jueves, 23 de julio de 2015

Díaz, donde los contrarios se confunden

Se cumplió un siglo del deceso de Porfirio Díaz Mori, el personaje más discutido de nuestra historia nacional. Don Porfirio representa la ambivalencia de un hombre de su tiempo que no va con la historia de bronce en la que los héroes aparecen casi perfectos, con un halo de bondad que los sacraliza e impide que se les halle defectos. Desde niño me enseñaron que se había convertido en un cruel dictador después de haber defendido valientemente a la patria de la intervención francesa. Nadie le discute su genio militar, sino la incongruencia de haberse opuesto a la reelección del presidente Juárez con el Plan de la Noria, primero, y después a la de Sebastián Lerdo de Tejada con el Plan de Tuxtepec, para luego perpetuarse en el poder.

El pasado jueves me invitaron a participar en un evento para honrar su memoria en el University Club ubicado sobre Paseo de la Reforma y del que fue miembro el general. Me pidieron compartir una ponencia sobre un aspecto de su vida y a sabiendas de que me encontraría rodeado de gente adicta a la historia, preferí un enfoque distinto para el análisis. Así, hablé de Díaz, el estadista, con todo lo que implica que a un dictador se le considere de ese modo y en medio de la polémica de los últimos días acerca de que se le está eximiendo de lo malo en razón del centenario de su muerte.

Lo que no puede negarse es que fue hasta la época de don Porfirio cuando en México se conformó un verdadero Estado-nación. Consolidarlo requirió centralizar el mando para acabar con cacicazgos regionales que imponían sus propios arreglos. El costo ya lo sabemos: una dictadura de tres décadas en la que cundieron abusos contra obreros y campesinos, además de restricciones a libertades civiles como la de prensa. En otras palabras, vivir en el Porfiriato era estar consciente de que no se podía actuar en contra de lo establecido porque mantener la paz pública era más importante. El orden conllevaría progreso y para alcanzarlo había que sacrificarse, aunque esto representara retratos tan crueles como los que narra John Kenneth Turner cuando se refiere a las condiciones de esclavitud en Valle Nacional.

No creo que fuera el país que deseara Díaz, pero tampoco lo justifico. Lo que me interesa de él es su capacidad para gobernar con visión de Estado, lo que implicó identificar prioridades y planear estrategias para llevar a cabo objetivos en el largo plazo, los ferrocarriles son un claro ejemplo. Difícilmente hoy los gobernantes aspiran a ser hombres y mujeres de Estado. La mayoría actúa en función del horizonte de tiempo por el que han sido electos. Pocos piensan en proyectos que trasciendan su mandato y sienten las bases del desarrollo del país más allá del cálculo político de ganar las próximas elecciones. El valor de la democracia no era un punto que interesara al general, pero probablemente tenía razón en su cautela. Tenía la experiencia de la confrontación social que dejaba a su paso la transición de régimen. Díaz aprendió de la política en clave de prudencia desde joven, cuando fue jefe de Tehuantepec.

Leyendo parte del archivo epistolar de su primer periodo al frente del país, me encontré con la respuesta que le envió a Núñez Ortega, quien le había comunicado que había sido invitado a comer con los reyes de Bélgica en Bruselas. Fechada el 20 de marzo de 1880, Díaz reconoce los servicios de su representante en Europa y señala que “las frecuentes relaciones sociales con los ministros diplomáticos, son también en un concepto, un medio de aplazar y evitar dificultades, porque ellas muchas veces suavizan y modifican favorablemente sus pretensiones”. Más adelante le reconoce: “Ha hecho usted muy bien en presentarse en las recepciones que ha habido, con su carácter de representante de México, siendo, como es, una necesidad, que nuestro país no se olvide ni se rebaje a la línea de las demás repúblicas hispanoamericanas”. Después se complace de que el Príncipe de Rumania quiera establecer relaciones con México, así como de la próxima llegada de los representantes de Holanda y Suecia al país. Díaz ponderaba la diplomacia por ser un arte que permite ganar sin gastar balas. Y él sabía lo duro que es usar las armas.  


Hace unos años escuché a Vargas Llosa, después de ganar el Nobel de Literatura, hablar de la historia de su vida llena de contradicciones como la de tantos intelectuales. Una frase me interesó: “El hombre es ahí donde los contrarios se confunden”. Es decir, no hay ángeles ni demonios en los personajes históricos, sino personas de carne y hueso con virtudes y defectos, que tienen aciertos y errores. No nos toca estudiar cómo se confundieron las fuerzas contrarias en la voluntad del “Soldado de la Patria”. Nos toca en todo caso reconocer su esfuerzo de concretar un Estado donde no lo había. No celebramos el costo social que eso implicó, pero tampoco podemos atribuírselo solo a Díaz. Al contrario, deberíamos pensar cuánto peor hubiera sido no tenerlo ahí, modernizando a México.  

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