jueves, 22 de octubre de 2015

Pérdidas e inversiones de la tragedia

Una mujer sube al camión. Está angustiada, la voz se le quiebra. Señala por la ventana su casa y comenta que el sábado pasado le robaron a su hija en la puerta. No ofrece detalles, muestra una imagen del reporte que levantó ante las autoridades, ahí está la foto de la niña de doce años. Mientras la sostiene en sus manos, pide que quienes puedan le regalen una moneda pues su esposo entró en shock por la noticia y ahora se encuentra grave en un hospital. Necesitan un tanque de oxígeno que no puede costear, el que trabaja es él. La mujer recorre los asientos con el rostro desencajado y ese sentimiento contenido en la garganta que no permite el llanto ante situaciones apremiantes. El duelo dura poco cuando El Motivo de una vida se ha esfumado.  

Horas antes, el chofer de un taxi me recoge en la estación Barranca del Muerto. Estaba jugando con la señora que asigna a los pasajeros, acariciándole los brazos mientras ella concedía y se reía, hasta que me subí y puso a andar la cuota del viaje. ¿Ya a descansar? Soltó sin más, como si a las cuatro de la tarde en esta ciudad se pudiera descansar de algo. No, don, tengo clase en la tarde. ¿Qué estudia usted, mi joven? Letras hispánicas, exclamé con el orgullo de quien no conoce bien los alcances de su profesión pero encuentra en esa línea el eco de una conquista traducida, justo ahora, en un par de clases que debo del primer semestre. El taxista ignora mi respuesta o probablemente la considera a través de un gesto de lástima con la mirada extraviada y la boca entreabierta dentro de una robusta cara de por medio, que observo en el espejo retrovisor. Pues siga sus sueños, me lanza despertándome de inmediato una sensación de intriga. ¿Lo dirá en serio? ¿O será una provocación para que le recuerde quién va al volante y quién es el cliente? Antes de que me ría de nervios o me enoje inútilmente, el taxista me cuenta la historia de su hijo.

A grandes rasgos el muchacho salió listo para la escuela. Cabe señalar que siempre lo llama wey, tal vez sea su forma de expresarle cariño. Así, el wey estudió comercio internacional e hizo una maestría, todo en el Politécnico, pero estuvo desempleado siete meses después de su última graduación. En ningún lugar lo querían, por lo que el papá lo invitó a cargar tubos a su lado en una empresa en la que se entra a trabajar a las tres de la mañana. No entiendo si ahí trabajó o sigue trabajando, pero en todo caso tiene su mérito el segundo supuesto, bajo el cual la volanteada sería un riesgo adicional al trabajo rudo de estibador. El papá estaba orgulloso de que su hijo fuera a ser su chalán cuando le avisó que siempre sí lo habían llamado del aeropuerto internacional de la ciudad de México donde, por la razonable cantidad de seiscientos mil pesos, podría ser agente aduanal de esos que te abren y revisan tu maleta cuando te persigue el infortunio después de un viaje al extranjero. En primer lugar me sorprendió, pero enseguida recordé que había vuelto a México hace ya una semana, por lo que debería parecerme trivial la historia en la que el taxista remata los pocos bienes de su familia. Al final, el del volante me contó que su vástago le pagó en la primera oportunidad la cantidad que sirvió de soborno a “alguien” de los que abundan en este país, había vendido su casa para comprar el ingreso a un puesto que se considera, solo en principio, honorable. Ahora el wey tiene dos plazas, puntualizó con orgullo ranchero el don.

Cuando me dejó afuera de mi domicilio me insistió con un aire de simpatía que siguiera mis sueños acompañado de un vacuo pero amable: Usted no se me desanime, mi joven. Entro a mi casa, escucho a los perros ladrar en el vecindario, me quedo sentado en medio del silencio. En breve escucharé a la señora que vive a la vuelta de mi casa. Conoceré la terrible noticia del fin de semana, una de tantas notas que no salen en la televisión. Miraré a una mujer perturbada pero entera, con ganas de que esto se termine; llena de rabia pero más de tristeza, conteniendo el llanto y pidiendo dinero a desconocidos, como cientos de personas lo hacen en la calle. Como el vagabundo afuera del banco al que acudí en la mañana, cuando la señora a mis espaldas sacó un billete de veinte pesos de su bolso y se lo fue a entregar en la mano a pesar del hedor que podía alejar a cualquiera, también le dijo: Tenga, señor, para que se compre algo. Por un momento destellante le devolvió su dignidad a un ser humano convertido en el objeto de todos los males en el pasillo de un centro comercial. El hombre miró el billete como si se tratara de un juguete, lo guardó entre sus harapos, después volteó a verla mientras se alejaba. Sonrío bañado por la mugre. La imagen, más que dura, era macabra. Detrás de mí escuché a la mujer entrada en sus cincuentas decir: Es lo que como sociedad le estamos haciendo a estas personas. Cada vez somos más indiferentes.

No sé a cuántos les importe mi vida. No debería ocuparme el asunto. No significo nada para nadie en esta ciudad, tal vez. Sin embargo, pienso que hay personas vapuleadas por la vida y que se mantienen de pie. Algunas llevan una pena que no se quitará nunca, otras se quitan la pena de tener que vivir conscientemente. Hay otra persona conduciendo por la ciudad, atravesando destinos inciertos. Dudo que a cualquiera le cuente, por la misma cantidad que marca el taxímetro, la historia de éxito familiar basada en recuperar una inversión fuerte revisando maletas de otros, o tal vez sí, tampoco es que importe mucho. De algo estoy seguro, si hace una semana me hubieran preguntado a qué venía, me hubiera vuelto mudo antes de bajar del avión.

No hay comentarios: