que se les halle
defectos. Desde niño me enseñaron que se había convertido en un cruel dictador
después de haber defendido valientemente a la patria de la intervención
francesa. Nadie le discute su genio militar, sino la incongruencia de haberse
opuesto a la reelección del presidente Juárez con el Plan de la Noria, primero,
y después a la de Sebastián Lerdo de Tejada con el Plan de Tuxtepec, para luego
perpetuarse en el poder.
El pasado
jueves me invitaron a participar en un evento para honrar su memoria en el
University Club ubicado sobre Paseo de la Reforma y del que fue miembro el
general. Me pidieron compartir una ponencia sobre un aspecto de su vida y a
sabiendas de que me encontraría rodeado de gente adicta a la historia, preferí
un enfoque distinto para el análisis. Así, hablé de Díaz, el estadista, con
todo lo que implica que a un dictador se le considere de ese modo y en medio de
la polémica de los últimos días acerca de que se le está eximiendo de lo malo
en razón del centenario de su muerte.
Lo que no
puede negarse es que fue hasta la época de don Porfirio cuando en México se conformó
un verdadero Estado-nación. Consolidarlo requirió centralizar el mando para
acabar con cacicazgos regionales que imponían sus propios arreglos. El costo ya
lo sabemos: una dictadura de tres décadas en la que cundieron abusos contra
obreros y campesinos, además de restricciones a libertades civiles como la de
prensa. En otras palabras, vivir en el Porfiriato era estar consciente de que
no se podía actuar en contra de lo establecido porque mantener la paz pública
era más importante. El orden conllevaría progreso y para alcanzarlo había que
sacrificarse, aunque esto representara retratos tan crueles como los que narra
John Kenneth Turner cuando se refiere a las condiciones de esclavitud en Valle
Nacional.
No creo que
fuera el país que deseara Díaz, pero tampoco lo justifico. Lo que me interesa
de él es su capacidad para gobernar con visión de Estado, lo que implicó
identificar prioridades y planear estrategias para llevar a cabo objetivos en
el largo plazo, los ferrocarriles son un claro ejemplo. Difícilmente hoy los
gobernantes aspiran a ser hombres y mujeres de Estado. La mayoría actúa en
función del horizonte de tiempo por el que han sido electos. Pocos piensan en
proyectos que trasciendan su mandato y sienten las bases del desarrollo del
país más allá del cálculo político de ganar las próximas elecciones. El valor
de la democracia no era un punto que interesara al general, pero probablemente
tenía razón en su cautela. Tenía la experiencia de la confrontación social que
dejaba a su paso la transición de régimen. Díaz aprendió de la política en
clave de prudencia desde joven, cuando fue jefe de Tehuantepec.
Leyendo parte
del archivo epistolar de su primer periodo al frente del país, me encontré con
la respuesta que le envió a Núñez Ortega, quien le había comunicado que había
sido invitado a comer con los reyes de Bélgica en Bruselas. Fechada el 20 de
marzo de 1880, Díaz reconoce los servicios de su representante en Europa y
señala que “las frecuentes relaciones sociales con los ministros diplomáticos,
son también en un concepto, un medio de aplazar y evitar dificultades, porque
ellas muchas veces suavizan y modifican favorablemente sus pretensiones”. Más
adelante le reconoce: “Ha hecho usted muy bien en presentarse en las
recepciones que ha habido, con su carácter de representante de México, siendo,
como es, una necesidad, que nuestro país no se olvide ni se rebaje a la línea
de las demás repúblicas hispanoamericanas”. Después se complace de que el
Príncipe de Rumania quiera establecer relaciones con México, así como de la
próxima llegada de los representantes de Holanda y Suecia al país. Díaz
ponderaba la diplomacia por ser un arte que permite ganar sin gastar balas. Y
él sabía lo duro que es usar las armas.
Hace unos años
escuché a Vargas Llosa, después de ganar el Nobel de Literatura, hablar de la
historia de su vida llena de contradicciones como la de tantos intelectuales.
Una frase me interesó: “El hombre es ahí donde los contrarios se confunden”. Es
decir, no hay ángeles ni demonios en los personajes históricos, sino personas de
carne y hueso con virtudes y defectos, que tienen aciertos y errores. No nos
toca estudiar cómo se confundieron las fuerzas contrarias en la voluntad del “Soldado
de la Patria”. Nos toca en todo caso reconocer su esfuerzo de concretar un
Estado donde no lo había. No celebramos el costo social que eso implicó, pero
tampoco podemos atribuírselo solo a Díaz. Al contrario, deberíamos pensar
cuánto peor hubiera sido no tenerlo ahí, modernizando a México.
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